Carta Magna, su emblema.

Palabras de José Antonio Primo de Rivera, jefe de Falange Española de las J.O.N.S

"La noticia de que José Antonio Primo de Rivera, jefe de Falange Española de las J.O.N.S., se disponía a acudir a cierto congreso internacional fascista que está celebrándose en Montreaux es totalmente falsa. El jefe de Falange fue requerido para asistir; pero rehusó terminantemente la invitación, por entender que el genuino carácter nacional del Movimiento que acaudilla repugna incluso la apariencia de una dirección internacional. Por otra parte Falange Española de las J.O.N.S. no es un movimiento fascista; tiene con el fascismo algunas coincidencias en puntos esenciales de valor universal; pero va perfilándose cada día con caracteres peculiares y está segura de encontrar precisamente por ese camino sus posibilidades más fecundas".

sábado, 3 de octubre de 2009

Felipe Sánchez Román - Diario de Sesiones, 6 de mayo de 1932 (1ª parte)


Felipe Sánchez-Román y Gallifa (1893-1956), político y jurista español. Nacido en Madrid, era hijo del político liberal Felipe Sánchez Román, catedrático de Derecho Civil y, en 1905, ministro de Estado. Tras doctorarse en Derecho, a los 23 años logró la misma cátedra que su padre venía desempeñando en la Universidad Central de Madrid hasta su muerte, que tuvo lugar en ese mismo año de 1916. Miembro de la Academia de Legislación y Jurisprudencia y del Tribunal Permanente de Justicia Internacional, con sede en La Haya, su republicanismo le llevó a participar en agosto de 1930 en el Pacto de San Sebastián. Asimismo, en febrero de 1931 fue uno de los intelectuales que formó la denominada Agrupación al Servicio de la República, que tuvo como componentes fundamentales a José Ortega y Gasset y Gregorio Marañón. Proclamada dos meses más tarde la II República, resultó elegido diputado a Cortes Constituyentes en los comicios celebrados en junio siguiente. Fundó pocos años después su propia formación política, el centrista Partido Nacional Republicano, al que no quiso incluir entre los que formaron el Frente Popular con motivo de las elecciones legislativas de febrero de 1936, por considerar a éste demasiado extremista. Cuando en julio de ese año dio comienzo la sublevación militar que hizo estallar la Guerra Civil, pretendió que se llegara a un acuerdo con los rebeldes y, de hecho, integró el día 19 de ese mes, como ministro sin cartera, el gobierno que, presidido por Diego Martínez Barrio, no llegó a tomar posesión.


En 1939, finalizada la Guerra Civil, se exilió en México, en cuya capital fue catedrático de Derecho Comparado en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), así como abogado consultor del presidente de aquella República, Manuel Ávila Camacho, en la primera mitad de la década de 1940. Falleció en 1956 en la ciudad de México.

Discurso sobre el Estatuto de Cataluña.
 
Señores diputados, al intervenir en este asunto, cuya importancia sería innecesario ponderar, no puedo substraerme a la sensación que tengo de que estamos en un problema envuelto totalmente de cosas sentimentales. No digo que este ambiente sentimental formado en relación al Estatuto pueda tener estas o las otras características. Suscribiría convencidamente las palabras que se atribuyen al señor presidente del Gobierno en alguna nota oficiosa, pensando que una gran parte, el 90 por 100, de esa emoción sentimental está fundada en nobles estímulos. Precisamente por estar convencido de que éste es el fondo que se puede descubrir, yo no me atrevo ni siquiera a recomendar ningún enjuiciamiento en orden a esa posición sentimental del problema, pero quiero, sí, recoger, a modo de enseñanza, una prevención contra las consecuencias que ese ambiente va produciendo en torno a los criterios con que el problema viene afrontándose. Este problema planteado con el Estatuto de Cataluña, se ha dicho, sin duda bajo la influencia de ese tono sentimental, hay que resolverlo utilizando a plena eficacia razones de cordialidad, y yo, que estimo legítimo que en la estimación popular del problema se crucen emociones sentimentales de una parte y de la otra, considero, en cambio, que quienes tenemos que contribuir a su solución, y aun acordarla en este Parlamento, debemos hacer, a ser posible, el esfuerzo preciso, necesario, por grande que sea, para despojarnos de esta preocupación. Organizar Estados, crear un Estado, en definitiva, no es ni puede ser obra de sentimientos, ni buenos ni malos; con cordialidad no resolveremos esta cuestión; tenemos que resolverla con criterio absolutamente racional, objetivo, sin preocuparnos en un momento dado de que aquí, en la labor del Parlamento, pueda sonar incluso una voz de fuerza, de acritud, porque si esa voz está inspirada en un criterio puramente racional, objetivo, contribuirá más a resolver el problema que todas las tolerancias sentimentales, que todos los principios de cordialidad que enturbien un ambiente que ha de ser de absoluta serenidad objetiva. Yo me propongo seguir ese camino, y además, al hacerlo, soy consciente de que no desentono del modo como el problema ha sido planteado; porque yo, cuando examino el documento de Cataluña, tengo la certeza, la convicción absoluta, de que ese documento no pretende ser un documento cordial. Ese documento plantea ante el Estado español, con hondas raíces de absoluta autenticidad, la gran desconfianza que una región, la catalana, siente en estos momentos ante las prerrogativas del Poder del Estado. ¿El Estatuto de Cataluña documento cordial? Yo me limito a pensar (porque no quiero faltar a la reciprocidad debida y así legitimo mi posición) que Cataluña nos ha traído su petición de Estatuto en unos términos que representan el estado de conciencia formado por los autores que lo redactaron y por los votos que justificaron esa redacción, un estado de conciencia, repito, absolutamente receloso de la actividad del Estado español.


Tan absolutamente receloso, que, cuando se contempla el dictado de ese Estatuto, la convicción que yo obtengo es que venimos a tocar en el día de hoy la consecuencia de un pasado. Los españoles que hemos sentido siempre la apetencia de crear un Estado poderoso y justo, inculpamos al régimen opresor que se fue. Y pienso entonces que el estatuto catalán, redactado bajo el recuerdo de esa tradición amarga de un pasado aborrecible, ha venido a ser la misma carta que hoy se presenta a la República, de cuyo régimen hay que esperar unas justificaciones, una alteza de miras, una severidad moral, un tratamiento de igualdad, garantía y justicia para todas las individualidades y para todas las corporaciones del Estado, que no puedan recordar ni un momento al régimen que pasó y que ha venido a ser el que inspira muchas de las disposiciones recelosas de ese Estatuto catalán. (Muy bien.)

Por eso yo no vengo aquí a aplicar principios ni normas de cordialidad como métodos de solución; me considero desligado de eso, porque los catalanes mismos, al traer su Estatuto, han hecho –a mi juicio, bien- absoluta omisión de esa clase de sensibilidades que no contribuyen nunca a resolver un problema de este fondo capital. Y digo más: yo no participo -¡cómo he de participar!- de ese estado de conciencia catalán que injustamente trata a la República que nace y de la cual todavía no se puede esperar la reproducción, ni mucho menos, de los agravios pasados; pero tengo que decir, en cambio, que los catalanes han dado una alta prueba de sinceridad, por la cual yo no les he de recatar el aplauso, al producirse ante el Parlamento español diciendo, sin ambages, sin rodeos, sin disimulos: «Esta es nuestra pretensión.» Si esta pretensión es o no ajustada a las exigencias nacionales será lo que las Cortes examinen; pero nadie podrá decir que los catalanes han tratado de disimular su pensamiento íntimo en las fórmulas buscadas en el Estatuto, porque empezando en el artículo 1.º, han declarado, con toda precisión, que Cataluña, a juicio de ellos, es un Estado autónomo dentro de la República española.

Pues bien, señores, en ese mismo tono de sinceridad, que yo os aplaudo (Dirigiéndose a la minoría catalana.) y que creo que es la expresión de una norma leal en el trato político, tengo que decir que los catalanes han dado un planteamiento al problema que, después, ha sido olvidado, no por ellos, sino por otros elementos de esta Corporación parlamentaria. Tenemos hoy que referirnos en nuestros juicios no al Estatuto que presentó Cataluña, sino al dictamen de la Comisión parlamentaria, y yo a la Comisión parlamentaria –dicho sea con el máximo respeto- le tengo que imputar, en contraste, el no haber seguido una línea de absoluta claridad en el tratamiento de este problema.

La Comisión parlamentaria, al recibir el Estatuto de Cataluña, se estremeció ante el dictado del artículo 1.º, y dijo: «Cataluña, Estado autónomo… ¡De ningún modo! La Constitución no lo consisten. Quitemos la palabra «Estado»; digamos en su sustitución, en el artículo 1.º, que Cataluña es una región autónoma, dentro de la República española.» Pero yo le digo a la Comisión parlamentaria: no era cuestión de palabras; era cuestión de reconocer que cuando el Estatuto catalán hacía la afirmación estatal a favor de Cataluña, después, en perfecta congruencia, organizaba todo su Estatuto, representando la organización política de un Estado en consideración de tal, y cuando la Comisión, para degradar esa afirmación política, ha retirado la palabra y ha mantenido los principios fundamentales de esa misma organización, tengo el temor de que la Comisión parlamentaria ha eliminado el cartel de auténtica sinceridad con que Cataluña había presentado su documento estatutario.

En cambio la Comisión parlamentaria ha confesado noblemente cuál ha sido su punto de vista metódico en las labores de su ponencia. El señor presidente de la Comisión parlamentaria nos ha dicho terminantemente cuáles habían sido los criterios manejados para informar y dictaminar el Estatuto, y, al examinar con revisión atenta las palabras de lustre presidente de la Comisión parlamentaria, yo deduzco que ésta ha podido padecer un error de importancia suma. Se trata de un error de principio: la Comisión parlamentaria, por boca autorizada de su presidente, nos ha señalado la naturaleza contractual de este Estatuto; el sentido paccionado entre Cataluña y España, y yo digo que ese modo de enfilar y plantear la cuestión es nada ajustado a la constitución republicana. A partir de este falso principio, la Comisión parlamentaria se ha entregado a revisar la constitucionalidad de su dictamen sobre la base del Estatuto catalán, mirando, en cotejo literal, si en ese Estatuto se cedían o no algunas competencias que la Constitución no autorizase. Pero yo entiendo que ciñendo a este simple cotejo literal el examen riguroso del Estatuto de Cataluña, no se puede lograr el problema en los términos de absoluta formalidad legislativa con que lo tenemos que tratar. Eso nos llevaría a lo que ya ha sido un transitorio error del pensamiento de esta Cámara: a creer que todo lo que el Estatuto reclame y no esté en pugna y contradicción literal con el texto de la Constitución hay que entregárselo incondicionalmente a Cataluña, y esta conclusión, que mermaría absolutamente la libertad de las cortes en la elaboración del Estatuto catalán, es algo que importa mucho rechazar. No por fuerza de la reflexión propia, sino por palabras autorizadas de quienes redactaron la Constitución del Estado. En una ocasión, a breve intervención mía, se suscitó la réplica del presidente de la Comisión parlamentaria de la Constitución del Estado (luego, con más pormenor, me referiré a este asunto); pero entonces el señor presidente de la Comisión parlamentaria de la Constitución dejó sentado terminante y absolutamente el siguiente criterio: que la Constitución no anticipaba entrega alguna de las facultades que formaban el contenido de esos artículos pertenecientes al título I del Código fundamental; que querían los autores de la Constitución –y bajo estas explícitas declaraciones se aprobó el texto- que llegado el momento en que una región, solicitando organizarse automáticamente, viniera a las Cortes recabando o en demanda de distintas facultades de aquellas que la Constitución permitía ceder, las Cortes estarían en la más absoluta libertad para concederlas o no concederlas, problema que no prejuzga las resultancias políticas de este debate, pero cuestión que interesa mucho tener presente para que las Cortes ni un solo instante tengan la menor vacilación de que disponen de su arbitrio pleno en la materia para discutir en cada caso las concesiones que hagan.

La Comisión parlamentaria que dictaminó el Estatuto ha puesto su atención preferente, como yo decía antes, en la distribución de competencias. ¿Ha pedido Cataluña, da el dictamen de la Comisión alguna de las facultades que la Constitución prohíbe dar? Este ha sido el único criterio, al parecer, manejado en el fondo del informe que la Comisión parlamentaria nos ofrece, y yo digo que no es éste el camino trazado en nuestras leyes fundamentales. Yo entiendo que cada cesión de competencia que se haga requiere una libre decisión de estas Cortes, un examen profundo que no es ahora ocasión de hacer; yo anticipo, desde luego, que en la expresión de estos criterios sobre la totalidad del dictamen no voy a entrar a discutir las competencias en concreto. De ellas trataremos con minucioso análisis, como requiere el que cada una de ellas representa un mundo de la Administración y de la política. En cada caso, repito, vendremos a debatir la conveniencia o inconveniencia de ceder tal o cual competencia de las autorizadas por la Constitución. Por ahora, y a estos efectos de totalidad, yo no quiero más que sentar criterios de objetividad absoluta sobre los cauces operaremos después al discutir el articulado cuando en su día llegue.

Nos decía el digno representante de la minoría catalana, señor Companys, que el debate sobre esta distribución de competencias había de establecerse siendo los impugnadores de su cesión los que alegáramos las razones por las cuales dudásemos en cada caso concreto de la capacidad política de Cataluña. Y yo le digo al Sr. Companys: he ahí una habilidad que le acredita en su gran talento político; pero ¿por qué parcializar la discusión? ¿No será bueno también que la minoría catalana nos ilustre con las razones positivas que den la sensación y garantía de que está dotada de la capacidad política para ejercitar tales o cuales servicios de los que van a ser materia de delegación? Por eso yo, en este momento de exposición de criterios, aprovecho la oportunidad para rectificar al Sr. Companys. La discusión no puede ser sólo que nosotros demos las pruebas contrarias a vuestra capacidad política; es mucho más normal y es necesario, es indispensable, que seáis vosotros también quienes nos deis las argumentaciones precisas para convencernos de que procede declarar servicios y competencias de tal interés como los que el dictamen propone transferir.

Cierra España.

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Miguel de Unamuno - Diario de Sesiones, Junio de 1932

Estas autoridades de la República han de tener la obligación de conocer el catalán. Y eso, no... Si en un tiempo hubo aquello, que indudablemente era algo más que grosero, de «hable usted en cristiano», ahora puede ser a la inversa: «¿No sabe usted catalán? Apréndalo, y si no, no intente gobernarnos aquí.»... La disciplina de partido termina siempre donde empieza la conciencia de las propias convicciones.

Luis Araquistáin,socialista publica en abril de 1934

"En España no puede producirse un fascismo del tipo italiano o alemán. No existe un ejército desmovilizado como en Italia; no existen cientos de miles de jóvenes universitarios sin futuro, ni millones de desempleados como en Alemania. No existe un Mussolini, ni tan siquiera un Hitler; no existen ambiciones imperialistas, ni sentimientos de revancha, ni problemas de expansión, ni tan siquiera la cuestión judía. ¿A partir de qué ingredientes podría obtenerse el fascismo español? No puedo imaginar la receta".

Alejandro Lerroux, Mis memorias.

“La verdad es, lo he publicado antes de ahora, que el país no recibió mal a la dictadura, ni la dictadura hizo daño material al país. Es decir, no gobernó peor que sus antecesores. Les llevó la ventaja de que impuso orden, corto la anarquía reinante, suprimió los atentados personales, metió el resuello en el cuerpo de los organizadores de huelgas y así se estuvo seis años. Nunca la simpatía personal ha colaborado tan eficazmente en formar de un gobernante como el caso de Primo de Rivera, [...]”

Alejandro Lerroux, Mis memorias.

Frente Popular (Febrero 1936 - Marzo 1939)



Calvo Sotelo, sesion del 16 de junio de 1936.

"España vive sobrecogida con esa espantosa úlcera que el señor Gil Robles describía en palabras elocuentes, con estadísticas tan compendiosas como expresivas; España, en esa atmósfera letal, revolcándose todos en las angustias de la incertidumbre, se siente caminar a la deriva, bajo las manos, o en las manos —como queráis decirlo— de unos ministros que son reos de su propia culpa, esclavos, más exactamente dicho, de su propia culpa...
Vosotros, vuestros partidos o vuestras propagandas insensatas, han provocado el 60 por 100 del problema de desorden público, y de ahí que carezcáis de autoridad. Ese problema está ahí en pie, como el 19 de febrero, es decir, agravado a través de los cuatro meses transcurridos, por las múltiples claudicaciones, fracasos y perversión del sentido de autoridad desde entonces producidos en España entera.
España no es esto. Ni esto es España. Aquí hay diputados republicanos elegidos con votos marxistas; diputados marxistas partidarios de la dictadura del proletariado, y apóstoles del comunismo libertario; y ahí y allí hay diputados con votos de gentes pertenecientes a la pequeña burguesía y a las profesiones liberales que a estas horas están arrepentidas de haberse equivocado el 16 de febrero al dar sus votos al camino de perdición por donde os lleva a todos el Frente Popular".

La memoria analfabeta es muy peligrosa

Pérez-Reverte se embala. No es que le duela España, es que le indigna su incultura, su falta de espíritu crítico. Se revuelve porque, dice, un país inculto no tiene mecanismos de defensa, y “España es un país gozosamente inculto”. Tiene el escritor en la punta de los dedos las batallas, los hombres, las tragedias que han hecho la historia para apuntalar sus argumentos.

- Mi memoria histórica tiene tres mil años, ¿sabes?, y el problema es que la memoria histórica analfabeta es muy peligrosa. Porque contemplar el conflicto del año 36 al 39 y la represión posterior como un elemento aislado, como un periodo concreto y estanco respecto al resto de nuestra historia, es un error, porque el cainismo del español sólo se entiende en un contexto muy amplio. Del año 36 al 39 y la represión posterior sólo se explican con el Cid, con los Reyes Católicos, con la conquista de América, con Cádiz... Separar eso, atribuir los males de un periodo a cuatro fascistas y dos generales es desvincular la explicación y hacerla imposible. Que un político analfabeto, sea del partido que sea, que no ha leído un libro en su vida, me hable de memoria histórica porque le contó su abuelo algo, no me vale para nada. Yo quiero a alguien culto que me diga que el 36 se explica en Asturias, y se explica en la I República, y se explica en el liberalismo y en el conservadurismo del XIX... Porque el español es históricamente un hijo de puta, ¿comprendes?.

Arturo Pérez-Reverte