Por eso, señor presidente de la Comisión, yo me permito hacer un ruego. Podrá no ser mi interpretación la exacta; pero reconocerá el Sr. Bello, o, por lo menos, si no lo hiciere cometería gravísima injusticia, que yo he llegado a esta conclusión interpretativa con una objetividad absoluta y que es posible que en la Cámara haya muchos que interpreten igualmente el mismo precepto del artículo 37. (Varios señores diputados: Todos.) Y siendo esto así, la conclusión es clara. El artículo está redactado en términos equívocos. Cuide, pues, el maestro de las letras que preside la Comisión dictaminadora del Estatuto catalán de afinar, para este punto substanciadísimo, para este punto fundamental, su pluma ilustre y exprese los conceptos con tal claridad que ni los legisladores de hoy, ni la opinión pública, pendiente también de este problema, tengan la menor inquietud acerca de este principio cardinal: si en cualquier momento, al organizar estas regiones en núcleo políticoadministrativo, nos equivocamos, será posible rectificar y no podrá querellarse luego Cataluña diciendo: «No, no podéis alterar ni un ápice de la distribución de competencias y de la organización regional ya establecida.»
Aparte de este ruego, yo me permito insistir, y me permito insistir principalmente basado en una consideración que hace más antagónica el artículo 37 del Estatuto. Hay que ponerla con toda claridad. La iniciativa de las Cortes del Estado ha de ser tan espontánea y libre que en cualquier momento rectifique la organización hecha o las delegaciones cedidas, porque existe un derecho exactamente reconocido en el artículo 11 de la Constitución del Estado, cuya lectura nos recomendaba de manera singular el presidente de la Comisión parlamentaria. Decía: «Lean los señores diputados el artículo 11.» Pues ya está leído y releído; y ese precepto dice en su párrafo final que, aprobado el Estatuto, el Estado le reconocerá y amparará como parte integrante de su ordenamiento jurídico y, naturalmente, en cuanto sea parte del ordenamiento jurídico tiene el legislador del Estado español libre y expedita la facultad de reformar revocando decisiones anteriores. Tan es así que yo me permito ilustrar –el acuerdo, no otra cosa- a los señores diputados con la discusión concreta de este artículo 11 de la Constitución. Uno de los textos anteriores que se debatieron, para luego prevalecer éste definitivamente votado, decía que el Estatuto, una vez aprobado, formaría parte del ordenamiento constitucional, y esta palabra constitucional ha sido eliminada para ser substituida por la de jurídico. Ahora bien; la trascendencia es enorme. Si el Estatuto fuera parte integrante del ordenamiento constitucional, habría que colocar la reforma del Estatuto en el mismo plano que la de la Constitución; pero si el Estatuto es una categoría, en estas jerarquías políticas de la legislación del Estado, inferior, porque forma parte integrante de lo que en tesis de interpretación jurista se puede denominar y se denomina el ordenamiento jurídico del país, entonces el rango del Estatuto es el rango de toda ley general y tiene que estar sometido a la plena facultad del legislador para su reforma en cualquier instante. (Muy bien.)
Y cuando éste es el postulado constitucional, el artículo 37 del dictamen estará más claro o estará menos; pero yo lo que digo, seguramente con el asentimiento expreso del presidente de la Comisión que ha dictaminado el Estatuto, es que ellos, el dictamen, no ha querido amparar y dar validez a esta forma ordinaria interpretativa de revocación, y es necesario que se diga.
Podrá discutírseme si mi interpretación de origen era cierta o no; el Sr. Bello me dice: «El orador es de una sutileza extraordinaria y ha creado un problema que no existe»; pero yo le replico al presidente de la Comisión: ¿Y este otro problema? ¿Tenemos facultad para revocar el Estatuto, la tiene el Poder legislativo del Estado español lo mismo que modifica una ley de las que integran nuestro ordenamiento jurídico? Eso es lo que no dice el artículo 37, y si no lo dice, el artículo 37 ¿qué valor tiene? ¿Un valor contradictorio, de oposición a la norma constitucional? Pues ésa es la consecuencia que yo saco del modo como habéis cedido las competencias atribuidas a la ley; habéis dictaminado un proyecto que no se ajusta a la Constitución, y yo esto, señores diputados, lo reputo de una gran trascendencia, tanta que ahora, para sacar la consecuencia de ese punto de vista, permitidme que haga algunas reflexiones para concluir.
Yo no pretende jamás, no lo he pretendido nunca, volverme de espalda a la realidad de cualquier problema político. El hecho catalán, como ha dado en llamársele, tiene una realidad viva y positiva en el cuadro de la política general española. Pero la verdad es que no sólo se trata del problema catalán, sino también del problema entero de las autonomías regionales del Estado español en la multitud de comarcas diferenciadas que tiene dentro de su seno. Yo digo, precisamente por eso, vamos a afrontar el problema de Cataluña, porque tenemos la obligación constitucional de hacerlo y la razón política de hacerlo cuanto mejor sea posible; para hacerlo constitucional hay que votar, hay que acordar un Estatuto de autonomía y ni una línea más. Y ese Estatuto (y yo os relevo del cansancio de la demostración, acompañándola, lo que sería fácil, de diferentes modelos, unos más estrechos, otros más amplios, que se ueden presentar), su esquema, el perfil de esa organización dada en el Estatuto, que combato, trasciende mucho más al Estado federal que a estos tipos de organización regional autonómica. Y en esto, señores diputados, no tenemos opción. Cuando se hacía la Constitución del Estado español podíamos deliberar en amplitud, sin más sujeción que la de la verdad histórica y positiva de España, si nuestra Constitución del Estado español no es federal, las autonomías que se concedan a las regiones no pueden ser autonomías equivalentes, ni semejantes a las de los Estados miembros de los Estados federales. Tienen que ser estas autonomías de características tales como las que yo he tratado de recoger del espíritu mismo de la Constitución, en su interpretación más autorizada, que, naturalmente, nunca ha sido la mía, sino la de los elementos personales y testimonios que yo he ido invocando en el curso de estas manifestaciones. No hay, por lo tanto, en esta mi actitud oposición sistemática.
Pero yo no me sé volver de espalda a la Constitución y, para mí, lo puesto en la Constitución es de una obligatoriedad moral y jurídica indiscutible, que yo cumpliré siempre con una absoluta fidelidad y restricción, para no cometer nunca la más pequeña extralimitación, sobre todo en problemas de tan enorme magnitud. Y digo que es prudente advertirnos a todos de que los revisemos hacia dentro, caminando con toda decisión hacia la solución del problema regional de España, llámese catalán, llámese vasco, llámese gallego, llámese cualquiera que sea el nombre de su situación; pero vamos a resolverlo dentro de la norma constitucional. Si no lo hacemos así, si cedemos en extralimitación, como la que yo he querido destacar en el día de hoy, permitidme que ayude, no a vuestra reflexión, que siempre es espontánea, sino a comunicaros la intimidad de mi pensamiento, con algunas finales reflexiones.
El problema, como decíamos al principio, está entregado a una lucha, de pasión noble en gran parte; turbia, quizá, en otros sectores. Pues buen, cuidemos de no ofrecer a ninguna campaña el argumento terriblemente eficaz de que nuestra condescendencia y la apetencia de Cataluña han ido a solucionar el problema regional de autonomía un límite más allá del marco cerrado por la Constitución; no demos a nadie el cartel de atacar cualquier acuerdo de estas Cortes (y menos éste), precisamente por el vicio de inconstitucionalidad; no dejemos nunca que un pecado de esa naturaliza se pueda imputar aun momento seguramente pasajero y transitorio de la vida republicana del país.
Pero, además, señores diputados, reconoced conmigo que hoy hay una indicación, que yo lamento no tener condiciones para cumplir; pero es preciso evitar que ante esas imputaciones se pueda identificar en ningún instante la República con un acto estatutario que pueda ser fruto de una condenación por razones análogas a las que acabo de establecer. Es necesario, es conveniente a la República misma que desde su campo se levanten voces encaminadas a restringir todo empeño de excesiva liberalidad, no de excesivo liberalismo, en dar generosamente competencias nuevas desposeyendo así al Estado español. Es necesario que la opinión pública sepa y admita que la República, al lado de su viejo principio federal, tiene posibilidades de abanderar también en el camino de su progreso un lema de Estado unitario con descentralización y, por tanto, netamente constitucional, que arraiga en lo más hondo de los sentimientos republicanos del país; que no se diga en ningún instante, ni con razón ni sin ella, que la República extrema condescendencias y hace dejación de atributos de Estado.
Y además, permitidme que os diga también que el problema de hoy tiene una gravedad extrema, y la tiene porque vamos a fijar un método de organización de las regiones políticoadministrativas. No me importaría a mí tanto ceder a Cataluña, con sentido de desprendimiento, en cuanto fuera compatible con el deber de conciencia, facultades que en la política organización estatal debemos rendir; pero sería muy grave que, a seguida, las restantes regiones pretendan también su organización autonómica por idénticos métodos y principios, y en caso tal, el camino de la República puede ser un tránsito de funesto error.
Sin necesidad de volver los ojos a recuerdos de historia republicana, en cuya similitud yo no he creído jamás, debo decir, sí, que un método político semejante dificultaría precisamente la gran obre de política nacional de reconstrucción del Estado, de creación de sus resortes formidables, que es lo que está clamando la República. Prueba de ello, señores del Gobierno, únicos, repito, expertos gobernantes, republicanos y socialistas que, cuando el calor de la opinión pública os llega más cerca en decidido aplauso es justamente cuando destacándoos desde las posiciones particulares os ponéis a realizar empresas de alto interés general, aunque sea sacrificando intereses de clase, como una vez y otra ha hecho el formidable partido socialista español, cuya colaboración en la República de España en estos momentos difíciles ha de ser motivo de imperecedero reconocimiento. Y ese aplauso incondicional y este acto de sincera justicia que yo os rindo, lo ganáis precisamente cuando decís: «Por encima de los intereses de clase, por encima de los intereses particulares está el interés del Estado.» Y ahí, en el servicio del interés del Estado, en la política verdaderamente nacional y de construcción es donde tenéis a todos los españoles detrás de vosotros, para prestaros, con su aliento, toda la fuerza necesaria para gobernar en los iniciales momentos difíciles de la vida republicana española. He dicho (Aplausos en casi todos los sectores de la Cámara.
Cierra España.
No hay comentarios:
Publicar un comentario