Y llegamos, señores, al segundo punto de mi discurso. Planteado el problema, vamos a ver ahora cuál puede ser su solución, porque la solución natural y lógica, que es la de modificar el estado sentimental por el influjo de las ideas, es una solución demasiado larga para que en el terreno pragmático de la política yo la presente ahora para resolver el problema. No podemos esperar a eso. ¿Y qué solución podemos darle? Y, concretamente, el Estatuto que habéis presentado, que es lo que aquí discutimos, ¿puede considerarse como solución del problema de Cataluña? Yo os digo, señores diputados, que no; y os digo que el Estatuto no puede serlo por tres razones: primera, por su origen; segunda, por la forma en que se presenta, y tercera, por su fondo.
Primera, por su origen. El origen del Estatuto catalán está en el pacto de San Sebastián; en ese desdichado pacto, que viene desviando de sus cauces naturales esta cuestión y creando no pocas dificultades a su solución satisfactoria. El Sr. Maura nos explicaba el día pasado (al parecer, sin contradicción de nadie) lo que había sido ese pacto; pero es necesario que nosotros lo analicemos, lo aquilatemos, que veamos lo que es y lo que significa.
En unos días tristes para España surgió en el ánimo de muchos el deseo de restaurar la libertad ciudadana e, indudablemente, con absoluta buena fe (prescindamos de sí acertada o equivocadamente, porque todas esas cuestiones deben quedar aparte en una discusión como ésta), creyeron lograr su objetivo con un cambio de régimen. Para alcanzarlo conspiraron, y de esa conspiración es un episodio el pacto de San Sebastián. A él fueron muchos españoles, que no buscaban más que lo que consideraban que era una necesidad, un bien grande para España: la restauración de la libertad ciudadana. A ese pacto fuisteis también los catalanes, o algunos de vosotros; pero en esos momentos solemnes, de angustia para la nación española, vosotros pensasteis en catalán y no en español, y vosotros buscasteis, no el bien para la nación entera, con absoluto desinterés y apartamiento de todo egoísmo, sino que buscasteis, antes que nada, la solución de vuestro problema regional e impusisteis unas condiciones para prestar vuestro apoyo. No creo que esta posición vuestra en el pacto de San Sebastián sea propia para despertar la cordialidad en el resto de España.
Los conspiradores de ayer son el Gobierno de hoy, y vosotros acudís, apenas constituida la República española, a este Gobierno y le presentáis la letra que en días de angustia hubo de aceptar, y le exigís su pago. Por mucho que hagáis, no podréis destruir en España el convencimiento de que el Estatuto es una exigencia que vosotros fundáis en un consentimiento que se arrancó en momentos difíciles a u nos hombres que se proponían hacer la revolución. (El Sr. Companys: Antes de que S.S. hiciera nada por laRepública estaba yo cansado de ser republicano.- Rumores.- Un señor diputado: No dice eso.) Yo, Sr. Companys, no he hecho nada por que viniera la República. (Un señor diputado: Contra la República, sí.) No tenemos que discutir ese punto. (El Sr. Royo Villanova: ¡La Dictadura es lo que hay que liquidar aquí! ¡Eso lo explicaré yo bien! –Risas.) La forma como presentáis el Estatuto no es posible nos complazca más que su origen. Os presentáis aquí diciendo que traéis un Estatuto que ha nacido de la autodeterminación de Cataluña y que el poder deCataluña nace de su voluntad. Venís aquí, por lo tanto, con un desconocimiento de la soberanía nacional que encarna esta Cámara, presentando soberanía contra soberanía, y eso no lo podemos tolerar. (Muy bien.) En España no hay más que una soberanía la soberanía de la nación española, y un órgano de esa soberanía, que son estas Cortes. (Muy bien.) A estas Cortes pueden los españoles, individuos o provincias, municipios o regiones, venir con peticiones; pero no pueden venir, pretendiendo ostentar una soberanía que no tienen, a decir: «Venimos a pactar con vosotros.»
Es más: no venís sólo a pactar de igual a igual, sino que venís, como si fuéramos un pueblo vencido, a dictar las condiciones que queréis que aceptemos casi sin discusión. Ya sé yo que ese lenguaje no se va a oír en esta Cámara; pero representación tan autorizada de Cataluña como es el propio presidente de la Generalidad está diciendo un día y otro que la voluntad de Cataluña ha de prevalecer, que las Cortes se someterán a la voluntad de Cataluña, y que si no se someten, los catalanes seguirán luchando por que su voluntad prevalezca. Es decir, que venís a decir a los españoles: «Ahí tenéis lo que nosotros queremos que sean el Estatuto fundamental de Cataluña y la organización del Estado español, para que vosotros los aceptéis, porque si no los aceptáis, el problema catalán no estará resuelto y nosotros seguiremos trabajando para que la voluntad de Cataluña prevalezca.» No se puede plantear así el problema.
Soy yo tan amante de la libertad y tan respetuoso con la voluntad de los pueblos, que os digo –y seguramente como yo piensa la mayor parte de los castellanos- que si la voluntad formal y decidida de Cataluña es separarse de España, yo reconozco que tenéis derecho a separaros, podéis hacerlo, porque de ninguna manera Castilla y España quieren españoles a la fuerza. Claro está que habría de tratarse de una verdadera voluntad, libremente expresada y con las garantías suficientes para que no fuera una veleidad pasajera, sino una voluntad firme y persistente; pero repito que si esa voluntad existiese, no encontraríais seguramente, obstáculos en Castilla para vuestra absoluta independencia.
A lo que no tenéis derecho, formando parte de España, es a dictar las condiciones en que vais a permanecer con nosotros. Eso nos toca decidirlo a todos; es decir, a España entera, y en representación de España, a estas Cortes. Ahí estáis sentados con nosotros, con igualdad de derechos que nosotros, ostentando la misma representación que nosotros, tomando parte en nuestras deliberaciones, participando en la soberanía nacional como nosotros. Esta es la única soberanía que os podemos reconocer. Una soberanía parcial, como representantes de Cataluña; en nombre de la voluntad de Cataluña, nunca. (Muy bien, muy bien.)
El Estatuto, pues, no es aceptable por su origen; no es aceptable por la forma como se nos presenta y tampoco es aceptable por el fondo del Estatuto mismo. Habéis redactado –muchos en Cataluña no se recatan de decirlo- un Estatuto de verdadera soberanía. Vosotros presentáis un presidente frente a un presidente; un Gobierno frente a un Gobierno; un Parlamento frente a un Parlamento; unas leyes frente a unas leyes; un idioma frente a un idioma y una Justicia frente a una Justicia. ¿Qué queda, por lo tanto, señores diputados, de la soberanía nacional, de la unidad nacional? Queda, simple y sencillamente, una expresión geográfica, limitada por unas fronteras esmaltadas aquí y allá por Aduanas; queda un Poder encargado de votar unos Aranceles y llevarlos a la práctica para la protección de vuestra industria; queda un Ejército para que os defienda en el interior y en el exterior; queda un Poder con una representación diplomática para que se ejerza en beneficio vuestro fuera de España, y tres o cuatro migajas más de soberanía que nos dejáis porque no os conviene conservarlas. (Muy bien.)
Vuestras aspiraciones económicas las formuláis en términos tales, que constituyen para nosotros un nuevo motivo de dolor. Vosotros, en el orden económico, pedís que se os den todas las contribuciones directas y pretendéis imponer al Estado la prohibición de establecer otras nuevas; pero vosotros tendréis libertad para instaurar las que os plazca; es decir, la soberanía fiscal de España ha desaparecido. Puede suceder, vosotros aceptáis la hipótesis, que los recursos que dejáis al Estado central no basten para satisfacer sus necedades, y entonces decís que Cataluña contribuirá con la parte proporcional que le corresponda y por habitante lo mismo que los demás habitantes de España; es decir, que en este caso, el opulento industrial de Cataluña y el mísero habitante de Las Hurdes son para vosotros lo mismo y consideráis que deben contribuir de la misma manera. (Rumores.) Así se reparten las cargas en una Sociedad mercantil, pero no en una nación, ni tampoco en una familia; en una nación es preciso que el que más tiene más dé, para que el que menos tiene reciba más; ésta es la manera de entender la solidaridad, y si porque sois más ricos queréis guardar para vosotros vuestros recursos, para vivir mejor y no contribuir a que se eleve el nivel cultural y de vida de las regiones pobres, yo digo que rompéis los vínculos de la unidad y que la unidad nacional queda rota cuando egoístamente se rompen esos vínculos de solidaridad. (Muy bien.)
En resumen, señores diputados, creo haber demostrado que el Estatuto que presentáis como solución del problema catalán no es su solución. ¿Qué es lo procedente en estos momentos? Yo quisiera, señores catalanes, invocar de la manera más sentida esa cordialidad de que tan frecuentemente habláis vosotros, para deciros lo que estimo que debéis hacer en este caso. El problema catalán entraría en vías de solución satisfactoria si los catalanes tuvieseis el gesto gentil de retirar este Estatuto; retirad ese Estatuto en estos momentos angustiosos en que la República española tiene tan graves problemas que resolver, no agravéis la situación a esos hombres que merecen las simpatías de todos los españoles por las responsabilidades grandísimas que sobre ellos pesan, trayendo un nuevo problema que sumar a los muchos que constituyen su preocupación constante. Y ante estas Cortes, o mejor antes otras Cortes que hayan podido ir a recabar sus poderes con pleno conocimiento por parte de sus electores de las cuestiones que han de resolver, traed ante ellas vuestro problema, no como un Estatuto que nazca del pacto de San Sebastián, ni de pacto alguno, que eso debe darse por olvidado, sino como expresión de los deseos legítimos de un pueblo, y tened la seguridad de que las Cortes españolas, con espíritu de verdadera concordia y con el mayor deseo de acierto, no se negarán a discutir con vosotros hasta llegar a un acuerdo para la concesión de una amplísima autonomía que pueda satisfacer vuestros deseos y aspiraciones, dejando a salvo la unidad y la soberanía de la patria. No olvidéis que cualquiera otra resolución que se adoptase equivaldría a dejar el problema sin solución.
Decía muy acertadamente el Sr. Sánchez Román que ese estado de soberanía mediatizada, de soberanía dividida que vosotros pretendéis con el Estatuto, no puede ser la norma permanente en la vida de un pueblo, sólo puede constituir una etapa transitoria en un proceso de integración o de desintegración. Se comprende perfectamente que Estados libres, soberanos e independientes, que no han vivido unidos y que aspiren a constituir uno nuevo, empiecen por adoptar términos como éstos para ir cada día apretando más los vínculos, hasta llegar a la constitución de una nación fuerte y unida; pero no es éste el caso de España; el caso de España es el de un Estado unitario, perfectamente constituido, que si, por consentimiento casi unánime, entiende que puede y debe descentralizar la Administración, también por unánime pensamiento cree que la unidad política no debe, en manera alguna, quebrantarse, y cuando en un Estado así la unidad política se rompe hasta el extremo que vosotros la quebrantáis con vuestro Estatuto, es inevitable llegar a la separación. A ella aspiran, en efecto, muchos de vuestros paisanos; pero yo quiero poner ante vuestros ojos un hecho que estimo de extraordinaria gravedad, cual es el de que en estos momentos las voces separatistas no han sonado precisamente en Cataluña, sino, principalmente, en Castilla, en los puntos donde más vivamente se siente el amor a la unidad nacional. Allí es donde han surgido las voces de: «O aceptan los catalanes aquello que razonablemente puede concedérseles, o vayamos a la separación.» Esto se dice en Castilla, y, a mi juicio, es muy grave que se diga. Yo creo que nosotros, los que tenemos, por mínima que sea, una parte en la dirección de la vida pública, estamos obligados a poner coto a ese movimiento que es muy significativo, porque esos que se muestran separatistas no desean, realmente, llegar a la separación; van a ella impelidos por la sensación de angustia que estáis dando a España constantemente con el planteamiento de este problema: es un caso semejante al del que, impelido por el vértigo, se arroja al abismo profundo, prefiriendo la realidad de la catástrofe al angustioso temor constante de ella.
Ya sé que esta invitación a que retiréis el Estatuto no ha de tener éxito; pero si a eso no llegáis, creed que sería acertadísima vuestra conducta si, por lo menos, mostraseis un espíritu de transigencia que permitiere modificar, no ya sólo el Estatuto, pero aun el mismo dictamen de la Comisión, términos que puedan satisfacer al país.
Y ahora, dos palabras al Gobierno, para terminar. No sé cómo llamarlas, porque para consejo no tengo autoridad; las llamaré ruego, que me parece la expresión más modesta de la manifestación de un deseo. Tenéis, señores del Gobierno, una mayoría compacta y disciplinada que os permite gobernar como a vosotros os parezca que debe gobernarse: nada hay más difícil para un Gobierno en estas circunstancias que saber usar con moderación, con tacto y con continencia de la fuerza del número; porque el régimen parlamentario es régimen de mayorías, es verdad; sería una demencia que las minorías quisieran dar la tónica de la gobernación del Estado; pero si es un régimen de mayorías, es un régimen en que las voces de las minorías deben tener su importancia y pesar en las resoluciones del Gobierno.
En todo régimen democrático que normalmente funcione se cede a las peticiones, a las indicaciones y a la crítica de minorías que, por el número de votos de que disponen, no podrían hacer prevalecer su opinión. Y yo os he de decir, señores del Gobierno –y no quiero que estas palabras suenen a reproche, sino a advertencia leal-, que en el tiempo que llevan funcionando estas Cortes no habéis dado muestras de saber usar con tacto del poder de vuestra mayoría, ya que con demasiada frecuencia nos habéis abrumado con el número de vuestros votos en muchos proyectos, en los que, dado el espíritu completamente hermético que teníais, veníais en tal disposición de ánimo que no aceptabais ni la más mínima modificación en el criterio que previamente os habíais trazado.
Torpeza grave sería que en circunstancias como éstas no midieseis bien todo el peso verdaderamente grande, verdaderamente enorme, de vuestra responsabilidad. Si quisierais usar de la fuerza que tenéis, del ascendiente que ejercéis sobre los grupos que forman la mayoría de las Cortes, para obligarles a votar algo que repugna a su conciencia, algo que no agrada a sus electores, cometeríais un gravísimo error. Es verdad que las Cortes son soberanas; pero no somos soberanos con soberanía propia, sino con soberanía delegada: somos mandatarios de la nación, que es la verdadera soberana, y los hechos del mandatario sólo son válidos cuando están de acuerdo con la voluntad del mandante.
Nosotros no podemos votar ni vosotros podéis legislar sino con los ojos puestos en la opinión pública, y me parece indudable, señores del Gobierno, que si atendéis a la opinión pública, si queréis pulsarla, veréis que una conducta vuestra que quisiera servirse de vuestra autoridad, de vuestro dominio sobre los votos que forman la mayoría, estaría en desacuerdo con el modo de pensar de la nación y echaríais sobre vosotros una enorme responsabilidad, responsabilidad que os alcanzaría a vosotros y que al mismo tiempo podría tener para la patria gravísimas consecuencias, que todos estamos obligados a evitar. (Muy bien, muy bien.- Aplausos
Cierra España.