El Debate, 26 de marzo de 1932
Suspendida gubernativamente la publicación de «El Debate» cuatro días antes de la aparición del decreto disolviendo la Compañía de Jesús, y no autorizada hasta la fecha de hoy, cuando ya los comentarios a su medida han pasado del primer plano de la actualidad, no hemos podido dedicar pública atención a aquel acontecimiento histórico. Pero no puede faltar en nuestra colección amplio espacio dedicado a él. Tal es la causa de que hoy pongamos ante los ojos del lector el presente número extraordinario.
Mas no solamente la información amplia que en él servimos era precisa. Preciso es también el comentario. Importa a «El Debate» que su juicio sobre ese punto quede claramente estampado aquí.
Ni una razón.- No ha dado el Gobierno una razón, ni lejanamente satisfactoria, en que apoyar un acto tan odioso de suyo como el de privar a unos ciudadanos de sus bienes, disolver una asociación que funcionaba legalmente y prohibir incluso que varios hombres honrados puedan vivir bajo el mismo techo para dedicarse a su perfeccionamiento moral, con arreglo a su leal saber y entender.
Ni una razón en que apoyar todo esto. ¿Qué podemos decir, que o se haya dicho ya, sobre el famoso cuarto voto? Ni se impone, ni es esencialmente de naturaleza distinta al de todas las Ordenes religiosas, ni roza en lo más mínimo la soberanía del Estado. Es un voto de naturaleza religiosa por las personas, por el fin y por la materia. Impone la obligación especial de consagrarse al bien de las almas, a la propagación de la fe, a las misiones. ¿De cuándo acá los misioneros perjudican a la autoridad civil? Las Ordenes misioneras cuentan con la protección decidida de Estados laicos, porque, por una ley ineludible de la condición humana, dondequiera que va el misionero va el ciudadano con él, va la lengua, va el espíritu, va la cultura de la patria.
Pero huelga la discusión. Ni siquiera cabe decir que la Constitución dispone lo que se ha efectuado. Pues aun suponiendo que tal diga (y eminentes jurisconsultos han manifestado que, sea cual fuere la intención de los legisladores, la letra no dice tal), en ningún caso podría justificarse la prisa con que se ejecuta ese artículo, y mucho menos la forma de la ejecución.
Dejemos a un lado el plazo de diez días. Dejemos -¡y dejar es!- el corte dado a los cursos académicos lanzando a la calle a millares de muchachos, la suspensión de investigaciones, de trabajos de laboratorio, de labores científicas en los observatorios astronómicos, la destrucción de una organización de enseñanza, el olvido de la suerte de ancianos y enfermos, el no haber hecho excepción de los bienes donados para fines expresos... Y vamos derechamente a una grave cuestión constitucional en la que el decreto no repara.
Concepto de nacionalización.- No nos referimos a la contradicción de esta medida con otros artículos constitucionales como el segundo, que afirma que «todos los españoles son iguales ante la ley»; el 25, que entre las cosas que «no podrán ser fundamento de privilegio jurídico», incluye «las creencias religiosas»; el 27, que garantiza la «libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión»; el 28, que asegura que «sólo se castigarán los hechos declarados punibles por ley anterior a su perpetración»; el 33, que declara que «toda persona es libre de elebir profesión»; el 34, por el que «toda persona tiene derecho a emitir libremente sus ideas y opiniones», y el 44, que señala los requisitos necesarios para la socialización de los bienes y declara que «en ningún caso se impondrá la pena de confiscación».
Ahora bien, lo que ha hecho el Gobierno es de hecho una «confiscación». De no ser esto, no puede ser, dentro del texto constitucional, más que una «socialización». Socializar es, según la Academia, «transferir al Estado u otro órgano colectivo, las propiedades, industrias, etc., particulares». Tal es exactamente lo que ha ocurrido. Pero la socialización sin indemnización no se puede hacer por decreto. Según la Constitución vigente, es necesaria «una ley aprobada por los votos de la mayoría absoluta de las Cortes». Que son 238 y no 178 que obtuvo el artículo 24 del proyecto, hoy artículo 26 en la numeración definitiva.
Se nos dirá que existe aparte la «nacionalización». He aquí una palabra impropia. La palabra castellana es «socialización». Nacionalizar es sinónimo de naturalizar. Pero si quisiéramos darle a la palabra carácter económico, habría que convenir en que nacionalizar es una forma específica de socializar, por la cual los bienes particulares pasan a un ente colectivo que representa a la nación, como «municipalizar» se emplea cuando ese ente representa al Municipio, y por analogía podría emplearse «regionalización» cuando el ente colectivo represente a una región cualquiera, a una Mancomunidad o a una Generalidad. Pero todo eso entraría forzosamente dentro del término genérico de «socialización», empleado por el artículo 44, para la aplicación del cual existen las restricciones apuntadas.
De aquí que algunas personas, conformes en su principio, por las razones que fueren, con la disolución de la Compañía de Jesús, no lo están con esta «nacionalización» por motivos de carácter legal y constitucional. Sobre este punto debió desarrollarse un debate en las Cortes. Mas para que todo sea en este asunto irregular y violento, el gobierno no consistió que se discutiera. Cortó el debate, lo «guillotinó». Y esto con la agravante de que las últimas palabras pronunciadas fueron las del ministro de Justicia y los párrafos finales se dedicaron a injuriar a los diputados católicos que estaban presentes. Con razón señalaban los señores don Angel Ossorio, don Miguel Maura, don Raimundo Abadal y don Miguel de Unamuno que «más desairada» era en este caso la posición del ministro que «la de los propios diputados contra quienes se arbitró la medida».
Digno remate.- Bien mirado, no merecía este desdichado asunto epílogo de más categoría que el discurso del señor Albornoz. De su elevación moral habla elocuentemente la aplicación inmediata de la «guillotina». De su elevación histórica y doctrinal véanse pruebas abundantes en la plana 15 de este número, dedicada a rectificar los errores más salientes del discurso. Nadie más interesado que el gobierno en que tomasen la palabra personas más doctas, después de aquella sarta de citas truncadas, inexactas, mal atribuídas, mal interpretadas, recogidas apresuradamente en cualquier folletillo tendencioso y sin crédito, de los que fabrican plumas mercenarias y se venden en los quioscos a un precio todo lo bajo que permite el papel consumido.
Claro está que desde el primer instante sabía todo el mundo a qué atenerse. Estamos frente a un acto de política sectaria. Los jesuítas no son disueltos por el cuarto voto, sino por los votos que ligan a otros personajes con ocultas potencias. ¡Si fuera este el primer desarrollo del plan de la masonería! Pero no. Es un desarrollo análogo al de siempre. Se empieza por el mismo punto y se sigue idéntico camino. Bien supieron señalarlo así las valientes palabras de los diputados católicos señores Lamamié de Clairac, Gómez Rojí, Martínez de Velasco, Beunza, Abadal y Pildaín, para los cuales no queremos regatear aquí un adarme de caluroso elogio que merecen. Política sectaria, en fin, sólo realizable ya en países débiles o atrasados. Mientras las grandes naciones se preocupan de la decadencia de la moral colectiva y los problemas sociales y económicos que asedian al mundo, España, de espaldas a todos ellos, se emplea en una política que era ya un anacronismo a finales del siblo XIX.
Estos son los jesuítas.- Daños se derivan, desde luego, para la Religión del paso que ha dado esa política con la disolución de la Compañía de Jesús. Pero daños muy importantes también para España y para los españoles. Para la Compañía, en cambio, daños mucho menores de los que sus perseguidores se figuran. Los trastornos, las molestias, los sufrimientos que se le han ocasionado tendrán su recompensa, y tal vez en fecha no muy lejana; la han tenido ya en la simpatía y el prestigio que han ganado los jesuítas en el espíritu de todos los hombres honrados. Las informaciones publicadas por la Prensa han puesto de manifiesto que las riquezas tan decantadas de estos hombres, eran bibliotecas, observatorios, laboratorios, salas de estudio, gabinetes de Física, Museos de Ciencias, capillas, templos...; es decir, todo lo que es preciso para cultivar lo más digno y noble del espíritu humano. Y todo eso lo tenían los jesuítas para difundirlo por la sociedad. Millares y millares de hijos del pueblo recibían el fruto de esa labor en los centros populares de enseñanza anejos a los grandes núcleos de estudio de la Compañía.
Oración, estudio, investigación, enseñanza. Tales eran los tenebrosos planes de los jesuítas. Toda España lo ha podido ver. Y ha visto también cómo esos hombres a quienes se acusaba de promover la guerra civil no han intentado ni defenderse siquiera. Han entregado sus bienes y o se han diluído en la sociedad española, o han levantado sus centros para seguir en tierras hospitalarias su labor de formar la juventud y de hacer para España hombres honrados, cultos y patriotas.
Ha querido Dios, en fin, que no siga a la amargura, si no es junta a ella, la miel del consuelo. El cordialísimo y afectuoso recibimiento dispensado a los jesuítas españoles en los países a donde los ha levado un forzado exilio, países que descuellan entre los más cultos, como Bélgica y Holanda, les habrá hecho sentir el amparo de una solidaridad verdaderamente católica, universal. Cierto estamos de que a la ínclita Orden no le negará Dios el victorioso consuelo de ser, un día, recibida en España con iguales fervorosas muestras de adhesión y de cariño.
Cierra España.