La formación psicológica de un escritor
Pío Baroja - Cruz y Raya, 12 de mayo de 1935
LAS IDEAS POLÍTICAS
Por los años en que yo era estudiante se intensificaron en España las luchas sociales y comenzaron a actuar con energía y a manifestarse con hostilidad mutua el socialismo y el anarquismo. Yo me sentía, como he dicho, anarquista, partidario de la resistencia pasiva recomendada por Tolstoi y de la piedad como lector de Schopenhauer y como hombre inclinado al budismo.
No fuí nunca simpatizante de las doctrinas comunistas. El dogma cerrado del socialismo no me agradaba. Tampoco cogí del anarquismo su pretendida parte constructiva. Me bastaba su espíritu crítico, medio literario, medio cristiano. Después reaccioné contra estas tendencias y me sentí darwinista y consideré, como espontáneamente consideraba en la infancia, que la lucha, la guerra y la aventura eran la sal de la vida.
Nunca he podido suponer una armonía colectiva más que con la autoridad, es decir, con la violencia. Lo natural no es social; lo natural se tiene que transformar y cambiar para hacerlo sociable. De aquí la pobreza del anarquismo constructivo. Este me pareció y me sigue pareciendo la doctrina más providencialista de todas las utopías sociales.
Para mí, antes y ahora, el anarquismo no ha sido mas que una critica de la vida social y política, un liberalismo extremo.
Además de este carácter me hicieron encontrarlo estimable la defensa individual y el sentimiento de piedad. la mecánica del comunismo libertario, antes y ahora, me pareció palabrería vana, y el libro de Kropotkin, La conquista del pan, que en mi tiempo tuvo gran fama, se me figuró siempre cándido, falso y vulgar.
Respecto al comunismo puro autoritario fui hostil a il por temperamento y por ideas. Pensar que un hombre o un grupo de hombres pueden saber lo que le conviene al mundo entero me parece una prueba de petulancia y de osadía verdaderamente repulsiva. La misma tendencia mesiánica de suponer un paraíso en la tierra se me figura ridícula y desagradable. Como diría un amigo un poco chusco, he sido enemigo particular de los paraísos.
Con relación al materialismo histórico que encierra la interpretación materialista de la Historia no creo que sea este lo mismo que el científico. El materialismo científico, cuando es verdadero, no es mas que una consecuencia estricta de las ciencias fisiconaturales y de las biológicas.
El materialismo, unido con el determinismo, es un postulado científico que lleva con él una dieta del pensamiento; mientras no pase los límites de sus conocimientos y de sus datos es la más exacta, la más juiciosa y la más probable de las teorías. Se basa en todo lo que está ya comprobado, en aparatos perfectos en su género, en observaciones exactas, en hipótesis admisibles. El materialismo científico rige en todos los laboratorios. Cuando el materialismo salta de su esfera conocida a la desconocida y quiere explicar lo inexplicable, entonces se hace un sistema tan fantástico y tan inseguro como todos los demás; pero mientras queda en los límites de lo relativista, es una práctica fecunda. Cuando quiere marchar a lo absoluto y dejar su natural agnóstico ya no vale nada, porque ni siquiera sabe nadie lo que es en su esencia la materia. Ni el átomo ni los electrones son una realidad, sino una explicación hipotética.
El materialismo científico no hace más que relacionar fenómenos conocidos y buscar su causa próxima. Esta relación de causa a efecto de hechos homogéneos, colocados en el mismo plano, es su misión. El materialismo científico verdadero huye de explicaciones absolutas y no puede alcanzar más afirmaciones que las relativas.
Isaac Newton, al formular la ley de la gravitación universal, no la dió como una verdad absoluta, sino como la norma corriente con la que se producen los fenómenos, sin pretender llegar a causas primeras inasequibles para el hombre.
Pasteur solía decir: «Cuando entro en mi laboratorio dejo mis creencias a la puerta; cuando salgo, las vuelvo a tomar.» Es decir, que en el laboratorio era determinista, materialista; luego, en la vida, no. Esa es la actitud verdadera del hombre de ciencia.
¿Cómo se puede equiparar el materialismo científico con el histórico de los socialistas, que quiere sacar sus consecuencias fijas y categóricas del conjunto oscuro heterogéneo y mal conocido de la Humanidad?
El materialismo histórico económico de los socialistas no es igual al científico ni tiene nada de común con él mas que el nombre. Por la interpretación materialista de la historia se quiere demostrar que las sociedades humanas no se han movido mas que por intereses materiales prácticos, lo cual no se puede probar, y termina en una prédica de repartición igualitaria de placeres, que no tiene nada que ver con la ciencia.
El materialismo histórico tiene una ascendencia judaica y se convierte en una especie de religión sensualista. No se comprende que interés practico pudo tener Copérnico al exponer su sistema en su gran obra, enfermo, a los setenta años y ya próximo a la muerte.
La explicación del materialismo histórico no es una explicación, es una de tantas soluciones prematuras y probablemente falsas dadas a los problemas humanos.
Hay muchas instituciones y actividades que son inmanentes, que tienen su objeto dentro de sí mismas y no fuera de sí mismas; así se puede sentir el culto del arte por el arte, de la ciencia por la ciencia y hasta de la aventura por la aventura. Muy difícil sería el buscar elementos de practicismo en los secuaces de estas ideas.
Hoy, a pesar de lo que afirman los reaccionarios y con sentimiento de los que somos liberales y racionalistas, decrece la tendencia al libre examen probablemente por falta de cultura. Se prefieren los credos cerrados.
Para muchos, someter todo a la crítica es peligroso e inseguro. Aceptar el contenido íntegro de la tradición antigua o de la utopía moderna es tan peligroso o quizás más aún.
Los doctrinarios que aseguran estar en el secreto de las cosas y que tienen soluciones para todo son terribles, no les arredra nada. Son capaces en su pedantería de reglamentar lo irreglamentable. Es posible que estos pedantes doctrinarios tengan su utilidad dentro de su simplismo; son los que hacen las revoluciones y las reacciones y creen que llevan las normas del porvenir dentro de su cráneo.
Yo, al discutir con otros las soluciones socialistas, decía con cierta indignación de mis interlocutores:
-Lo que tenemos que pedir es no sólo que no haya nadie que nos quiera mandar, sino también no permitir que haya alguien que se quiera sacrificar por nosotros, porque muchas veces el que comienza por ser servidor o esclavo se convierte pronto en amo.
Por entonces, en los años de mi juventud, bullía como ahora el mito de la revolución. La revolución era la solución de todo. Vendría, como el Santo Advenimiento, a elevarnos, a purificarnos y a sustituir nuestros brazos y nuestras manos con unas alas angelicales.
Yo tuve de joven entusiasmo por el lado dramático de la revolución, pero siempre me sorprendió que todas ellas o casi todas no realizaron sus planes mientras estuvieron dominando, y cuando éstos se consumaron, si no en conjunto en parte, fué cuando ya parecía que habían fracasado.
Yo creí que estaba bien que los partidos radicales manejaran ese tópico de la revolución, pero como un mito y con la seguridad de su carácter irrealizable. Se ve que las revoluciones, cuando triunfan, no cambian nada íntimo de un país; si varía algo, son las personas que mandan.
En el fondo de mi espíritu, más que la revolución palabrera de gritos y de gestos, hubiera deseado una evolución y una renovación lenta. ¿Pero cómo ayudar a conseguir esto? No se veía camino.
Con las discusiones políticas con mis compañeros, que la mayoría eran poco aficionados a estas cuestiones, y con la defensa que hacía yo de la revolución, fuí evolucionando hasta pensar si la democracia y el parlamentarismo no tendrían ningún valor; si serían falsedades, entelequias doctrinarias, desprovistas de fondo y de valor humano. Pensé si no habría mas que la dictadura de las personas inteligentes que pudiesen realizar con plenitud el orden y el progreso de las cosas materiales, dejando a los hombres la absoluta libertad de pensar en cuanto fuera asuntos del espíritu. Esto se ha hecho, mas o menos claramente, en los países civilizados.
La igualdad y la fraternidad me parecieron siempre mitos de guardarropía.
La tendencia revolucionaria del tiempo no era una fantasía sin sentido en la época de mi juventud. En todo aquello en donde se asomara una persona de buen sentido veía una anomalía o algo absurdo y mal organizado.
Existía, y probablemente existe, poca justicia en España. Se sentía la arbitrariedad en todas las esferas. Es lo peor que puede pasar a un país. La falta de justicia lo corrompe todo, impide hasta la convivencia humana, porque no es posible que el postergado o el sacrificado pueda convivir con el arrivista que sube y triunfa cínicamente. O el sacrificado se transforma también en uno de tantos o se hace un amargado y un triste. El que ha tenido la preocupación moralista habrá podido decir esto siempre y exclamar como el predicador del Ecclesiastis: «Vi más debajo del sol: en lugar del juicio, allí la impiedad, y en lugar de la justicia, allí la iniquidad.»
«No hay que dar demasiada importancia a lo ético», decía Salmerón una vez a sus correligionarios. Pero si no se le da importancia a lo ético ¿A qué se le va a dar?
De estos sentimientos éticos ha nacido la política que informa las tendencias revolucionarias.
En esas épocas de poca justicia, y no digo que en la actual no pase lo mismo, las personas de moral incompleta viven a sus anchas; en cambio, los desilusionados de buena fe, si tienen que juzgar o elegir algo, recurren a los expedientes, a los antecedentes y hojas de servicio porque temen que les achaquen arbitrariedades, y se justifican con la letra de la ley mas que con su espíritu. Así resulta que los malos son activos, y los buenos, neutros.
PATRIOTISMO
La falta de un sentimiento patriótico natural, biológico, falta que se observaba en nuestra juventud, se debía indudablemente al abuso hecho por los políticos de la retórica patriótica, que les servía de capa para cubrir sus insensateces.
Esta falta de patriotismo natural de gran parte de la juventud literaria de mi tiempo no era sólo culpa de ella, sino principalmente de los políticos, que miraban el patriotismo como una maniobra retórica para disimular errores y torpezas. Esta retórica antipática, de final de banquete, si alguna vez tuvo eficacia, la llegó a perder. Después, en la época posterior a la nuestra, que se ha considerado dominada por una idea pesimista, se adelantó y se mejoró evidentemente en todos los órdenes en España.
Cuando tenía yo veintitantos años y había acabado la carrera no me sentía nada claro, ni siquiera español ni vasco. Al ir a ejercer a Cestona comencé a encontrarme vasco, y al salir por primera vez de España a pasar una temporada en París comprendí que era fundamentalmente español en algunas cualidades y en muchos defectos.
Varias generaciones sucesivas no parecían sentir de una manera eficiente el patriotismo. ¿De quién era la culpa? El patriotismo había tomado un aire tan palabrero que a la mayoría de las personas le parecía, sobre todo en los discursos, algo vacío, una habilidad de prestidigitador. Al mismo tiempo que el patriotismo declinaba en medios intelectuales se hablaba de la decadencia de España. Esta idea es una idea vieja y se ha dado muchas versiones sobre ella. En mi tiempo creo que provenía principalmente de ver a los grandes países de Europa ya constituidos en equilibro estable y definitivo, mientras nosotros teníamos agitaciones interiores y exteriores, que los Gobiernos no sabían resolver. La idea se modificó después de la guerra mundial y el equilibro de las naciones poderosas que semejaba un estado definitivo y permanente se convirtió en un desequilibrio difícil de atajar.
Muy posible es que no hubiera en España un motivo serio de pesimismo y que el país en sus capas interiores no lo sintiera; pero había ciertos núcleos intelectuales con una neurosis deprimente.
La política era la principal causante de esta depresión. No podía atender a las necesidades del país, se convertía en un mandarinato chino. El camino de la vida pública estaba abierto únicamente para los hijos, para los yernos y para los favoritos de los grandes personajes. Se hacía una selección al revés en las altas esferas, y esta involución tenía que llegar a todos los organismos del Estado y hasta de la vida privada.
En un mundo en el cual el único valor era la intriga y la oratoria, atrincherado por hijos, yernos, amigos y hasta criados, no podía entrar el aire de la calle. La gente con condiciones naturales se hacía hostil. Era lógico en tales condiciones que la astucia y el trabajo de zapa tuvieran más importancia que las condiciones y el mérito.
Pasados los tiempos de neurosis pesimista muchos hemos reaccionado hacia el patriotismo, no hacia el patriotismo retórico y hueco de frases hechas, sino a una preocupación de los problemas y de las cuestiones de nuestro país y, sobre todo, de la tierra.
Para sentir el patriotismo yo al menos no he necesitado el enterarme bien de las épocas brillantes de la historia de España. Me ha bastado conocer los primeros tiempos del siglo XIX, de alteraciones y de dolores, porque en las acciones históricas me ha entusiasmado más el ímpetu que el éxito y más el merecimiento que la fortuna. Así, he seguido con tanto interés las empresas de Zumalacárregui como las hazañas de Hernán Cortés, narradas un poco enfáticamente por Solís, y esto no quita para que considere al héroe de la conquista de Méjico como uno de los grandes astros de la historia de España. También me ha entusiasmado más el Empecinado que Cristóbal Colón o que el Gran Capitán. El resultado de la empresa no es lo que más me ha ilusionado. Los esfuerzos de los que no tuvieron éxito y conservaron la energía y el valor dan todavía una impresión más efusiva que los que llegaron al éxito y a la fama. Al mismo tiempo que el conocimiento del país y de la Historia, quizá no del todo completa, nos ha acercado al patriotismo, la gran literatura y la gran pintura española. Leerla con desapasionamiento y contemplarla de la misma manera es el modo de apreciarla. Para lo que tiene valor en sí no se necesita el ingrediente de la retórica patriótica. El patriotismo viene después como una consecuencia biológica más que como una idea a priori.
¡Qué hombres ha tenido España en el dominio de la acción! Loyola, San Francisco Javier, Hernán Cortés, Pizarro, Vasco Núñez de Balboa, el Empecinado, Zumalacárregui. ¡Qué tipos de piedra y de acero!
En la literatura nos hemos encontrado identificados con Gonzalo de Berceo, con el poema de Fernán González, con el Romancero, con el Arcipreste de Hita, con Jorge Manrique, con San Juan de la Cruz y con fray Luis de León; después hemos vivido en la intimidad de la obra de Cervantes, de Calderón y de Gracián y más tarde aún en la intimidad de Espronceda, de Larra y de Becquer. Ha podido uno comprobar también, si no por una lectura completa, la crítica y la ciencia profunda de Mariana, del padre Flórez, de Hervás y Panduro, de Jovellanos, de Masdeu y de Cean Bermúdez.
En la efusión artística hemos tenido épocas de entusiasmo por El Greco, por Velázquez, por Zurbarán y por Goya, y nos hemos esponjado contemplando con alegría el plateresco y el barroco españoles. Yo no creo que se pueda hablar muy en serio de ciencia española, como habló Menéndez Pelayo, porque en este respecto España es donde ha sido más débil; pero sí se puede hablar de la cultura española. Esta es una de las tres o cuatro más importantes del mundo moderno.
Antiguamente se presentaba a España en los países del norte de Europa y, en general, en los protestantes con una porción de sombras recargadas. Hoy se ve que esas sombras no son mayores de las de los demás países. El mundo culto no tiene hoy sobre Felipe II o sobre San Ignacio de Loyola, puntos neurálgicos, la impresión que tenía hace doscientos años. El mundo ha querido comprender y ha llegado a comprender.
Se ha ensanchado el sentido de la comprensión para España y para los demás países; claro es que no se ha llegado a la comprensión completa, y como es casi imposible en la lucha de los pueblos, cuando hay pasión, saber quién está en lo cierto y quién no, al último se coloca uno del lado de su país cuando cree que tiene toda la razón y también cuando la tiene sólo parcialmente.
NUESTRO LIBERALISMO
La tendencia de muchos de nosotros de liberalismo, de individualismo, de poca tutela del Estado recibió un tremendo golpe con la guerra europea. Se salió de ella con un afán inmoderado de mandar, con un nacionalismo violento y estrecho. El Estado, como el de Rusia en grande y el de Alemania e Italia más en pequeño, no quiere mandar sólo en los actos exteriores de las gentes, sino que aspira a mandar en las conciencias. Se quiere renovar la Inquisición y el régimen de los jesuítas del Paraguay.
Se podría aceptar que un apóstol quisiera dirigir el mundo y su país para llevar a la práctica una idea alta y extraordinaria; pero que los conceptos vulgares de los dictadores de hoy, nacionalistas o comunistas, se conviertan en normas despóticas para todo el mundo, es realmente insoportable.
Se comprenderían estas experiencias si hubiera fórmulas y procedimientos nuevos de vivir y de obrar; pero no los hay, y las panaceas del momento actual son las mismas que las de hace dos mil años. No se ha inventado nada nuevo en este sentido.
BIBLIOFILIA
A la proximidad de la vejez mi tendencia, un tanto puritana y sectaria de la juventud, se transformó en indiferencia jovial.
Comencé a hacerme coleccionista y bibliófilo. Con esta afición he rebuscado en ferias y en librerías de viejo con encarnizamiento.
Esta caza del libro ha sido para mí muy divertida; primero, porque tenía pocos medios, y luego, porque no he perseguido la edición rara y la encuadernación curiosa, sino la obra principalmente para leerla. Esta pequeña manía comienza a ser el principio de mi epílogo.
FINAL
No es que quiera dar estos apuntes de mi vida y de mis cambios espirituales como una cosa trascendental y universal. No. Es algo particular, individual de una época española. Es también una voz de la calle más dionisíaca que apolínea.
Para los que tienen un entusiasmo hegeliano y universalista no es nada, es una de las muchas oleadas del mar que llegan cortas a la playa. En la historia del mar y de la playa un momento sin importancia; pero el que ha formado parte de esa oleada la considera como la vida que no ha tenido un desarrollo completo.
Yo creo que para España, como para todos los países, su primer problema es el conocimiento profundo de su manera de ser. Estamos en un período histórico en que todo está en crisis, religiones, democracia, parlamentarismo y libertad.
No hay nadie con sentido profético para vislumbrar si detrás de este crepúsculo viene otra aurora, o viene la noche. Para muchos, los dogmas y los sistemas doctrinarios tienen gran valor; para otros, no lo tienen más que por sus resultados.
Yo soy de los relativistas. Las perfecciones de un sistema político en el papel me interesan muy poco.
El país necesita conocer lo más perfectamente posible su geografía, su étnica, su historia, su industria, su comercio, su literatura y su arte.
Yo creo que nadie que sea un iluso puede pensar que nosotros los españoles conocemos todas esas materias.
Hay, indudablemente, una falta de información. Ciertamente que en literatura y en arte los extranjeros no han descubierto mucho nuevo en España.
Se ha hablado de Gracián, a quien puso a flote modernamente Schopenhauer, y del caso del Greco, aunque de éste habíamos hablado muchos con entusiasmo antes de que se ocuparan de él los extranjeros; pero si en la historia de la literatura y del arte españoles la mayoría está hecha por españoles, no pasa lo mismo en otros campos científicos: en la geografía, en la prehistoria, en la etnografía, en la geología y en otros asuntos.
Desgraciadamente, nos encontramos actualmente en una época en la que no se quiere razonar ni atender al pensamiento del prójimo.
Cada cual se encierra en sus doctrinas, en sus simpatías, sin escuchar al vecino. Se dice que en todas partes pasa lo mismo. ¡Qué se va a hacer! Yo no creo en las discusiones y polémicas de ingeniosidades y de frases; pero si cada cual se encierra en su doctrinarismo o en su utopía sin echar una mirada curiosa del que está cerca vamos a pasar, o mejor dicho, van a pasar los que vengan, períodos muy negros, más que nada por estupidez y por incomprensión.
Aunque racionalmente tenga uno la sensación un poco pesimista del porvenir próximo, siempre se espera algo, y aunque las experiencias del pasado no hayan sido agradables, la esperanza se levanta, como las alondras al sol, en los campos agostados a la luz clara y penetrante de la mañana
Cierra España.