El final de un idilio. Esa luna de miel no duró demasiado. Uno de los principales motivos de la discordia surgió en la interpretación de las cantidades que Argentina debían reinvertir en España no llevadas a efecto. Al terminar 1948 Argentina solicitaba a España garantías de pago en oro o dólares por los cereales que había exportado. Una contrapestación inesperada difícil de cumplir para Franco que trataba de ganar tiempo. La situación estallaría en 1949 con la decisión argentina de suspender los acuerdos con España de los meses inmediatamente anteriores y el embargo parcial de sus exportaciones, mientras España se oponía a pagar en dólares. El disgusto en el gobierno español fue evidente, pero difícilmente se transmitió a la opinión pública, tras la utilización que se había dado en 1947 al papel de un Perón “solidario con el país hermano”. Areilza, Conde de Motrico, jugó un destacado papel en Buenos Aires tratando de recomponer la situación. Pero ya el tiempo empezaba a jugar a favor de España. Madrid ya no necesitaba a Argentina como suministrador de alimentos, cuando el boicot internacional se había resquebrajado y se mostraban indicios de que Estados Unidos podía cambiar de posición respecto al régimen de Franco.
Cuando en 1952 fue relevado Areilza por Manuel Aznar partidario de una actitud más dura frente a Perón, las cosas se precipitaron hacia un claro deterioro en las relaciones, hasta extremos insospechados en 1947. Por lo demás Evita tras su muerte había pasado de mujer a mito y Perón debía enfrentarse a poderosos desafíos. Según Franco Salgado-Araújo, primo del general Franco (2), éste le hizo el comentario siguiente: “Se han portado muy mal los argentinos con el asunto del trigo vendido a España al querer exigir que fuese reconocida en dólares la deuda(...) el asunto del trigo fue un pingüe negocio para el gobierno argentino que se encargó de la venta fijando un precio cinco veces superior al que costó; luego está la negativa de la Sra. Perón a que cargaran trigo en los 20 barcos españoles que había en el puerto de Buenos Aires y que tuvieron que regresar sin un solo grano. No me explico nos tomó esa inquina a España después de los enormes agasajos que aquí se le hicieron cuando nos visitó invitada oficialmente (...) por expreso deseo de ella”.
Otro rumor deterioró aún más la relaciones entre los dos gobiernos. En 1954 llegaba a oídos de El Pardo que Perón pudiera estar estudiando el reconocimiento del gobierno republicano en el exilio, tal y como había hecho México desde el final de la guerra civil, consecuencia de un supuesto apoyo de Franco a un partido democristiano en Argentina. Todo ello cuando entre Perón y la Iglesia católica había estallado un virulento conflicto por la aprobación del divorcio. Algo que suscitó este peculiar comentario de Franco según la versión de su primo: “(Perón) camina condicionado por la masoneria a cuyas órdenes está entregado”. Pero la prensa de Buenos Aires escribía sobre otros temas: una información sobre el yerno de Franco, marqués de Villaverde, a quien se implicaba en un negocio de importación de motos Vespa traídas de Italia, en el que también participaba supuestamente el jefe de la casa civil del Caudillo, marqués de Huetor de Santillán, presidente de la sociedad importadora, en un momento en el que los negocios estában ligados directamente a la obtención de licencias de importación dentro de una economía encorsetada. A finales del 54 Franco enviaba a Perón un telegrama cifrado, molesto por lo que se publicaba en la prensa argentina sobre este asunto, que era contestado rápidamente por el presidente en un claro intento de suavización de la tensión existente entre ambos gobiernos.
Aunque el Perón de estos años no era el de la primera hora del justicialismo, y tenía a un poderoso frente en su contra en el que aparecía no sólo una oposición política que iba de la derecha liberal a los comunistas, coyunturalmente aliados, sino a la Iglesia, al Vaticano y a sus compañeros de armas, quienes en 1955 propiaciarían directamente su caída tras un rocambolesco golpe de estado. Franco se había distanciado de Perón desde hacía algunos años, aunque siempre debió conservar un agradecimiento por su gesto anterior. E, incluso, dentro de sectores en la izquierda de una Falange que había perdido el poder que tuvo en los años inmediatamente anterores al final de la Guerra Civil pero conservaba una influencia sobre el discurso el Régimen, Perón era contemplado como un referente. Pero a la vez el general Franco deseaba mantener buenas relaciones con el nuevo gobierno antiperonisa instalado en Buenos Aires. Cuando en 1958 después de un variado periplo Perón pidió residir en España, Franco empezó dando largas, aunque reconociendo el enorme favor de Perón cuando los demás países retiraron sus embajadores y Argentina vino en ayuda de España cuando más lo necesitaba. En adelante, con Perón en la capital de España, Franco siempre aparentó mirar hacia otro lado frente a la clara actividad política que el líder justicialista mantuvo hasta su regreso a la Presidencia argentina en los años 70: buenas relaciones con los sucesivos gobiernos de Argentina, aunque la residencia de Perón era la otra capital de la política de ese país, y un lugar de peregrinaje. La propia ambigüedad claramente utilizada por Perón, capaz de aglutinar hasta los extremos más impensables del arco político, debió chocar con la personalidad cauta, fría, y desconfiada del señor de El Pardo. En las imágenes de la posguerra la llegada a España de Eva Perón y con ella el trigo argentino permanece aún seis décadas más tarde como un emblema que en nuestros días adquiere la calificación de espectáculo mediático antes de tiempo cuando aún no había televisión.
Sí que entonces España era diferente. En 1947, cuando Evita realizó su visita, el dolor de España estaba en carne viva y el olor de la muerte, la muerte roja o la nacional, se estacionaba en todos los rincones. El perfil picassiano de Manolete en un ayudado por alto, como si fuera mejor la muerte, era el rostrum de la desdicha nacional. Eva llegaba porque los argentinos y Perón internacionalmente, a partir de 1945, se la habían jugado por España. (Ya desde 1937, cuando los ultraderechistas de Justo y del presidente Ortiz habían abierto las fronteras a miles de exiliados de la República sin preguntar color político ni pedir visado). Aquella España de 1947 pagaba caro el lujo de su pasión; de su grandeza, porque sólo se matan los que son capaces de creer.
Evita fue nuestra emisaria. Aterrizó en medio de aquel Estado franquista tan vestido de invariable negro como para una incesante procesión de Viernes Santo. En los noticieros del NO-DO no se veía otra carne que la pálida de manos y mejillas. Eva irrumpió con su insolencia de flores amarillas, sus enormes capelinas con vuelos de tul rosado al viento, con pantorrillas y brazos descubiertos como de ciclista sueca; y por las noches con espaldas desnudas y escotes que alelaban a todo el obispado y a doña Carmen Polo. Efluvios de su perfume Amour Amour y hasta una nada equivocada estola de martas, en pleno ardor de julio, como para abrigar el otro frío, el que atería a España en lo hondo de sus días tristes.
Porque era aquella España de moscas y valores. Con chicos que cenaban pan con salsa en un umbral. Y boinas, vino tinto y no voces plenas sino susurros de tanatorio. Espadas fatigadas de muerte, la sirena de la fábrica convaleciente y bueyes que regresaban al atardecer, uncidos para abrevarse, pisando pesadamente sus sombras.
Ni bien bajó del avión, Franco se dio cuenta que no se trataba de una emperatriz sudaca, «señora» de dictador.
Eva es insolente, sarcástica, rencorosa, con gracia intencionada, maniquea del partido del bien común. Se mueve con una gracia que un par de meses después, en el Ritz de París, sorprendería a Coco Chanel como para decirle: «Usted no necesita vestirse tanto (overdressed), usted es naturalmente elegante».
Los Franco, desde que llegó a El Pardo, tuvieron su castigo en vida. Incesantes llamadas telefónicas, autos de su comitiva que entraban y salían noche y día. Gritos, exigencias, retardos. Se ve que se desilusionó enseguida de Franco, que le pareció un farmacéutico vestido con galas militares. Sabía por los elogios de Perón y de los oficiales argentinos que era uno de los más talentosos generales de Europa. Lo habría imaginado como un cruce entre Errol Flynn y de mariscal Rommel.
Por Manuel Espín
Cierra España.
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