Esto es lo que S.S. me tiene que contestar, si lo estima pertinente, y yo se lo agradeceré, de una manera clara y categórica, y cuando S.S. me haya contestado a este extremo, con toda claridad, yo le diré, a mi vez, que si me contesta afirmativamente, entonces tendrá razón de haber aludido a mi alegato de las minorías nacionales al invocar los derechos de los católicos dentro de la República; pero si S.S. me contestase que no, que no lo espero, entonces le diría que, con arreglo a estos tratados, a los ciudadanos que son católicos y que están amparados con estos derechos de minorías, que constituyen un principio fundamental del Derecho internacional, tendrán, con arreglo a estos tratados, unas facultades y unos privilegios y unas condiciones que serían negadas a los católicos que no estamos en situación de minoría, sino de mayoría en el país. Si lo estima pertinente, yo le agradeceré mucho una contestación categórica en este respecto, por más que en las palabras del digno miembro de la Comisión, Sr. Gomariz, yo he podido vislumbrar una contestación afirmativa, porque me ha dicho esta misma tarde este miembro de la Comisión que, con arreglo al dictamen, indiscutiblemente, pero que se preparaban diversos votos particulares para impedir eso que, con arreglo al dictamen de la Comisión, se considera permitido.
El Sr. Presidente: El Sr. Pildain tiene la palabra.
El Sr. Pildain: Señores Diputados, creería faltar a los deberes de la cortesía más elemental si dejase incontestadas las palabras tan amables, tan deferentes, tan cordiales que ha tenido a bien dedicarme el Sr. Ministro de Justicia. Créame el Sr. Ministro, que la misma amabilidad e idénticas deferencia y cordialidad quisiera poner en mis modestas palabras.
Decía el Sr. Ministro al terminar su discurso, que en verdad era lamentable que, dejando a un lado otras cuestiones que hoy interesan más urgentemente al pueblo, tuviésemos que dedicar estas sesiones de las Cortes Constituyentes a la solución de la cuestión religiosa. Decía, y es confesión que le honra, que no son asuntos que a él le placen éstos que de tal manera llevan la conturbación a las conciencias, y respondiendo a aquella invitación que yo hacía a la Cámara Constituyente, diciéndole que la solución acaso del espinoso problema que tratamos de resolver estaría en que estas Cortes, que tanto se han inspirado en la Constitución de Weimar, se inspirasen en ella una vez más y trajesen a este proyecto de ley el artículo 137, me respondía diciendo: "¡Ah, Sr. Pildain! Pero es que no estamos en Alemania. Alemania es la patria del protestantismo y España es la tierra del catolicismo." Pues bien, Sr. Ministro de Justicia, voy a aducir un testimonio de un hombre de hoy, que seguramente no será recusable a S.S.; de un hombre de una patria que pudiera llamarse también hermana de España, en lo que atañe a la religión y a la monarquía; ya comprenderá S.S. que me refiero a Austria. Otto Bauer, que es, seguramente de todos los socialistas de hoy el que más a fondo se ha dedicado a estudiar las cuestiones relativas a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, en obra que sin duda conoce S.S. tan bien como yo, ha dicho, dirigiéndose, no a los ciudadanos alemanes, sino a los ciudadanos austríacos, cuando se encontraban en idénticas circunstancias a las en que ahora se encuentran los ciudadanos españoles: "Socialistas austriacos, realizad la separación de la Iglesia y el Estado como la ha realizado Suiza, como la han realizado los Estados Unidos, como la ha realizado Alemania; no la realicéis como la ha realizado Rusia, como la ha realizado Méjico, como la ha realizado Francia, porque estas tres naciones no hacen sino seguir las huellas de Bismarck, que siguen todos los gobernantes anticlericales latinos; huellas contra las cuales nosotros nos levantaremos siempre, porque son las huellas y los procedimientos más antisocialistas, más antiliberales, más antidemocráticos que pueden darse."
Y si quiere, aduciré todavía otro testimonio de hoy, referente también a persona que convive en naciones que se han titulado católicas, como España y Austria, mucho tiempo después de Jaurés, Sr. Ministro, y yo comprendo que S.S. -y permítame el Sr. Ministro este paréntesis- experimentase inclinación especial a citar a Jaurés, porque la analogía oratoria y tribunicia le inclina a cada uno a encariñarse con aquellos que más en conformidad están con sus aficiones; pero sabe S.S., mejor que yo, que Jaurés es un personaje anterior a la gran guerra y después de la gran guerra ha evolucionado con celeridad tan vertiginosa el mundo, que ya los personajes anteriores a ella ocupan en la historia contemporánea un lugar análogo al de los personajes antediluvianos en la Historia Universal. Pues bien, y aduciendo testimonio más moderno que el de Jaurés, recordará S.S. que en uno de los Congresos del partido socialista francés, en el del año 1928, si no me equivoco, se levantó el socialista Albert Kahn y preguntó a la asamblea, al Congreso de su partido, si iba a continuar cerrando sistemáticamente los ojos para no ver que de nuevo todas las Congregaciones religiosas, que habían salido con motivo de las leyes Combes, se reintegraban a Francia. Vió entonces toda la asamblea del partido socialista, que pedía la palabra y se levantaba M. Blumel, secretario del grupo parlamentario socialista de la República vecina y respondía: "Sí, debemos cerrar los ojos y debemos pedir, no tan sólo que no se apliquen, como de hecho no se aplican, sino que se deroguen las leyes de 1901, 1904, 1905 y 1906, porque esas leyes -añadía Blumel- son leyes de excepción, del mismo tipo que las leyes infames cuya derogación, nosotros, socialistas franceses modernos, debemos exigir por la misma razón y con el mismo derecho con que exigimos la derogación de las leyes infames antidemocráticas."
Por lo demás, Sr. Ministro, y aun cuando a mí no me toque, ha hecho S.S. una alusión a un compañero ausente de esta minoría vasconavarra, al Sr. Aguirre, y ha dicho que cómo en serio podrían aquí, en esta Cámara constituyente española, invocarse los Tratados esos llamados de minorías, por los que las grandes naciones aliadas y vencedoras de la gran guerra, a raíz del Tratado de Versalles y del de Saint Germain y los subsiguientes, han impuesto a ciertos Estados el respeto obligatorio a los derechos de ciertas minorías.
Pues bien, Sr. Ministro de Justicia; S.S. sabe, tan bien o mejor que yo que estos tratados en el ambiente del Derecho internacional contemporáneo marcan unos principios universales de derecho humano. Aquí no hablo yo de minorías ni me gusta hablar de minorías; aquí hablo yo de lo que Andrés Mandelstan, el gran internacionalista, ha titulado "los derechos internacionales del hombre", y esto está tan en la conciencia jurídica de todo el mundo civilizado contemporáneo, que no solamente los Estados obligados por esos tratados especiales, sino todos los Estados en general se ven constreñidos a respetar esos derechos internacionales del hombre en todos los ciudadanos de cualquier religión, de cualquier condición religiosa, hayan o no hecho votos. Porque S.S. sabe, como yo, que en la sexta Asamblea de la Sociedad de Naciones, se levantaron cabalmente los representantes de esos Estados obligados a ese respeto inviolable, de esos que Mandelstan ha llamado derechos internacionales del hombre, a protestar ante la Sociedad de Naciones, diciendo que ya no están dispuestos a que la Sociedad de Naciones, divida a los Estados en dos categorías: la de los Estados que no están obligados a respetar esos derechos internacionales del hombre, y la de los Estados que están obligados, y que ellos, los representantes de estos Estados, pedían que la misma obligación jurídica que ellos tienen la tengan todos los otros Estados, aunque se llamen Francia. S.S. sabe también mejor que yo que era tan delicada la situación, que la Sociedad de Naciones votó un acuerdo en el cual expresaba su esperanza de que todos los Estados, sin excepción, observasen, en lo relativo a los derechos internacionales del hombre, el mínimun de justicia, de libertad y de igualdad a que se han comprometido a raíz de los tratados esos otros Estados, y con tal lealtad han sabido ser fieles a estas esperanzas, ratificadas y votadas por la Sociedad de Naciones, todos los Estados contemporáneos, que de la guerra acá no se ha dictado en el mundo, en Parlamento alguno del mundo, una ley como la que vosotros vais a votar aquí, sino en tres Estados: el Estado ruso, el Estado turco y el Estado mejicano, esos tres Estados cuyas violaciones de estos derechos internacionales del hombre, en lo referente a los religiosos, han provocado tales y tan justicieras protestas en los principales periódicos y Parlamentos del mundo, que todo un Mandelstan, que, como sabe S.S., tiene tantísima autoridad -es uno de los miembros principales del Instituto de Derecho Internacional-, acaba de escribir que nada tendría de extraño que antes de mucho se nombrase un Consejo internacional encargado de sancionar y castigar esos que gráficamente llama delitos contra los derechos internacionales del hombre; que nada tendría de extraño que se levantase ante las fronteras de cada Estado prevaricador una comisión encargada de castigar estos delitos.
Y aquí es donde veo yo, Sr. Ministro, y esto se lo digo con toda sinceridad y respeto, y no vea retintín alguno en mis palabras; aquí en donde veo yo la razón de ese cambio de conducta innegable que ha observado un correligionario de S.S., y que yo espero que S.S. lo observará también. Me refiero a M. Herriot, hombre de cultura y de talento, que sabe enterarse a tiempo de las modernas corrientes jurídicas internacionales. Esa ha sido, a mi modo de ver, la razón de por qué se ha observado ese cambio profundo entre la declaración ministerial de Herriot el año 1924, cuando decía que volvería a aplicar las leyes anticlericales de 1901 y 1904, que estaban en suspenso; que las extendería a Alsacia y Lorena y que suprimiría la Embajada francesa en el Vaticano, y la nueva declaración ministerial que dió en 1932, en la que Herriot no ha aludido a ninguna de esas amenazas anticlericales, ni siquiera como programa de su partido; y es que Herriot, a fuer de patriota, a fuer de hombre de talento, no ha querido, ha temido, mejor dicho, que en las fronteras de Francia se pudiera erguir algún día esa Comisión internacional de que habla Mandelstan, a recordar a un Gobierno europeo de nuestro tiempo cuáles son los postulados indeclinables, los postulados fundamentales, los postulados inviolables por parte de los Estados contemporáneos, con relación a esos derechos internacionales del hombre, que todo Estado debe respetar en todos los ciudadanos de cualquier religión, de cualquier condición religiosa que sean.
Por lo demás, Sr. Ministro (el Sr. Presidente tendrá un poco de consideración por si me alargo un poco más de lo debido), ya comprenderá S.S. que no me es posible recoger aquí -ni tengo yo erudición ni preparación suficientes para hacerlo- cada uno de los puntos que el Sr. Ministro de Justicia ha tocado; pero sí he de detenerme en un punto, y lo comprenderán los Sres. Diputados. Ved el traje que visto y poneos en mi lugar. ¿Sabéis cuál suele ser -os lo digo con sinceridad- una de mis penas mayores cuando yo considero el cargo de Diputado que ejerzo siendo sacerdote? Pues yo digo, cuando contemplo las condiciones de elocuencia de compañeros míos de Cámara: si estos compañeros tuviesen la dicha de ser sacerdotes como yo, si algunos de éstos fuesen Ministro de la Iglesia como yo y la conociesen como yo, ¡con qué elocuencia sabrían defenderla! Y me avergüenzo, Sres. Diputados, de no poderla defender yo con la elocuencia con que muchos de vosotros la defenderíais si os encontraseis en mi caso. Pues bien, Sres. Diputados; por eso quisiera yo recoger un párrafo del señor Ministro de Justicia que me ha llegado al alma, y es el párrafo en que decía que la Iglesia católica, que tan ferviente defensora se muestra hoy de la libertad de enseñanza, durante siglos y siglos no la practicó y no se acordó de practicarla hasta que surgió la necesidad de educar e instruir en sus colegios a los hijos de la burguesía. Dice S.S. que el primero que defendió ante Europa la libertad de enseñanza fue Mirabeau, y su principal apóstol fue Condorcet.
Señor Ministro de Justicia, yo sí que en estos instantes quisiera tener las condiciones tribunicias de S.S. ¿Sabe S.S. por qué? Pues para recordar sencillamente a la Cámara aquella página que S.S. habrá leído tantas veces como yo, más veces que yo, con tanto deleite como yo; las palabras aquellas de aquel genio de la oratoria, de aquel republicano, el más elocuente que ha tenido la República en España y yo creo que en el mundo, de D. Emilio Castelar. Señor Ministro, yo quisiera oír a S.S. recitar las páginas aquellas en las cuales D. Emilio Castelar describe el estado de Europa después de la caída del Imperio de Occidente, y que a mí me recuerdan otra página similar de Godofredo Kurth, el célebre historiador belga, en su obra Sobre los orígenes de la civilización contemporánea, que S.S. seguramente conoce como yo. Ya recordará cómo Godofredo Kurth dice que el enemigo más formidable que tuvo la Iglesia durante los primeros siglos no fueron aquellos Césares que durante siglos enteros trataron de ahogar a la Iglesia en torrentes de sangre. Porque, señores, siempre se nos carga a nosotros con lo de la Inquisición -de eso ya hablaríamos largo y tendido si hubiera lugar-, pero recordaréis que las primeras listas del martirologio, las primeras listas de millares y millones de víctimas causadas por la Inquisición estatal y que continúa a lo largo de los siglos y por parte de todos los Estados, tanto más inquisitoriales cuanto más anticatólicos, las llenan los cristianos, hasta el punto de que ayer, y es un recuerdo que he de agradecer a la Sra. Nelken, por si aquello estuviera ya muy lejos, recordaba otra Inquisición francesa en la que a los católicos que habían cometido el crimen horrendo de llevar en la solapa la imagen del Sagrado Corazón los asesinaban a puñaladas o a balazos. Pues dice Kurth que la persecución más diabólicamente dañina que ha tenido que soportar la Iglesia no es la de todos estos sanguinarios Césares de las monarquías o de las repúblicas, sino la pérfida de Juliano el Apóstata, que es el maestro de todos los empeñados en sembrar cultura prohibiendo a la Iglesia el ejercicio de la enseñanza. Pues bien, Sr. Ministro (y perdonadme el paréntesis), iba diciendo que yo quisiera oír de labios de S.S. la recitación de aquellas páginas maravillosas de D. Emilio Castelar en las que el gran tribuno republicano nos describe la situación del mundo en los instantes en que la Iglesia luchaba ella sola contra la barbarie de gobernantes y gobernados; porque proclamar ahora, Sres. Diputados, la libertad de enseñanza, proclamar ahora la fraternidad humana, proclamar ahora la igualdad entre los ciudadanos, es fácil, porque es lo que está en el ambiente, y se necesita tener pecho de héroe para afrontar la corriente en contra. Lo difícil era oponerse y proclamar esa igualdad, esa fraternidad y esa libertad de enseñanza cuando la Iglesia luchaba ella sola, recién salida de las catacumbas, frente al poderío de incultura de Juliano, para, después de vencerle, haciendo tremolar victoriosa la bandera de la libertad de cultura y de enseñanza, hacerla también ondear triunfante frente a los hordas más enemigas de la cultura que jamás conociera Europa.
Es el instante en que sobre el Imperio caen los bárbaros y que tan maravillosamente describe D. Emilio Castelar en aquellas páginas que cada uno recordaréis mejor que yo: "Nunca -dice el insigne tribuno- pudo aparecer la Europa más desahuciada; parecía un inmenso ataúd rodando por el espacio, rodeado de ángeles exterminadores y encerrando un cadáver que se repudría en la pudre que a borbotones brotaba de sus propias llagas. El cadáver era el Imperio romano, los ángeles exterminadores eran los bárbaros del Norte"; y va describiendo Castelar, con aquella fantasía tan exuberante y maravillosa, a los godos invadiendo la Italia; a los francos, apoderándose de las Galias; a los sórmitas, invadiendo la Panonia, y a los sajones, aborto de océano, convirtiendo en otros tantos cráteres de hirviente sangre cada una de las islas de la Gran Bretaña. Y cuando todo era exterminio, cuando la Europa entera ofrece a los ojos de los que la contemplan el pavoroso espectáculo de bosques talados, de templos derruidos, de bibliotecas incendiadas, de escuelas arrasadas, de pueblos devastados, de millares y millares de cadáveres insepultos, y aquellos bárbaros, como él dice, precedidos de bandadas de cuervos, seguidos de manadas de perros y de hienas; ostentando por collares cadenas de calaveras humanas; cuando todo era sangre, fuego y exterminio; "cuando nuestros padres -dice Emilio Castelar- eran unos bárbaros que sólo sabían derramar sangre y contar hasta diez, porque era donde se acaban los dedos de las manos; ¿quién fue, qué institución fue la que en aquellas circunstancias, las más trágicas por que ha pasado la Historia, tuvo la fuerza, tuvo la cultura, tuvo la habilidad suficiente, no para exterminar, sino para instruir, para educar y para civilizar a aquellos bárbaros?" "Yo he de confesaros -añade el gran tribuno republicano-, aunque algunos de mis enemigos se aprovechen de esta mi confesión, que sin la Iglesia, en aquellos instantes, sin la Iglesia católica, en aquellos momentos, la civilización europea hubiera perecido para siempre." "La Iglesia católica -continúa diciendo- fue la institución que levantó en aquellos momentos las primeras escuelas en los atrios de sus iglesias, las primeras granjas agrícolas en los huertos de sus abadías, las primeras escuelas de artes e industrias en los talleres de sus conventos, las primeras Universidades en los claustros de sus catedrales"; aquellas Universidades cuya enumeración gloriosa hacía en este mismo recinto la gran figura de D. Vicente Manterola, contendiendo frente a frente con aquella otra figura insigne de D. Emilio Castelar."
Fue la Iglesia la que, después de haber poblado de Universidades Europa, y pareciéndole todavía estrechos los límites del antiguo mundo a sus afanes de espirituales conquistas civilizadoras, la que se llegó en las carabelas de Colón a las tierras del Nuevo Continente para implantar allí las primeras escuelas, las primeras imprentas, los primeros institutos, las primeras Universidades que en aquella tierra han existido, mientras que bajo los amplios pliegues de su manto continuaban cobijándose, lo mismo allí que aquí, las figuras más gloriosas de la Literatura, las figuras más gloriosas de la Ciencia, las figuras más gloriosas del Arte, las figuras no menos admirables de la Beneficencia y de la cultura popular. Y de tal manera supieron dedicarse a esto, a la cultura, a la instrucción popular, que, como dice Hipólito Taine -que no será seguramente testimonio recusable para S.S.-, para cuando advino Voltaire (aquel Voltaire representante máximo del anticristianismo, el Voltaire que decía que al obrero no había que instruirle, que al obrero bastaba enseñarle a que manejase el pico y el azadón), había poblado Francia, había poblado los Países Bajos, había poblado Alemania y la Europa toda de innumerables escuelas, de maravillosas Universidades, en las que la inmensa mayoría de los alumnos eran hijos de proletarios que no tenían un céntimo, porque la Iglesia no imponía el pago de matrículas, la Iglesia no cobraba derechos de examen, sino que distribuía gratuitamente la enseñanza universitaria a todos y mantenía además gratuitamente a los hijos de los pobres, mientras las Universidades dependieron de la Iglesia -de la Iglesia, que hasta ese punto supo ejercer la maravillosa libertad de enseñanza que S.S. anhelaba esta tarde-, que los hijos de los pobres, repito, podían cursar en ellas y concluir la carrera que quisieran con tal de que tuvieran talento, hasta que vinieron los Estados liberales, esos Estados liberales cuyo panegírico trataba de hacer S.S., y lo primero que hicieron, al apoderarse de las Universidades hasta entonces creadas y regidas por la Iglesia -y no es testimonio mío, es testimonio de un catedrático de la Universidad Central, que todavía vive-, lo primero que hicieron fue poner una taquilla junto a la puerta de las Universidades, una taquilla que hasta entonces no había existido nunca.
A esas taquillas se asomaba el Estado liberal español para decir a los que a ellas se acercaban: ¿Tienes talento, tienes mucho talento, pero no tienes dinero? Pues no puedes pasar, aunque seas un genio. ¿Tienes muchos billetes de Banco? Pues pasa -Sres. Diputados, no es mía la frase-, pasa, aunque seas un jumento. Porque de tal manera es cierto que la Iglesia ha sabido mantener la libertad de enseñanza y, usando de esta libertad de enseñanza, laborar con ella para la instrucción y elevación cultural gratuita de los pobres, señor Ministro (y no voy a referirme yo ahora a todos esos millares de hijos de pobres que hoy mismo son gratuitamente instruidos por la Iglesia; ahí están los telegramas de millares de padres que lo atestiguan); hoy mismo, Sres. Diputados, y vosotros sois testigos como yo, el hijo del pobre, el hijo del obrero, el hijo del campesino no puede ser abogado, no puede ser arquitecto, no puede ser ingeniero, aunque sea un talento: lo único que puede ser es lo que se puede ser en los establecimientos que todavía dirige la Iglesia: Puede ser sacerdote, y siendo sacerdote puede llegar a obispo, a cardenal, a Romano Pontífice, aunque sea hijo de un pobre cartero, como lo era el gran Pío X. Esto sí que es mantener, esto sí que es sostener, esto sí que es practicar la libertad de enseñanza en sentido verdaderamente democrático. (Aplausos.)
Decía el Sr. Ministro: Nosotros no negamos la libertad de enseñanza: lo que nosotros tratamos de establecer es la escuela que no divide, la escuela que aúna, que es la escuela laica. Señor Ministro de Justicia, esto lo decía Gambetta, esto lo decía Ferry; pero esto no lo decían los que experimentaron, los que empezaron por experimentar precisamente esas escuelas, que en Gambetta y en Ferry no eran sino teoría. ¿Recuerda su señoría aquel artículo resonante en Europa entera de un correligionario de S.S., recuerda su señoría aquel artículo publicado en la Revista Política y Parlamentaria por M. Goblet (?), que fue, como su señoría, radical socialista y Ministro de una República? ¿No lo recuerda? ¿Qué decía? Pues decía: Por establecer esta unidad moral en nombre de la escuela laica, habéis implantado en el país una guerra espiritual cual la República ni el país la conocieron jamás; cuando os hubiera sido tan fácil, añade Goblet, con una ley liberal, con una de esas leyes que ayer pedía aquí tan elocuentemente el Sr. Abadal, suprimir toda guerra y, más aún, enrolas en las filas de la República a muchos de esos elementos que ahora se divorcian de vosotros porque creen que República y catolicismo son cosas incompatibles.
Pues bien, Sr. Ministro, la escuela laica no es la escuela que une; implantada de la manera que vosotros queréis establecer, es la escuela que divide. Tal es la escuela que divide, que precisamente -y va a permitirme S.S. que otra vez me refiera a autores vivientes, a autores de nuestros días- he de recordar aquella discusión elocuentísima habida en la Cámara holandesa, precisamente a propósito de la escuela laica. ¿No recuerda S.S. el discurso estupendo, maravilloso, del jefe del partido socialista holandés, Troelstra? ¿No recuerda aquel otro discurso, no menos maravilloso, de uno de los socialistas más solventes de Holanda, que era Gerhard? ¿Qué decía éste? Pues decía: "Partidario de la escuela laica, partidario entusiasta de la escuela laica, soy partidario de que la escuela laica la sufrague el Estado, pero de que sufrague el Estado, al mismo tiempo, la escuela confesional. Pues qué, decía M. Gerhard, el socialista holandés, nosotros, socialistas, que queremos que el Estado sufrague la escuela laica porque la escuela laica responde a nuestra concepción laica de la vida, ¿con qué derecho vamos a impedir que los que están enfrente de nosotros, que ellos, los clericales, pidan, exijan que el Estado sufrague la escuela confesional, que responde a la concepción religiosa que ellos tienen de la vida? ¿Por qué? ¿Porque nuestra concepción laica sea superior, sea más perfecta que la concepción religiosa? ¡Ah!, pero estas no son cosas que puedan imponerse por la fuerza del Estado; esas son cosas que deben imponerse por el poder de persuasión." Y dice el jefe del partido socialista holandés que no es noble, que no es digno luchar con los clericales en desigualdad de armas; lo digno, lo noble, dice, es luchar con armas iguales. Escuela laica sufragada por el Estado; escuela confesional sufragada por el Estado. Que luchen entre sí, no por la imposición del Estado, y que prevalezca aquella cuya enseñanza sea más pedagógica, aquella cuya enseñanza sea más cultural, sea más europea y sea más moderna.
Por lo demás, ya comprenderéis, Sres. Diputados, que no voy a tener la pretensión de querer abusar más de vuestra benévola atención; pero una cosa me ha extrañado en el Ministro. El Sr. Ministro de Justicia es hombre que conoce lo clásico y lo moderno, es hombre que tiene plena ciencia de lo antiguo y de lo contemporáneo; pero, Sr. Ministro, permítame S.S. que se lo diga, ¡qué pena el que -no diré su anticlericalismo, ya ha tenido S.S. la gentileza de declarar que no es anticlerical-, ¿cómo quiere que se lo diga?, qué pena que su laicismo haga que siempre vaya a fijarse, a dirigir la suma de sus conocimientos hacia lo antiguo! Cuando su S.S., hace pocos instantes, pronunciaba su discurso, yo cerraba los ojos y me ponía a pensar si quien estaba hablando sería nada menos que un Ministro de la segunda República española, un Ministro tan culto y tan enterado como el Sr. Albornoz, o si quien hablaba sería un Ministro de alguno de los Gabinetes de Espartero. ¿Por qué tanto hablarnos de regalías, de seudoderechos españoles del siglo XVIII, del XVII, del XVI, Sr. Ministro? ¿Por qué eso en un Ministro de la República...? Al menos yo, sentado en el banco azul de una República contemporánea, tendría a menos el venir aquí a invocar testimonios viejos, caducos, decrépitos, anacrónicos, de anacrónicos legistas medievales. (Rumores.) Pues eso es lo que ha venido a hacer el Sr. Ministro de Justicia de la República española hoy, señores, cuando el Instituto de Derecho Internacional, en su reunión de Nueva York, bajo la presidencia del insigne jurista James Brown Scott, acaba de votar esa declaración de los derechos del hombre, que es la condenación más expresa, más terminante, más autorizada, de las leyes laicas francesas y de la futura ley anticlerical española! ¡Venimos ahora S.S. con aquellos regalistas del siglo XVII, del XVII y del XVI!
Y puesto a hablar de teólogos, puesto a hablar de juristas, Sr. Ministro, ¿por qué haber citado esa serie de señores que yo -os lo confieso con toda ingenuidad, no soy jurista- a algunos de ellos los he oído nombrar por primera vez esta tarde? Yo esperaba, claro que lo esperaba, señores, que en esa lista de nombres, coronándola, en la cumbre, formasen esas dos grandes figuras a las que el mundo de hoy rinde pleito homenaje de admiración entusiasta hasta fundar cátedras en los Estados Unidos y en Inglaterra e incluso en España, en honor de ellos y dándolas sus nombres. Señor Ministro de Justicia, ¡que venga S.S. a tejer esa lista de juristas clásicos y no nos haya citado a Victoria y a Suárez. Pues Victoria y Suárez son los precursores de todos esos grandes juristas modernos a quienes hay que citar. Su señoría los conoce mejor que yo, y ha dado prueba de ello esta misma tarde al citar algunos de ellos. Ya no estamos en la época de Jellinek, ya no estamos en la época de Ihering, ni en la época de Esmein; han pasado ya esos tres, que, con algún otro, son todavía como los evangelistas del Derecho para algunos jurisconsultos españoles. No; estamos ya en otra época.
Todavía recuerdo con emoción el momento aquel en que en estos bancos se levantó D. Amadeo Hurtado durante la discusión del entonces artículo 24, cuando dirigiéndose al entonces Ministro de Justicia le decía: "El Sr. De los Ríos rechaza el concepto de Corporación de Derecho público para la Iglesia porque no quiere atribuirle funciones de soberanía; pues también yo me opongo a que sea el Estado el que conceda eso a la Iglesia, pero es porque no quiero a la Iglesia sometida a la soberanía y al poder del Estado." Aquella voz del Sr. Hurtado, que hacía constar que no hablaba en nombre de ninguna confesión religiosa, porque no estaba adscrito a ninguna, no era una voz aislada. En aquellos instantes, Sr. Ministro (S.S. lo sabe mejor que yo), la voz elocuente del Sr. Hurtado no era sino el eco elocuente de toda una corriente jurídica, de opinión contemporánea, representada en cada una de las principales naciones por juristas de la talla de un Duguit y un Laski, y un Figgis y un Kelsen, y un Lefur y un Politis, y un Roseoe Round y un Hugo Krabbe, que son los que representan lo nuevo, lo actual, lo verdaderamente contemporáneo. Señores, por decoro de la República, por decoro de estas Cortes Constituyentes, no vengáis aquí a citar testimonios de autores regalistas trasnochados; tratad siquiera de fundamentar vuestras leyes en lo que opinan las figuras más gloriosas del Derecho internacional contemporáneo.
Por lo demás, Sr. Ministro, si el Sr. Presidente me lo permitiera, y en último caso pediría una recomendación al distinguido catedrático de Lógica de la Central para el digno Presidente de estas Cortes, podríamos continuar largamente tratando de la cuestión; pero ya que no eso, quisiera al menos hacer, no una excursión, sino un asomarme nada más a los campos que S.S., señor Presidente de esta Cámara, conoce tanto mejor que yo.
El Sr. Presidente: Su señoría, Sr. Pildain, no necesita recomendación de catedrático; le basta con que reconozca el derecho que posee el Presidente.
El Sr. Pildain: Perdonadme, Sres. Diputados, que por mis viejas aficiones, por antiguo "dilettantismo", que a más no llega, vayamos a estudiar por un momento la raíz de ese laicismo que aquí, a todo trance, se trata de implantar. Ya sabéis que la raíz de los fenómenos que aparecen a flor de tierra suelen ser las doctrinas filosóficas que bajo tierra se ocultan, y es menester tenerlas en cuenta para que no ofrezcáis al mundo el caso, no excesivamente honroso, de que, por ejemplo, y precisamente en los días en que en las páginas de la Gaceta se estaba apelando, en una de las disposiciones oficiales, a eso de la libertad de conciencia del niño, obtenida por la no enseñanza de la religión; en los mismos días en que en las páginas de la Gaceta se invocaba todo aquello de la autonomía individual humana como una doctrina moderna; en los mismos días, la Fundación Roberto Rismann, de la Asociación del Magisterio alemán, premiaba un trabajo del célebre Sturm, en el que el famoso consejero escolar de Dresde decía que esa doctrina del laicismo estudiada a la luz de las teorías filosóficas y pedagógicas de última hora, en vez de representar una aurora, representa un fracaso; en vez de representar el principio, representa el final de un periodo, y que únicamente han podido creer definitiva esa doctrina los que la reputaban nueva cuando la filosofía y pedagogía modernas la han juzgado ya como absolutamente anacrónica, equivocada y caduca. Pues bien, la raíz ha sido estudiada admirablemente por aquel laico que yo citaba en mi última intervención, contemporáneo francés, que decía que la doctrina del laicismo está precisamente en el naturalismo positivista. Gambetta y Ferri, a los que también se ha referido esta tarde el Sr. Ministro, no hicieron otra cosa, decía que realizar la doctrina de Augusto Comte. Clemenceau fue el que tradujo a Stuart Mill, y unos y otros, contemporáneos de Darwin y Spencer, pertenecían a la época aquella en que se aseguraba como dogma que la única ciencia verdad era la ciencia de la Naturaleza, relegando a la ciencia teológica al terreno de las quimeras. Era, como sabe S.S., la época aquella en que, sentado en la Presidencia de la Cámara francesa Jaurés, sentado al frente del banco ministerial Combes, se levantaba aquel radical socialista, Allard, a decir: "Sí, señores, nosotros venimos aquí a implantar la escuela laica (me parecía que estaba oyendo aquí su eco al escuchar esta tarde al Sr. Ministro de Justicia), porque en nuestra característica, porque en nuestro honor, está en no tener una religión nacional, el tener un laicismo nacional, porque la religión está entrando en franco período de descomposición y va a ser sustituida, poco a poco, por la Ciencia." Era la época aquella, Sr. Ministro, prediluviana, la época de la ciencia sin Dios, de la política sin Dios, de la pedagogía sin Dios. Hoy sabe S.S. que la Política, que la Pedagogía, que la Ciencia siguen corrientes diametralmente opuestas.
La ciencia conduce inevitablemente a Dios, acaba de escribir uno de los más célebres biólogos alemanes, Reinke, recogiendo testimonios de los más célebres biólogos y hombres científicos del día. Sin religión no puede existir la vida cultural, no puede existir la vida política, la vida civilizada; acaba de decirlo el Ministro de Instrucción Pública de Inglaterra, concordando en esto con el Presidente que ha tenido la gran República de los Estados Unidos en la época de su mayor esplendor, y con aquel otro mensaje, que S.S. recordará como yo, que dirigieron al mundo civilizado los jefes de Gobierno de todos los Estados que integran el gran Imperio británico, cuando aseguraban que está demostrado por la experiencia de la guerra, por los ensayos que después de la guerra se han hecho, que ni la diplomacia, ni la escuela, ni la educación, ni la instrucción, ni la prosperidad comercial e industrial, ni las fuerzas militares, ni nada, puede ser sólido cimiento para que se desarrolle plenamente la vida civilizada contemporánea; que todos esos no son más que instrumentos del espíritu humano, que necesita absolutamente, como de sólido fundamento, de la fe en Dios como padre, sin lo que no puede existir la fraternidad humana.
Y por lo que hace a la Pedagogía, y termino, Sr. Ministro, me basta citar un solo texto: "... el hombre sin religión no es un hombre, sino que es un bárbaro", escribía... (Rumores.) Comprenderán los señores Diputados que no sería corresponder a las muestras de amabilidad, de deferencia y de cortesía que están dando si yo, en nombre propio, usase de tal lenguaje en este momento; estoy citando a alguien. ¿Sabéis a quién? Pues a Pestalozzi, "el gran pedagogo social", en frase del moderno pedagogo socialista Nator; mientras otro gran sociólogo y pedagogo, Benjamín Kidd, acaba de escribir que los hombres del porvenir no acertarán a comprender que hombres de principios del siglo XX hayan podido guardar con la religión esa actitud de no estudiarla en sus escuelas, de no estudiarla en sus centros universitarios, siendo así que constituye el problema capital de la Historia. Y para terminar, y ya que el día pasado (y es la razón, el por qué de encontrarme yo enrolado en este debate de totalidad de esta ley) fue una cita de Jaurés que pedía el señor Ministro en una de las sesiones pasadas, voy a permitirme terminar esta intervención de hoy recordando una carta de Jaurés, Sres. Diputados, porque el Sr. Ministro aludió a un texto de Jaurés que acaso estuviera en contraposición con otro texto del mismo que yo le citaba. ¿En cuál de esos textos era más sincero el elocuente socialista francés? Señores Diputados, yo creo que vosotros podéis dilucidarlo mejor que yo. Creo que hay una piedra de toque infalible para juzgar de la sinceridad de un autor o de un orador, y es el alma de su hijo. Cuando un padre no se atreve a aplicar a su hijo la doctrina que enseña o que predica, es que esa doctrina no es producto de la sinceridad, es una plataforma política.
Pues bien, Sres. Diputados, el hijo de Jaurés pidió a su padre permiso para no estudiar Religión en el Instituto Francés en que cursaba el bachillerato. Porque es de advertir que hoy día, hoy, en el año 1933, no solamente se estudia Religión en el Bachillerato en Alemania, en Inglaterra, en Holanda, en Bélgica, en los Estados Unidos de América, en todas esas grandes naciones en cuyas Universidades no sólo no puede entrar nadie a cursar ninguna carrera sin haber dado primeramente pruebas suficientes de conocer a fondo la religión que profesa, sino que, además, no puede salir de la Universidad ninguno ni como ingeniero, ni como arquitecto, ni como médico si no demuestra previamente el conocimiento que posee de la Biblia y de su religión. Pues bien, hoy se estudia no solamente en esas grandes naciones la Religión; hoy se estudia y figura la asignatura de Religión como obligatoria en el programa del Bachillerato francés, y hace falta una declaración expresa del padre pidiendo que no la estudie su hijo (porque al padre es al que le corresponde juzgar y al padre es al que le corresponde dirigir la instrucción del hijo); hace falta una declaración expresa del padre pidiendo que su hijo no curse Religión. Y el hijo de Jaurés pidió a su padre este permiso, y Jaurés le escribió aquella carta que no voy a reproducir aquí porque no tengo la memoria suficientemente fiel para recordarla; pero que la voy a entregar a los taquígrafos para que figure a continuación de esta modesta intervención mía; aquella carta en que decía Jaurés: "Querido hijo: Ese permiso que tú me pides no te lo doy ni te lo daré jamás, porque sin el conocimiento de la Religión tu instrucción y tu educación serán incompletas. Porque, hijo -le dice-, ¿cómo vas a conocer la Historia, cómo vas a tener tú un profundo conocimiento de la Historia, si no conoces la Religión que transformó la faz del mundo y fue la creadora de una nueva civilización mundial? ¿Cómo vas a conocer tú el arte si empiezas por ignorar las ideas que inspiraron las obras maestras de ese arte en la Edad Media y en la Edad Moderna? ¿Cómo vas a conocer tú la literatura? ¿Cómo, sin conocer la Religión cristiana, la católica, vas a entender tú. no ya a Bossuet, Fenelón, Lacordaire, De Maistre, Veuillot y tantos otros que trataron expresamente de ella, sino ni siquiera a Corneille, Racine, ni siquiera a Víctor Hugo, que debieron al cristianismo -dice Jaurés- sus más bellas inspiraciones? ¿Cómo vas a conocer ni siquiera las ciencias naturales, cuando muchos de los más insignes cultivadores de esas ciencias fueron creyentes, fueron cristianos, fueron católicos: Pasteur, Ampere, Newton, Pascal, etc.?" Y concluía la carta diciendo: "La Religión católica está tan entrelazada con todas las manifestaciones de la ciencia humana, figura tan en la base de la civilización nuestra, que es colocarse fuera de ella, en situación manifiesta de inferioridad, el poder emprender una carrera sin empezar por estudiar a fondo esa religión que yo quiero que estudies, hijo mío; porque yo no te daré nunca ese permiso, porque con el permiso ese tu instrucción y tu educación serán incompletas. Y a mí no me hables de libertades de conciencia, porque esas son monsergas muy buenas para los hijos del vecino, pero no para el hijo propio; además de que el estudiar la religión..." -dice Jaurés-. (Rumores.- Un Sr. Diputado: Eso no es exacto.) Y esto otro: "Te parecerá extraño este lenguaje después de haber oído tan bellas declaraciones sobre esta cuestión: son, hijo mío, declaraciones buenas para que arrastren a los hijos de los demás, pero que están en pugna con el más elemental buen sentido."
Cierra España.
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