Por su parte, en la entrevista con Barroso éste, lejos de ofrecerle a Hedilla el apoyo de Franco, lo que le ofrece es asilo para que duerma esa noche en el Cuartel General y salve el pellejo. Hedilla, hemos que suponer que maxicabreado, se niega.
Una de las historias que circuló entre los hedillistas respecto de aquella jornada del 16 sostiene que las instrucciones de los partidarios del triunvirato era matar a Hedilla. Alcázar de Velasco, que fue condenado por los sucesos de Salamanca, dice en su libro haber trabado conocimiento en la cárcel con un tal Ángel Isasi, quien le aseguró que el 16 de abril de 1937 tenía encomendada la misión de aprovechar cualquier tumulto para clavarle un punzón a Hedilla y matarlo. No obstante, la certeza de estos datos es muy difícil de establecer.
Se escenifica el aroma de consenso respirado en Falange. El nuevo triunvirato cursa mensajes a toda España sobre la nueva situación, que no llegan a ninguna parte porque son saboteados en Correos y Telégrafos por los hedillistas. Por su parte Hedilla, a media tarde, se coge un mosqueo de puta madre cuando se da cuenta de que Franco le reserva a sus puteadores todas las atenciones que con él no ha tenido. Es por ello que convoca al jefe de Falange en Salamanca, Laporta, y le da orden de tomar por la fuerza la Junta de Mando, que está en poder del triunvirato y sus cadetes de Madrid. A última hora de la tarde llega a Salamanca otro hedillista, el consejero nacional del SEU José María Alonso Goya, quien recibe de Serrallach la orden de ir a la Academia de Pedro Llen a recoger allí a unos falangistas catalanes , que serán quienes tomen la Junta de Mando. Aunque en un principio el instructor de la academia, Von Hartmann, se niega a movilizar a los cadetes aduciendo que no hay orden escrita de Hedilla, finalmente cede y los falangistas son trasladados a Salamanca.
Hedilla asevera en sus memorias que le dio instrucciones a Goya, a través de Serrallach, de que no hubiese ningún tipo de violencia. Alcázar de Velasco, sin embargo, asevera en su libro que López Puertas, quien como veremos ahora mismo fue con Goya a la casa de Sancho Dávila, le confesó en la cárcel que llevaban instrucciones de trincar a Dávila, pero que a Garcerán lo tenían que matar. Incluso citaré otra versión según la cual también a Dávila iban a matarlo. ¿A quién creemos? Supongo que es una cuestión personal.
El relato de los hechos de la noche del 16 al 17 de abril de 1937 es, tal y como la conozco hoy, tal que así.
Alonso Goya, Daniel López Puertas y otros cuatro hedillistas (Fernando Ruiz de la Prada, Aureliano Gutiérrez Llano, Santiago Corral y Corpas) van, de madrugada, a casa de Sancho Dávila, sita en el número 3 de la calle Pérez Pujol de Salamanca, para detenerlo. La casa está en una esquina de la Plaza Mayor de Salamanca. Goya da palmadas y grita para llamar al sereno. Mientras el empleado municipal llega para abrirles, se dirige a López Puertas.
- Amartilla la pistola. Y que éstos [los otros cuatro de la partida] hagan lo mismo. Tomad cada uno dos bombas. Os colocáis donde yo diga y no os mováis por nada. ¿Estamos?
Subieron por la escalera, Alonso Goya y López Puertas por delante. Al llegar al piso de Dávila, Goya situó a Corpas y Ruiz en el rellano y a Gutiérrez y Corral en el zaguán del piso. Entró con López Puertas, indicándole que permaneciese a tres metros de él. El plan de Goya era: si Dávila se negaba, cosa probable, él le encañonaría, mientras López Puertas entraría con una bomba en la mano y llamando a Gutiérrez y Corral para que entrasen con él.
Este sale con nosotros por su pie o en parihuelas –sentenció Goya.
A partir de ahí, es difícil saber lo que pasó. Se sabe que Goya entra en el dormitorio de Sancho Dávila para detenerlo y que allí está el falangista sevillano con un guardaespaldas llamado Manuel Peral. Sancho Dávila se niega a irse con Goya.
- Vosotros me vais a matar. ¡Me vais a pasear, cabrones!
Goya trata de tranquilizarlo. Sancho Dávila, que está en camiseta y calzoncillos porque estaba durmiendo, trata de coger su pistola, que tiene bajo el colchón. En ese momento, según algunas versiones, un escolta de Dávila, fuera del dormitorio, lanza una bomba. Al volverse Goya hacia el estruendo, Peral le dispara en la nuca y lo mata. Según López Puertas, no hubo tal bomba: Peral se limitó a asomarse desde una habitación contigua, cogió por sorpresa a Goya y lo mató. En todo caso, después de que ocurre todo esto, López Puertas entra en la habitación. Ve a Goya en el suelo, a Peral agachado sobre él, y dispara a éste, matándolo. Sancho Dávila chilla pidiendo que no le maten, se abalanza sobre López Puertas y llega a morderle el brazo. Todo ese follón provocó la entrada en la habitación de Gutiérrez y Corral, que iniciaron un enfrentamiento con otros guardaespaldas de Sancho Dávila en el que, al parecer, sí que se arrojaron bombas.
Si hemos de creer a Alcázar de Velasco, uno de los cinco compañeros de Goya le confesaría, pasado el tiempo, que en la calle, antes de entrar, Goya le habría dado una instrucción muy concreta:
Cuando le saquemos a la calle [a Dávila] le pegas un tiro. Nadie sabrá quién ha sido.
Esta tesis, obviamente, se da de bruces con la versión que Hedilla montó de su propia vida, la de la instrucción de «cualquier cosa menos violencia» (y, si tan pacíficos eran, ¿por qué llevaban bombas?)
Según Ángel Alcázar de Velasco, quien disparó contra Goya fue Sancho Dávila. Lo cierto es que éste tenía una pistola del nueve corto y Peral, del nueve largo. La solución hubiera estado en la autopsia al cadáver de Alonso Goya; pero esa autopsia nunca se realizó, y no sabemos por qué. En alguna tumba salmantina puede estar, aún hoy, la respuesta a este misterio.
Tras detener a Sancho Dávila, los hedillistas se fueron a por Garcerán, pero éste les recibió a tiro limpio desde el balcón de su casa. Garcerán, a todas luces, estaba histérico. Ni siquiera bajó la guardia cuando llegó la guardia civil, al mando de Lisardo Doval. Les acusó de ser los asesinos de Calvo Sotelo, y siguió disparando.
Al día siguiente de estos sucesos, 18 de abril, se celebra sesión extraordinaria del Consejo Nacional de Falange. A pesar de que Lisardo Doval ha cerrado Salamanca, consiguen llegar todos, salvo, claro está, Dávila, que está preso. En su discurso ante el Consejo, Hedilla afirma, y es hecho que la historiografía tiende a dar por cierto, que Sancho Dávila tenía una lista de… ¡47 nombres!, de falangistas que pensaba cargarse. Los conjurados se justifican hablando de los rumores que había de creación de un gobierno Hedilla-Mola (un bulo que fue tajantemente desmentido por el propio Mola). Hedilla es elegido jefe de Falange. Esta vez sí que es recibido por Franco; no sólo eso, sino que el caudillo le anima a salir al balcón del cuartel general, donde ambos son vitoreados en medio de un larguísimo abrazo.
Los abrazos de Franco se hicieron famosos en aquellos años. Abrazó a Eisenhower de visita a España, y Ike no tardó en morir. Abrazó al padre de Hassan II de Marruecos y también se lo cargó. Abrazó a Hedilla, y…
El día 19, Hedilla parece haber ganado. Los miembros de las centurias de falangistas de Madrid, o sea los que habían llegado a Salamanca como poco para cesarlo (según otras versiones, creíbles a la vista de cómo se las gastaban en esa familia, para matarlo) son enviados al frente. Sin embargo, a las ocho de la noche de ese día, Hedilla recibe una carta de Franco con el texto del decreto de unificación y el discurso que el caudillo va a pronunciar. Has ganado para nada, chaval. A Hedilla se le reserva en el proyecto lo que desde entonces tuvieron los falangistas: la secretaría de un movimiento presidido por Franco.
Movimiento, además, sutilmente mutilado. El decreto de unificación por supuesto que reconoce la herencia que el franquismo le debe a la Falange, hasta el punto de asumir, para la organización del Estado, los famosos puntos programáticos elaborados por José Antonio y sus adláteres. Sin embargo hay, como ya he dicho, una sutil manipulación. Los puntos asumidos son 26, pero Falange tenía 27. ¿Cuál se quedó fuera? Pues se quedó el vigésimo séptimo, fruto en su día de interminables negociaciones entre José Antonio y su socio jonsista, Ramiro Ledesma. Apoyado por las fuerzas radicales de aquellas juntas de ofensiva, donde entonces militaban algunos irreductibles franquistas del futuro como José Antonio Girón, el punto 27, redactado por las JONS, era un rechazo puro y duro de cualquier colaboración o pasteleo con fuerzas o partidos políticos. José Antonio, tras numerosas negociaciones, idas y venidas asistido por una de las «cabezas» del falangismo, Vicente Gaceo, dejó aquella cosa tan categórica en una redacción algo más difusa, en la que se aseveraba que la Falange pactaría poco (pero pactaría), aunque sólo con las fuerzas «sujetas a nuestra disciplina». Esto último es lo que Franco, en el momento de la unificación, ya no podía asumir. Allí ya no quedaba más disciplina que la suya.
El día 20, Hedilla y Franco se ven de nuevo, aunque es de suponer que ya no son tan amiguitos. Aquí es donde se produce el único movimiento que, probablemente, Franco no ha previsto: la negativa de Hedilla a conformarse con la gavela y la poltrona del mando teórico de la Falange (negativa que le dotará, ante las futuras generaciones de falangistas, de esa aureola de honrado a machamartillo que aún conserva). A todas luces, los terminales franquistas buscan una salida airosa para el asunto: tanto Von Faupel como el embajador italiano, Cantalupo, ofrecen a Hedilla un exilio dorado; se niega. Así las cosas, Hedilla es detenido el 23 de abril y procesado por atentar contra la legalidad del triunvirato que le cesó. El 29 de mayo le acusan de haber querido derrocar a Franco. Dos semanas antes, los monárquicos se han incorporado al partido de Franco, Falange Española Tradicionalista y de las JONS; ya está todo atado y bien atado.
En junio, Hedilla es condenado a muerte dos veces. El 18 de julio es indultado, aunque no se lo comunican. A partir de ahí, es encarcelado en Canarias, al parecer en condiciones bastante deplorables, aunque relativamente pronto, a principios de los años cuarenta, su régimen se suavizará por una reclusión vigilada en Mallorca. El régimen, por lo demás, supo ser generoso con Hedilla, como lo fue con otros muchos falangistas a quienes, si el franquismo no les dio el Estado fascista que querían sí, por lo menos, les llenó el estómago. Hedilla fue nombrado Asesor Social de Iberia, trabajo por el que a mediados de los años 50 cobraba 7.500 pesetas (calculo yo que unos dos mil y pico euros de hoy en día); amén de haber sido en los años cuarenta responsable de la entrada de trigo en Baleares (y acusado de corrupción en la molturación) y haber hecho otros negocios y negocietes que implicaban cierta comprensión oficial.
En suma: los sucesos de Salamanca de abril de 1937 suponen la más grave disensión interior en el seno del bando franquista. A unos conspiradores (pues eso hicieron, conspirar) a los que la guerra les empezaba a ir sobre carriles (a finales del 36 creyeron ganarla), se les apareció, en el momento más inesperado, el problema de las disensiones internas y la lucha por el liderazgo dentro del principal partido de la partida, es decir Falange Española y de las JONS. En este sentido la decisión republicana de fusilar a José Antonio, que fue probablemente un tremendo error, estuvo a piques de salirles cojonudamente, pues nada de esto habría pasado si José Antonio hubiese sido canjeado por el hijo de Largo Caballero, como se intentó; o, en cualquier caso, hubiese conseguido pasar a zona nacional como lo consiguió Serrano Súñer o Fernández-Cuesta.
¿Quién muñó todo aquello? Bueno, en primer lugar, fueron las ambiciones personales. Las de Hedilla, Sancho Dávila y Garcerán, sobre todo. Doy por cierto que los tres se vieron, en algún momento, jefes supremos de Falange; momentos que, incluso, llegaron a ser simultáneos en el tiempo. Pero, más allá, sin duda influyeron los manejos de italianos y, sobre todo, alemanes, que querían un liderazgo fuerte, y a la vez manejable, en Falange. Frente a ellos se situó el equipo médico habitual de Franco que, si hemos de creer a Alcázar de Velasco, estaba compuesto por su hermano Nicolás, Sangróniz y Barroso, sin faltar la inevitable fuerza bruta de Lisardo Doval y la colaboración esporádica, pero entusiasta, de personas como Ladislao López Bassa u Orbaneja. Y Serrano Súñer. Porque, aunque el papel de Serrano Súñer en toda esta historia es difícil de delimitar, de lo que no dudo es de que existió. Fue el redactor del decreto de unificación, algo que no habría hecho de no haber estado en el epicentro del merdé. Y, además, está ese argumento que existe siempre en las conspiraciones, que es fijarse en quién se beneficia de ellas. Y quien mandó en Falange acabada la guerra fue, precisamente, Serrano.
Hoy en día, la expresión «memoria histórica» significa, en realidad, memoria histórica ligada a los logros de la República y la represión de que fueron objeto sus defensores. Esto, entre otras consecuencias, tiene la de que estos sucesos que hoy hemos intentado contar tengan más bien poco interés; no le será fácil a ningún estudiante conseguir una buena asesoría de tesis doctoral si lo que pretende es escribir sobre los sucesos de Salamanca. Es probable, sin embargo, que en bastantes puntos haya información de interés al respecto. En la Fundación Francisco Franco, si es que el caudillo fue sistemático en la guarda de documentación, que no sé; y si esa documentación está adecuadamente tratada y clasificada, que tampoco. En archivos, supongo que ya desclasificados, de las diplomacias alemana e italiana de la época, y puede que de otros países como Reino Unido o Francia, pues es seguro que estos movimientos fueron seguidos por muchos. En documentación que tal vez conserven las familias de algunos falangistas descollantes de la época. Y en algún cadáver enterrado. Pero, como ya digo, la actitud normal que tenemos ante estos hechos es olvidarlos, hacer como que no miramos.
Y esto hará que los sucesos de Salamanca permanezcan, per saecula saeculorum, como uno de los hechos más oscuros de la oscura Historia de nuestra guerra.
Extraido de JdJ
Cierra España.
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