¿Qué es lo que Cataluña ha pedido esencial, fundamental y categóricamente? Dos cosas en las cuales se puede reputar envuelta su aspiración de estos últimos años: una, el respeto a su lengua; otra, que las facultades que se conceden a la región, pocas o muchas, lo sean de modo intensivo. El cuánto, habéis dicho, desde el Sr. Cambó hasta Acción Catalana, que no os interesa; lo que interesa es la substancia de la autonomía en la función que se nos encomienda, a tal punto que inventasteis, con fortuna, el símil de la autonomía vertical y dijisteis: «Nada nos interesan muchísimas facultades trazadas horizontalmente con el Poder del Estado intercalado a cada momento; preferimos pocas, trazadas en sentido vertical, donde nosotros tengamos la potestad desde la base hasta la cúspide.» Pues esto también facilita la inteligencia.
En cuanto a la lengua, desde luego, porque en eso tenéis tal suma de razón, tan desbordante cantidad de razón que no habrá nadie en la Cámara que trate de cohibir vuestra expansión, ni siquiera de repetir conceptos ofensivos que otras veces eran corrientes y comunes contra vuestro idioma. En este trato de la lengua catalana ha radicado el mayor veneno de todo el asunto. No olvidará nunca que Prat de la Riba hablaba un día conmigo y me decía: «Si no fuera la cuestión de la lengua, quizás el tratamiento de todo lo que nos separa fuera meramente administrativo.» Aquellos testigos a quienes no entienden los Tribunales; aquellos otorgantes a quienes no comprenden los notarios; aquellos funcionarios que dicen al catalán: «¡Hable usted en cristiano!»; aquellos jueces y gobernadores que de tal modo atropellan una cosa que no se razona, porque es íntima, como nuestra sangre, como nuestra genealogía, como nuestro amor, como nuestro temperamento; todo ese desconocimiento de la lengua es la negación de una personalidad y frente a eso habéis protestado y os habéis indignado y os habéis sublevado. Y en este punto, toda la razón está de vuestra parte; pero, por fortuna, en estas Cortes republicanas, sobre eso, no hay cuestión: la lengua vuestra es tan sagrada para nosotros como la castellana. (Aplausos en la minoría catalana.)
Y ahora vamos a las facultades y al verticalismo. Sobre este punto pienso que el dictamen de la Comisión ofrece campo suficiente para la concordia. Me ocuparé, rápidamente, de los temas de escisión; pero antes debo subrayar los numerosísimos asuntos en que el dictamen reconoce esa autonomía vertical. Sirva de ejemplo el régimen local.
Se atribuye todo, de arriba abajo, a Cataluña; sin intromisiones de poder ninguno y lo mismo que éste los otros muchos conceptos que tiene el artículo correspondiente, y que no necesito citar porque todos los conocéis.
Conste, pues, que hay numerosas y verticales autonomías y la discusión ha quedado ya reducida virtualmente a media docena de puntos. Sólo con esto ya estamos proclamando la excelencia de todos cuantos estamos aquí. Vamos a elogiarnos nosotros, ya que fuera nos regatean el aplauso. (Risas.) Estamos proclamando la excelencia de cuantos estamos aquí: Gobierno, mayoría, minorías, diputados sueltos, todos; porque hemos conseguido una cosa que no tiene precedente en la historia política: vosotros, los que sois tan viejos como yo, por desgracia vuestra, habéis visto siempre tratar de las cuestiones catalanas en el Parlamento con párrafos inspiradísimos, con oleadas líricas, con acentos de indignación, con sublevaciones dramáticas, con apóstrofes violentos; pero con serenidad, con calma, con cordura, sin que se extralimite ningún orador, sin que haya una palabra disonante, manteniéndonos tardes y tardes en una atención que tiene algo de unción religiosa, como dándonos todos cuenta del concepto de nuestra responsabilidad y de la trascendencia de nuestra misión, no lo hemos visto hasta ahora. Los que son diputados noveles pueden tener el orgullo; nosotros tenemos, con el orgullo, la sorpresa. (Un señor diputado: Es la República.) Pues ya es bueno que el señor diputado que me interrumpe lo crea así, porque si él atribuye –yo no se lo censuro- a la República esa virtud taumatúrgica, yo le suplicaré que siga poniendo en ella la misma confianza cuando se sienta tentado de discrepar. (Rumores y risas.)
Y vamos a los contadísimos problemas que determinan contradicción en este debate. De ellos apartaré uno, el de la Hacienda, por dos motivos: primero, porque yo tengo una incapacidad nativa e incurable para entender de cuestiones financieras; la incompetencia mía en esto, más que una dolencia crónica, es algo así como una parálisis general progresiva. (Risas:) Como no entiendo de Hacienda y no quiero decir bachillerías apuntadas, más vale que me calle. Pero, por otra parte, no me preocupa eso demasiado, porque estoy bien enterado de que todo lo que es cuestión de números y de intereses materiales se resuelve fácilmente: la tela se corta centímetro más arriba o más abajo y se llega a la solución; es en los sentimientos, en las viejas ideas, es en la raíz de los espíritus donde se presentan los graves problemas, en los que no se puede regatear con tanta sencillez.
Primera cuestión: revisión del Estatuto. El Estado dice: «No puedo conceder un Estatuto que sea ya irreformable y al cual me encuentre atado por los siglos de los siglos. ¿A qué quedaría reducida mi potestad si este Estatuto que hoy hagamos, nunca, por nada ni por nadie, se pudiese alterar?» Y tiene razón el Estado.
Pero vosotros decís: «¿Qué Estatuto sería éste, al amparo del cual yo voy a organizar mi economía, mi sistema político, mis autoridades, mi burocracia, si me lo pudierais echar por tierra en una votación ordinaria de cualquier ley en Cortes ordinarias?» Y también tenéis razón; pero la solución está bien clara y la han apuntado los Sres. Hurtado y Abadal: el Estatuto ha de tener la categoría de un concepto constitucional, nada menos, pero nada más: es una pieza de la Constitución. Al hacer toda España, hacemos Cataluña con arreglo a este molde: queda, por consiguiente, esto engranado en la Constitución. ¿Cómo se reformará? Por los medios de reformar la Constitución: pudiendo ser Cataluña la que excite a la reforma, para lo cual siempre tiene libertad utilizando el quórum de Ayuntamientos, la votación plebiscitaria, etcétera. Ese es su derecho de petición. Y los demás, votando la propuesta del Gobierno o la de la cuarta parte de los diputados, que uno y otra pueden proponer la reforma de la Constitución y por ende la del Estatuto. Parece que éste es un camino bastante llano y sobre el cual se ha de llegar a un acuerdo sin gran esfuerzo.
Segundo tema, que no sé si ha sido apuntado antes de ahora, pero que a mí me preocupa: órgano de relación entre la región autónoma, si queréis el Estado-miembro, como en los regímenes federales, y la autoridad del Estado mayor o unitario. En el proyecto y en el dictamen no hay órgano alguno de relación; España desaparece. Si prevaleciese todo lo que pretendéis, desaparecería el Gobierno, la Audiencia, la Delegación de Hacienda, la Universidad, todo; sólo quedaría una cosa, aceptada el en propio Estatuto: el general de división. ¿Os habéis dado cuenta del alcance que tendría, más contra vosotros que contra el Estado mismo, que en las constantes ocasiones en que tendréis necesidad de hablar, durante muchos años, yo creo que durante siempre, con el Estado español, no tuvieseis más órgano de comunicación que un general divisionario?
Ya sé que vosotros estáis en la idea de que el órgano de relación es el presidente de la Generalidad: mas el concepto está un tanto necesitado de revisión; el presidente de la Generalidad, al fin y al cabo, brota como encarnación de uno de los dos, no digamos antagonistas, digamos dialogantes, y , por tanto, es parte en el pleito, ¡y él será el órgano de relación! Vosotros decís –alguno particularmente me lo ha dicho-: «Pues ocurrirá como con los alcaldes: los alcaldes también son del Ayuntamiento y, sin embargo, son el órgano de relación con el Poder central.» Sí, pero los que me hacéis esta observación tenéis que olvidar una cosa: que el Gobierno puede destituir a los alcaldes. ¿Es que aceptaríais un presidente de la Generalidad a quien el Gobierno pudiera destituir? Si yo fuera catalán, no lo aceptaría. Pero ¿es que vosotros vais a quedaros sin comunicación alguna con el Estado español, salvo la del general? No; hace falta un órgano. Como vosotros, los catalanes, sois mucho más propensos al humorismo de lo que la gente cree y sólo os emulan los asturianos, decís cuando se os habla de esto: «¡Ah! ¡El virrey, el pretor!» No, ni el virrey ni el pretor: el órgano de comunicación, con el nombre que se le quiera dar: gobernador, delegado, lo que se quiera.
Cuando hicisteis todos los diputados catalanes el proyecto de Estatuto para Cataluña del año 1919, encarnaba en él todas las funciones de un verdadero Poder moderador el gobernador general; debo reconocer que ese Estatuto no dice quién le nombra, pero de este propio silencio y de todos los antecedentes que se recuerdan de aquella época, puede inferirse sin temeridad que aquel gobernador general que aceptabais el año 1919 era un gobernador propuesto por el Estado español, con el cual se relacionaba el Parlamento catalán y que ejercía las facultades de Poder armónico, nombrando y separando a los ministros; no me atrevería a proponer en el día de hoy autoridad de competencia tan extendida, pero sí me permitiría preguntaros: ¿tantas cosas han pasado desde 1919 a hoy, que ya, desde aquel gobernador general que aceptabais todos, todos, incluso D. Francisco Maciá, se ha de llegar a la supresión absoluta de todo órgano de relación? Pues no me lo explico.
Vamos a la Justicia. ¿De quién ha de ser la Justicia? Por mi gusto, por mi criterio, del Estado central. Yo además tengo un deber de consecuencia porque ésa es la propuesta del anteproyecto de Constitución, y debo ser consecuente conmigo mismo; pero después de ser consecuente, soy lo bastante comprensivo para hacerme cargo de los motivos que tenéis vosotros para repugnar esta institución. Vosotros decís, es frase que tomo de uno de vuestros libros: «el que hace el Derecho, necesita tener el Poder para garantizarlo», y es una verdad; mas también es verdad esto otro, que en libros centralistas se lee: «una legislación uniforme debe recibir siempre una interpretación uniforme», y a mí me parece que por estos dos caminos se abre el cauce de la solución. Vosotros vais a tener una legislación peculiar, particularísima y exclusiva vuestra y otra legislación en la que no sois solos vosotros los árbitros; va a ser vuestro el Derecho civil de vuestra región, el que tradicionalmente ha iluminado vuestras familias y vuestras costumbres, y vais a tener un Derecho administrativo para todas aquellas funciones que van a quedar plenamente vuestras: pues bien, en eso que es totalmente vuestro, vuestro Derecho civil y vuestro Derecho administrativo, es congruente, es legítimo que tengáis los Tribunales de Justicia y que no entren los Tribunales del Estado a alterar para nada vuestra jurisprudencia. Es perfectamente lógico que en aquello sobre lo cual legisláis sin intervención del Estado, también juzguéis; pero aparte de eso, queda aquella amplia zona en que tenéis que estar en una convivencia con España; es todo el Derecho civil de obligaciones, recogido con España; es todo el Derecho civil de obligaciones, recogido en Suiza y en otras parte en Códigos especiales que escapan a la s particularidades de los Estados miembros; está el Derecho mercantil tendente, no a una unificación nacional, sino a una universalización de movimientos científicos y jurisprudenciales de más alto interés a cada instante para el Estado; está el Derecho penal, en el cual poderosas razones de humanidad aconsejan la unificación de sistemas y ordenamientos. Pues bien, en todo esto que no es lo peculiar de Cataluña, sino lo general de España, es legítimo que haya Tribunales de España, jurisprudencia española.
Orden público. Es esta cuestión acaso más ardua que las anteriores. Si hay en Cataluña una autonomía verdadera, con un delegado español que gobierne la Policía y la Guardia civil, las situaciones que se van a producir serán enormemente tirantes, enormemente trágicas; la posición de este funcionario español será muy para considerada. Ello parece que aconseja abrir la mano en este punto, como la abría el Sr. Ortega y Gasset; mas también tiene mucho peso la observación del Sr. Maura: «¿Es que en estos momentos de congoja por que atraviesa la sociedad española se puede desconectar la herramienta de la seguridad pública en Cataluña de la que actúa en otras partes? También esto es peligroso. Mirad los momentos que estamos atravesando, y que entre la montaña de Figols y los llanos de Sevilla hay alguna compenetración, no siendo cómodo para los Gobiernos velar por la seguridad de toda España si tienen que detener su iniciativa ante una región que dispone de organismos propios de seguridad. Y todavía, antes de examinar el caso, habrá que pararse en otro episodio: ¿Quién va a encarnar la región autónoma? Porque si la encarna en moldes y manifestaciones de Gobierno, toda Cataluña, en íntima, cordial y sincera compenetración, la confianza de parte de todos los demás puede ser mucho más grande; pero si el Poder encarnase en sector o partido que tuviera determinados compromisos, obligaciones o simples contactos en contra de otros sectores de Cataluña, habríais traído el reflejo de vuestros antagonismos a la defensa de la seguridad de toda España.
Bastan estos apuntes para dejar sentado que el tema, sin ser, ni mucho menos, insoluble –ninguno lo es-, merece una serena revisión.
Y vamos a lo de la enseñanza. En lo de la enseñanza me puedo equivocar, como en todo; pero yo lo veo con perfecta claridad. Yo estoy a vuestro lado en todo, y vosotros, si procedéis con la nobleza que os atribuyo y es merecida, vais a estar a mi lado en un punto: decís que queréis defender la cultura catalana; no me meto en ese distingo, propio de los profesores, de si existe o no una cultura catalana; a mí me basta con que creáis que la tenéis para que me parezca absolutamente respetable. Defensa de la cultura catalana: muy bien. Universidad catalana: perfecto; profesores: los vuestros; idioma: el catalán; sistemas de enseñanza: los que queráis. Así toda la organización universitaria, ajustada a vuestro antojo, a vuestro albedrío.
Pero no queráis que nos vayamos, porque ése es el punto en que nunca, nunca, un alma madrileña, un alma de cualquier región de España, os podrá entender. La autonomía quiere decir respeto a vuestra libertad, consideración y homenaje a vuestra lengua, a vuestra ciencia, a vuestras artes, a vuestros propósitos, a vuestra administración, a vuestros anhelos educativos, a todo; pero no quiere decir dimisión de nuestro deber ni escapada, como fugitivos, de un sitio en donde hemos actuado, quizá no con fortuna, pero ciertamente sin desdoro. (Muy bien, muy bien.) Eso es lo que hará que no nos entendamos, y en ese detalle podemos trazar una discusión; puede que no sienta la necesidad de tener Universidad alguna, que eso depende de vosotros; pero también puede que sienta esa necesidad. Un Estado maniatado ante vosotros, que se comprometa a dimitir de su función universitaria, eso no puede ser.
Una seña del Sr. Hurtado me tranquiliza porque demuestra que, por lo visto, su pensamiento no anda muy distante del mío; como yo tengo por el Sr. Hurtado una añeja estimación, me ha bastado ver que hace así (Signos afirmativos.) con el puño y con la cabeza para quedar completamente tranquilo y pasar a otro punto. (Rumores.) Pues todo esto, con ser tan importante, me parece que tiene un interés muy subalterno, porque, en definitiva, los pueblos no los hace la Gaceta; lo que importa más, porque en todo llegaremos a una coincidencia -¡no hemos de llegar!, ¡no faltaba más!, no pueden ocurrir las cosas de otra manera-, lo que importa más es el estado de espíritu, es que acometamos el nuevo sistema, unos y otros, con el alma limpia y la intención elevada. Si nos vamos a mirar siempre como adversarios, pensando en que nos va a engañar el otro, pensando cuándo el otro nos perturbará o nos sorprenderá, es inútil que discurramos el Estatuo literalmente más perfecto; no servirá de nada: es el estado de conciencia, es la limpieza del alma lo que tenemos que cuidar aquí unos y otros. Por eso creo yo que nuestro interés como parlamentarios consiste en que no fracasen los catalanes, ni los de la izquierda ni los de la derecha, todos me merecéis igual respeto y además estáis unidos en este problema; nuestro interés, señores diputados, es que estos hombres no vuelvan fracasados a Cataluña, que lleguemos a un acuerdo con ellos, prudente, justiciero y aceptado libremente por todos, porque si fracasasen ellos, detrás de ellos vendría una crítica que daría el mando, ya que no la razón, a los extremistas disolventes, y la autoridad moral de estos parlamentarios catalanes es un activo de España que el Parlamento no puede tratar con desdén.
En alguna ocasión se ha estado a punto de coincidencias, y malhadadas circunstancias las han hecho fracasar. Quizá pudo haber una coincidencia en el año 1907; testigo yo de mayor excepción de lo que era el movimiento de solidaridad de Cataluña en relación con el régimen local de D. Antonio Maura, he guardado siempre en mi ánimo la convicción de que si entonces se hubieran llevado las cosas por el buen camino, muchas de las que hemos visto después no las habríamos presenciado, porque era leal la actitud del Sr. Maura, y era leal, absolutamente leal, la actitud cooperadora de la gran mayoría de los políticos de Cataluña.
Y ya que he nombrado al Sr. Maura, me perdonará el señor Hurtado una leve rectificación a su discurso del otro día: quiere D. Miguel Maura que se la deje a él, pero no renuncio a hacerla. El otro día, en una efervescencia retórica, aludía el Sr. Hurtado a aquellos debates, y decía: «Ya veis: ¿qué queda del señor Maura? Nada. Y nosotros estamos aquí.» Señor Hurtado, sus señorías están ahí, con honor y satisfacción de todos; pero no es justo S.S. al decir que de Maura no queda nada: de Maura quedan las ideas, lo más grande que los hombres pueden dejar, y todos los hombres conservadores que queremos tener un sentido humano, racional y comprensivo del conservadurismo, de las ideas del Sr. Maura seguiremos nutriéndonos durante muchos años. Yo sé, Sr. Hurtado, que en lo íntimo del alma de S.S. hay una reverencia para el Sr. Maura, aunque el otro día no alcanzó una feliz forma de expresión: ahora la tiene sólo con ese sentimiento.
El otro momento en que pudo llegarse a la compenetración fue el de la Mancomunidad. Si la Mancomunidad hubiera sido cariñosamente tratada y aceptada por todos en lugar de ser degollada con la máxima inoportunidad, ¿no es posible que la Mancomunidad hubiera sido el cauce para desarrollar todas estas cosas con una facilidad que ahora, a veces, escasea? Pero, en fin, perdidas aquellas ocasiones, cojamos ésta. Y después de llegados al acuerdo, ¿cuál será el porvenir? ¿Es que ya nunca volveremos a oír ninguna estridencia de Cataluña? Quiero sumarme en este punto -¡ojalá tuviera nivel para sumarme en todo!- al concepto del Sr. Ortega y Gasset: no engañemos a la gente diciendo: «Esto es la terminación del problema. No. A mí pocas cosas me han hecho reír tanto en la vida como esos títulos y subtítulos ingenuos de ciertos libros que dicen: «Solución del problema social.» No. El problema social es una cosa en un devenir constante; es tan viejo como la Humanidad; tendrá sus cristalizaciones, sus encarnaciones diversas cada día, pero no hay nadie que lo resuelva con una ley ni con producto alguna de ninguna farmacopea.
Pues algo de esto pasa con problemas como los regionalistas, que están incrustados en la entraña del pueblo. Que nadie se llame a engaño si después de votar un Estatuto nos encontramos con unas palabras violentas del grupo: «Nosaltres sos» o del «Tot o res», o quien sea. Eso es inevitable; lo que importa es que no prenda en el ánimo de la generalidad de los catalanes; que sea la excepción; que sea el desconcierto; que sea el enojo contra ellos mismos. Pero que tendrá que haber siempre algo de esto, sería inocente desconocerlo.
Y entonces, ¿no habrá nunca tranquilidad? ¿No viviremos acordes? Nuevamente quiero ponerme aquí al lado del Sr. Ortega y Gasset: el Sr. Ortega y Gasset dijo un verbo que a mí me parece atinadísimo, el verbo «conllevar», que no todos recibisteis en su simpática y espiritual acepción, porque muchos han creído que quería decir «soportar». Yo creo que interpreto mejor a mi ilustre amigo el Sr. Ortega y Gasset, si pienso que conllevar quiere decir hacer juntos un camino teniendo que entenderse y ceder y transigir recíprocamente los que lo hacen, como pasa entre los seres que se estiman más: se tienen que conllevar el marido y la mujer, el padre y el hijo, los hermanos entre sí. Tendremos que seguir tramitando indefinidamente esta cuestión, que por su propia naturaleza no puede resolverse de un plumazo, y el que crea otra cosa se engaña y corre el peligro de engañar a los demás. Entonces argüirá algún pesimistas, ¿siempre en detrimento de España? ¡Ca! La vida es más compleja de lo que creen algunos glosadores. En 1714 Cataluña yacía bajo la garra incomprensiva de Felipe V, que la imponía la ley del vencedor, y quedaba en su ánimo reconcentrado un enrome acervo de protesta y de indignación. Pues no había pasado un siglo, y en 1793 Cataluña era la vanguardia de la defensa de España frente a la Revolución francesa, y se hizo entonces lo que por antonomasia se llamó la guerra grande (bien ajenos aquellos abuelos nuestros de lo que habían de ser guerras grandes andando el tiempo), en que Cataluña, con sus modos y maneras peculiares, defendió la unidad de España. ¿Por qué? Porque había brotado para todos los españoles un sentimiento de alarma ante el criterio revolucionario, una identificación, muy poco merecida, en el respeto a Carlos IV y a su familia, y una sublevación ante la decapitación de los reyes de Francia. Y aquella guerra fue un gran servicio de Cataluña a España.
Si me perdonáis una digresión, que durará sólo un minuto, os diré un episodio característico de esa campaña. Se batían entonces en el Pirineo catalán los somatenes, como ellos son, como los hemos conocido antes de que los falsificase la Dictadura (Risas.): los hombres del campo, que defienden la libertad y la seguridad de su patria, y el general francés envió un recado al general español, diciéndole: «No estoy dispuesto a tolerar que bandas de paisanos desarrapados ataquen a mis soldados; por consiguiente, no guardaré la ley de la guerra sino al ejército regular. En cuanto mis tropas cojan a un paisano con armas, lo fusilarán sin formación de causa.» Y el general español, hombre bondadoso (creo que era el conde de la Unión; ya debía haber muerto el general Ricardos), dijo esto a los catalanes y les invitó a ponerse una insignia, una simple insignia, que le permitiera a él decir que eran tropas regulares. Los catalanes dijeron que no querían, que ellos no se sometían a una uniformidad y que ellos no eran tropa regular; que ellos eran ciudadanos en armas y preferían perder la vida fusilados a cobrar garantías formando parte de un ejército regular, al que no querían pertenecer. Fueron con sus modos a la defensa de España. Y muy pocos años después llegó la guerra de la Independencia y brotó otro sentimiento común en Cataluña y en España entera, y tan altos como Gerona quedaron otros pueblos, pero más altos, no. Y poco más tarde surge la brutalidad, la enorme brutalidad, la deshonrosa e infamante brutalidad de las guerras civiles, y los catalanes participan en ella tan ciegos y obcecados como cualquier otro español, y de Cataluña salen figuras como la de Cabrera y movimientos políticos como el de los Apostólicos; y cuando en época de bonanza queréis hacer una muestra esplendorosa de vuestra producción y de vuestras iniciativas, organizáis las dos Exposiciones memorables, la del 88 y la reciente; y no lo hacéis para vosotros solos, y sois vosotros mismos los que planteáis conuntamente, simultáneamente, sin parar en si os perjudicaba, con la Exposición de Barcelona, la de Sevilla, rindiéndoos a un ideal de arte que era superior a vuestra propia convivencia. Y llega la Dictadura, y el día de la sublevación del general, los catalanes –no me digáis que vosotros precisamente, no; me es igual- se equivocaban, como los demás españoles, porque se habían sumado a una protesta política con el resto de los españoles, y en la estación vitoreaban al dictador que les había de defraudar muy pocos horas más tarde; pero su ceguedad era la misma que la de los españoles. Y cuando llegó la política atropelladora para Cataluña y el dictador vejó vuestra Lengua, fuimos intelectuales castellanos los que libramos una batalla a vuestro lado dirigiendo mensajes al Poder público y defendiendo el catalán con el mismo fervor y con más indignación que si se tratase de nuestra Lengua, para la cual, venturosamente, no conocimos ningún atropello.
Y ahora ha llegado el momento de la proclamación de la República y en vosotros la inspiración de la libertad se ha puesto por encima de todo el sentimiento catalanista, porque, ¿qué duda cabe, señores diputados, que si el día de la proclamación de la República, Barcelona hubiera sido in transigentemente catalanista, no estaríamos donde estamos? Y, sin embargo, ellos aceptaron la fórmula que se quiso proponerles para que tramitáramos el pleito en común. ¿Pues qué significa esto, señores diputados? Que la cuestión no es de regateo, no es de desconfianza; es de ideal común, de elevación en las aspiraciones, de poner en el cielo el alma encendida y, en eso, los propios catalanes nos marcan el camino.
Cuando el Sr. Cambó ha escrito un libro titulado Por la concordia, que todos conocéis, no ha sido para disgregar, ha sido para fundir y ha dicho: «Fundámonos en un ideal, en el ideal ibérico.» Y luego, el Sr. Bofill y Martas, de significación absolutamente opuesta, en otro libro dice: «El Sr. Cambó no tiene razón; no es ése el ideal; el ideal es que España unida, compenetrada con los pueblos del Norte, constituya unas tenazas que coloquen a la Sociedad de Naciones en su sitio y la doten de una idealidad y de un programa práctico.» Es decir, que estos mismos catalanes buscan para la convivencia un ideal superior a lo íntimo del área española. Pues, señores diputados, el camino es ése. Hagamos el Estatuto con las modificaciones indicadas o con otras que sean más acertadas; lleguemos a un acuerdo; llevemos a la La Gaceta el fruto de nuestra deliberación, que sólo con llegar a término por vía tan limpia como esta en que se desarrolla, ya será ejemplo para la Historia, pero sobre todo, pongamos el alma en una obra de compenetración efusiva y busquemos para España, para España –en satisfacción de D. Miguel de Unamuno-, para España entera, ideales elevados que borren todos nuestros distingos, nuestras diferencias, nuestras pequeñas disensiones. La fórmula es bien sencilla –casualmente la dio también un catalán-: ahogar el mal en la abundancia del bien. (Grandes y prolongados aplausos en toda la Cámara.
Cierra España.
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