Alonso de Armiño - Diario de Sesiones, 6 de mayo de 1932
Señores diputados, el grupo parlamentario a que pertenezco me ha designado para tomar parte en esta discusión. Es éste un honor completamente desproporcionado con mis escasos méritos, y pretenderle hubiese sido una prueba de audacia, de la que soy incapaz; pero no se me ha ofrecido en tales términos y en tales condiciones, que me fue imposible rehusarle. Al aceptarlo contaba, señores diputados, con vuestra indulgencia, que yo he de reclamar hoy con más ahínco que otras veces, porque más que nunca la necesito. Las dificultades que mi posición había de llevar siempre consigo están noblemente agravadas con el hecho de tener que hacer uso de la palabra después de los elocuentísimos discursos que habéis oído. No obstante, tengo alguna esperanza de que mi intervención en este debate no será totalmente infructuosa, porque si estoy bien seguro de que en mi pobre y desmañada palabra no ha de brillar la elocuencia, espero que pueda la emoción llegar a mis labios; y éste es un problema, como ha dicho muy bien el señor Sánchez Román, en el que la parte sentimental juega importante y decisivo papel.
Discrepo, sin embargo, de la autorizada opinión del Sr. Sánchez Román en que me parece que el elemento sentimental no puede ni debe ser apartado del problema; constituye parte de su esencia, gran parte de su importancia, y dejarla a un lado sería mutilarle. Pensad, señores diputados, que nosotros podemos resolver este problema de las facultades que se van a ceder a Cataluña con la misma impasible frialdad con que podríamos discutir las atribuciones del Consejo de Instrucción Pública o las del Consejo de Sanidad, es no darse cuenta de la verdadera trascendencia e importancia de la cuestión. Indudable, indiscutiblemente, de los gravísimos problemas que se han visto obligadas a abordar estas Cortes, ninguno ha producido una mayor expectación, ninguno ha conmovido más hondamente a la opinión que éste; estoy por decir que ni aun el problema religioso. Cierto que para todo espíritu creyente –y creyentes lo somos todos, porque aun en la negación sectaria hay un cierto modo de fe al revés- el problema religioso ocupa siempre el primer plano de la conciencia, pero la fe tiene la característica de que es fuente y raíz de esperanza; de manera que cualesquiera que sean las vicisitudes por que en el orden religioso pasen los pueblos, queda siempre el convencimiento de que esas situaciones de persecución, esos tiempos de borrasca han de ser transitorios y más pronto o más tarde han de triunfar los ideales. Pero el problema actual, señores diputados, con instinto seguramente certero, vislumbra el pueblo español que se está tratando una cuestión que si se resuelve mal es probable, es posible, me atreveré a decir que es seguro que no tendrá fácil arreglo.
Cuando el Sr. Maura, en el elocuente discurso con que inició este debate, trataba de las distintas posiciones que era posible adoptar enfrente de él, decía que una de estas posiciones era la de la negación de la realidad del problema, la de aquellos que dicen que es algo artificial y ficticio, no un problema vivo, encarnado en la entraña misma de la realidad, y decía, a mi juicio con acierto, que esta posición no tendría seguramente defensores dentro de la Cámara. En efecto, señores diputados, para mí la realidad del problema actual es manifiesta, es evidente: sobre la mesa está el Estatuto. Ha venido aquí un Estatuto formado por eminentes personalidades de Cataluña, aprobado por sus Ayuntamientos, ratificado por un plebiscito. Ya sé yo que no sólo en el resto de España, sino en Cataluña misma, se dice y se sostiene que en ese plebiscito hay mucho de aparatoso, mucho de amañado, mucho de artificioso, que no es expresión real y verdadera de la voluntad de Cataluña. Quizá sea así; yo así lo creo; pero yo os digo que es cuestión que no me interesa dilucidar, porque para lograr amañar un plebiscito que afecta a una región entera, para lograr sumar a su favor el voto de los Ayuntamientos todos, se necesita una fuerza real y efectiva en esa región. Es imposible que se convenza nadie de que sin una fuerza considerable puede lograrse un resultado semejante.
De manera que para mí ese Estatuto es demostración palmaría de que el problema es un problema real y es un problema vivo, y en presencia de él la actitud natural, el orden lógico exigen que nosotros nos esforcemos, primero, en definirle y determinarle bien, en situar el verdadero estado de la cuestión, y después en buscarle solución; en buscarle solución si la tiene, si la solución es posible, porque entre las hipótesis que no pueden ser a priori desechadas está, señores diputados, la de que éste sea un problema de solución imposible. Los razonamientos matemáticos aplicados a un problema no siempre llevan a resolverlo; en muchos casos conducen a patentizar que no puede resolverse, que la resolución es imposible y esto es obtener un resultado y un resultado estimable, porque conocer que un problema no se puede resolver, evita el gasto de fuerzas empleadas en la ineficaz tarea de querer resolverlo y, al mismo tiempo, puede orientar bien respecto a lo que, en lo sucesivo, puede hacerse.
Cuando un problema es insoluble, resta averiguar si lo es porque esté mal planteado, y en este caso es indicado buscar un planteamiento nuevo que permita la solución, y cuando el problema es insoluble, no por mal planteado, sino por la naturaleza del mismo, entonces quedan todavía por estudiar los caminos que hay que seguir de no resolverlo, a fin de poder aminorar los daños que de ello pudieran surgir.
Este es, por tanto, el esquema de lo que va a ser mi discurso, en el que procuraré molestar vuestra atención lo menos posible, y aquí es donde yo digo, señores diputados, que no es lícito eliminar el aspecto sentimental y aun pasional de la cuestión.
¿En qué consiste la cuestión catalana? ¿Cuál es el problema catalán? El problema catalán, señores diputados, a mi modo de ver, consiste en que hay una masa de opinión considerable en Cataluña que se cree dominada, oprimida por el resto de España, por lo que allí llaman genéricamente Castilla, que no es la Castilla clásica e histórica, sino que es toda España, con excepción de Cataluña, y, a lo sumo, de aquellas otras regiones que tienen pendientes con España pleitos semejantes al pleito catalán.
Cataluña se considera oprimida, Cataluña se considera dominada, Cataluña se considera sometida, y esto crea un estado pasional, un estado sentimental intenso, en el cual se presenta como reivindicación el lograr una libertad de la que creen carecer. Este es el problema.
Que el problema apasiona en Cataluña, es indudable. La solución que se le busque, por tanto, tiene que ser de tal naturaleza que ese estado pasional de Cataluña cese. S no, no habremos conseguido nada. Y aquí mi discrepancia en el punto de vista con el ilustre orador que me ha precedido en el uso de la palabra, el Sr. Sánchez Román, que decía: «Este es un problema que ha de resolver la inteligencia; es preciso que con toda frialdad lo examinemos.» Bien está señores diputados que procuremos refrenar todo movimiento pasional que nos perturbe el juicio en momentos tan solemnes. Justo es que procuremos aquella frialdad indispensable para que el dictamen de la razón no se extravíe; pero, señores diputados, pensar que por simple juego del raciocinio se va a resolver este problema, es mutilarlo, es considerarlo de una manera incompleta.
El problema catalán se ha de resolver de tal suerte que Cataluña quede satisfecha, que ese espíritu de reivindicación que en Cataluña se nota se considere atendido; en suma, que el estado pasional de Cataluña cese. Si no, no hemos hecho nada. Veo signos de aprobación de los señores catalanes y me complace que así lo estimen ellos también.
Pero con plantear así el problema, señores catalanes, no hemos planteado más que la mitad del mismo, porque aquí siempre que del problema catalán se trata, hay, a mi juicio, esa deficiencia que yo quiero subsanar, porque si apasionamiento hay en Cataluña, sin en Cataluña hay quejas contra el estado jurídico actual, es innegable también que hay una gran corriente sentimental en la parte española que no es Cataluña. Si vosotros apasionadamente lucháis por unas reivindicaciones, apasionadamente también el resto de España se opone, en mucho, a esas pretensiones. Al estado pasional de Cataluña responde otro estado pasional del resto de España, y si nosotros intentásemos resolver el problema con los ojos puestos en Cataluña solamente, no lo resolveríamos, a lo sumo lo desplazaríamos, y el descontento que hoy se nota en Cataluña podría notarse en el resto de España. Y entonces, señores diputado, ¿qué habremos conseguido? Nada.
Por lo tanto, la solución, si solución ha de tener este problema, tiene que ser una solución de concordia y armonía, una solución que a vosotros, catalanes, os satisfaga, y que a los que no somos catalanes nos satisfaga igualmente; algo que en vosotros pueda borrar la idea de esa opresión que vosotros sentís o creéis sentir, y, al mismo tiempo, que en nosotros no deje el resquemos de que se ha violado y se ha quebrantado algo que nosotros consideramos como fundamental en la vida de la nación española.
Creo que el problema lo he planteado con franqueza. ¿Es cierto, está justificado ese sentimiento, que reconozco existe en Cataluña, de protesta, de reivindicación? Yo creo que no. Castilla, señores diputados, tuvo siempre un pensamiento político. En un discurso memorable, el señor ministro de Instrucción Pública hoy, de Justicia entonces, decía, haciendo seguramente justicia a Castilla: «De todas las regiones españolas, es Castilla la que ha tenido un pensamiento político.» Y es verdad. Desde que Castilla nace, en los tiempos de la Reconquista, como un pequeño pueblo al pie de la peña de Amaya, alienta en ella un pensamiento, una aspiración, un ideal que ha sido el móvil de todos los actos de su historia: el de constituir una gran nación y una gran unidad, cuyos límites fuesen los de la Península ibérica. Ese pensamiento aparece siempre en la historia castellana como una aspiración de sus hijos. Pero si Castilla ha tenido este pensamiento no se podrá, sin notoria injusticia, acusarla de espíritu imperialista, de espíritu conquistador, de espíritu violento, porque ese ideal de la constitución de un gran pueblo, de una gran nación, lo ha buscado siempre Castilla por medios de concordia y de armonía. No hay una sola región, no hay un solo trozo de la Península ibérica que pueda, con razón, decir que si pertenece a la unidad española es porque Castilla le ha dominado por la fuerza. Jamás, jamás la conquista ni la violencia sirvieron de instrumento a Castilla para realizar el pensamiento de la constitución de una gran nacionalidad. Fue, por acuerdo de los demás pueblos, por identificación de su sentir y de sus ideales, como Castilla, poco a poco, realizó esa gran obra unificadora.
Cuando la obra de la unidad culmina en el matrimonio de los Reyes Católicos; cuando se unen los dos pueblos, que entonces sumaban la totalidad de los pueblos cristianos de la Península, Castilla y Aragón, se da el caso, señores diputados, de que Castilla está representada por la hembra, doña Isabel, mientras Aragón lo está por el varón, D. Fernando, y se produce este resultado que, a primera vista, pudiera parecer paradójico, pero que a mí me parece providencial: que el Estado más grande, el más poderoso, el Estado castellano, es el que teme por su independencia, y también el que siente el regalo de la intromisión del otro Estado más débil, creyendo que en este matrimonio la autoridad natural del varón, ejerciéndose sobre la hembra, puede significar una limitación de la independencia de Castilla. Y no es Aragón, el pequeño, el menos poderoso, el menos extenso de los Estados; es Castilla, el más grande, el más fuerte, el que recaba seguridades de que Aragón no dominará a su régimen, seguridades que cristalizan en aquella célebre fórmula del «Tanto monta», que es la leyenda del escudo de los Reyes Católicos.
Esta es Castilla; pero contra ella soléis también, señores, lanzar otra acusación. Decís que Castilla es asimilista, que Castilla ha tenido la pretensión de acabar con todas las diferencias regionales y de imponer su fuerza, de imponer su idioma, de imponer sus costumbres, de imponer sus leyes a los demás pueblos españoles; y contra eso yo os digo, señores diputados catalanes, que si con toda imparcialidad y serenidad examinamos la cuestión, veremos que el hecho de que después de muchos siglos de constituida la nación española subsista aún en todas partes la diferencia de legislación de derechos civiles que perdura en los países forales, y que el caso de que podéis todavía hablar de un hecho diferencial entre vosotros y nosotros existe, están demostrando de una manera palmaria que la política de Castilla n ha estado inspirada en propósitos asimilistas. Haciendo caso omiso de estos últimos años, en los que envenenando la pasión el problema ha podido inspirar desviaciones del camino recto, ¿podríais citar algún caso, algún hecho en que este afán asimilista de Castilla se demuestre? Indudable e indiscutiblemente no.
Quiero, por último, someter a vuestra cordialidad otra consideración. Cuando un político, después de una larga vida pública, en la que ha ocupado los más altos cargos, llega a la vejez pobre, esta pobreza constituye, indudablemente, un timbre de gloria; porque este hombre habrá podido cometer errores, pero es indudable que los errores no los inspiró el egoísmo ni la codicia. Pues bien; Castilla, la pobre Castilla, la de los campos yermos, pobre, con esa pobreza que alguna vez, de modo poco delicado, se nos ha echado en cara, tiene ese título de gloria y puede exclamar: «Decía que hemos tenido la hegemonía en España, que hemos dominado en la nacionalidad española.» Pues bien; este pueblo es el pueblo más pobre de España, y mientras ve –con satisfacción lo digo- la riqueza de los pueblos que la rodean, puede ostentar su miseria como un timbre de gloria; puede decir que no ha inspirado nunca su política en móvil egoísta, cualquiera que él sea. Esto merece, creo yo, alguna atención. (Muy bien.
Cierra España.