sábado, 5 de diciembre de 2009

SUCESOS EN 1933.12ª parte.(Fundacion FEJONS.Continuacion)BIS I.



El falangismo tiene orígenes puramente españoles. Nace mediante la unión de grupos políticos, antes de la Guerra Civil, que pretenden recuperar la grandeza de España. Como ya hemos explicado antes, el país ha perdido su prestigio y ha dejado de ser el gran imperio que fue. Ramiro Ledesma y Onésimo Redondo fundan las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, las JONS, a la búsqueda de los sindicatos verticales entre otras cosas. José Antonio Primo de Rivera y Julio Ruiz de Alda promueven un movimiento con el que pretenden lograr un nuevo Estado español sindicalista. En octubre de 1933 fundan Falange Española. En 1934 los dos grupos se unen formando Falange Española de las JONS, y al mando quedará, finalmente José Antonio. Sus movimientos son mayoritariamente contra el marxismo.


José Antonio Primo de Rivera afirmó que el sistema democrático de partidos es “el más ruinoso sistema de derroche de energías”. Quien ha de dedicarse a ganarse la simpatía del pueblo pierde demasiado tiempo, tiempo que debería dedicar a la política efectiva.

“Un hombre dotado para la altísima función de gobernar, que es tal vez la más noble de las funciones humanas, tenía que dedicar el ochenta, el noventa o el noventa y cinco por ciento de su energía a sustanciar reclamaciones formularias, a hacer propaganda electoral, a dormitar en los escaños del Congreso (…); y si, después de todo eso, le quedaba un sobrante de algunas horas en la madrugada, o de algunos minutos robados a un descanso intranquilo, en ese mínimo sobrante es cuando el hombre dotado para gobernar podía pensar seriamente en las funciones sustantivas de Gobierno.”

Además, la democracia y el sistema electoral pertinente representan una causa para la división social y la confrontación de los partidos políticos. Al mostrarse contrario a un factor que provoca división y enfrentamiento, José Antonio añade otro punto en conformidad con el fascismo.

“Y así, siendo la fraternidad uno de los postulados que el Estado liberal nos mostraba en su frontispicio, no hubo nunca situación de vida colectiva donde los hombres injuriados, enemigos unos de otros, se sintieran menos hermanos que en la vida turbulenta y desagradable del Estado liberal.”
Acorde también con la ideología fascista, realiza una crítica del egoísmo capitalista y burgués:

“Y, por último, el Estado liberal vino a depararnos la esclavitud económica, porque a los obreros, con trágico sarcasmo, se les decía: "Sois libres de trabajar lo que queráis; nadie puede compeleros a que aceptéis unas u otras condiciones; ahora bien: como nosotros somos los ricos, os ofrecemos las condiciones que nos parecen; vosotros, ciudadanos libres, si no queréis, no estáis obligados a aceptarlas; pero vosotros, ciudadanos pobres, si no aceptáis las condiciones que nosotros os impongamos, moriréis de hambre, rodeados de la máxima dignidad liberal.”

También critica el marxismo porque, aun siendo “una reacción legítima contra la esclavitud liberal”, el socialismo es materialista, vengativo y fomenta la lucha de clases. El rechazo de Ramiro Ledesma será mucho mayor.

“El socialismo, sobre todo el socialismo que construyeron, impasibles en la frialdad de sus gabinetes, los apóstoles socialistas, en quienes creen los pobres obreros, y que ya nos ha descubierto tal como eran Alfonso García Valdecasas; el socialismo así entendido, no ve en la Historia sino un juego de resortes económicos: lo espiritual se suprime; la Religión es un opio del pueblo; la Patria es un mito para explotar a los desgraciados. Todo eso dice el socialismo. No hay más que producción, organización económica. Así es que los obreros tienen que estrujar bien sus almas para que no quede dentro de ellas la menor gota de espiritualidad.”

Defiende José Antonio aquello que unifica, sobre todo, a la Patria: “Que todos los pueblos de España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino.”

Sin embargo, y a diferencia de las otras ideologías, hay una visión cristiana en el discurso falangista: “Queremos que el espíritu religioso, clave de los mejores arcos de nuestra Historia, sea respetado y amparado como merece, sin que por eso el Estado se inmiscuya en funciones que no le son propias”.

Ramiro Ledesma fue el artífice de las consignas falangistas, la parte más revolucionaria de FE de las JONS. Detractor de la especulación (como Germán Bernácer, economista alicantino antecesor de Keynes), de los sistemas constitucionales, del racionalismo.

Según Ledesma, y coincidiendo con el planteamiento mussoliniano, el poder no descansa en el pueblo, sino en el Estado: “El nuevo Estado será constructivo, creador. Suplantará a los individuos y a los grupos, y la soberanía última residirá en él, y sólo en él.”

A diferencia del fascismo corporativista, defiende un Estado sindicalista: “Así el nuevo Estado impondrá la estructuración sindical de la economía, que salve la eficacia industrial, pero destruya las «supremacías morbosas» de toda índole que hoy existen. El nuevo Estado no puede abandonar su economía a los simples pactos y contrataciones que las fuerzas económicas libren entre sí. La sindicación de las fuerzas económicas será obligatoria, y en todo momento atenida a los altos fines del Estado.”
Ramiro también, en este mismo discurso, enuncia una serie de puntos en los que se basa su teoría política: El poder es del Estado, donde hay libertades políticas limitadas por el propio Estado, y el hombre ha de convivir en el Estado. Las teorías marxistas deben ser superadas, y es de vital importancia la eficacia económica, la cultura española debe ser fomentada así como la formación académica y universitaria, estructuración sindical de la economía, el trabajo es el factor más importante. Exaltación de los valores de España, y revolución. Entre otros.

La tramitación parlamentaria de la ley de 1933.


La adopción de la circunscripción provincial, los topes y la segunda vuelta respondían, por tanto, a un interés político indudable. De todo esto dio fe la postrera reforma de 1933. En un contexto en que la conjunción republicano-socialista ya se hallaba cuarteada, y en el que la división de los partidos que sostenían el régimen había propiciado el triunfo de las derechas en no pocos de los ayuntamientos en disputa tras los comicios municipales de 23 de abril de 1933, el gobierno de Azaña presentó el 1 de junio de ese año un proyecto de ley que agudizaba más aún, si cabe, el sentido mayoritario del decreto de mayo de 19317. En realidad, republicanos de izquierda y socialistas patrocinaban una disposición de un solo artículo que modificaba no la ley de 1907 sino el decreto de 8 de mayo de 1931 (que había sido convalidado por las Cortes constituyentes el 15 de octubre del mismo año). Se exceptuaban de esta reforma los artículos cuarto y quinto del decreto, referidos a las incapacidades e incompatibilidades para ser admitido como diputado, que quedaban explícitamente derogados. Los cambios afectaban, fundamentalmente, a los comicios municipales. No podía ser de otra maneradado que la experiencia electoral de abril de 1933 había resultado ejemplarizante y que los siguientes comicios de importancia, previstos para noviembre, habrían de renovar todas las corporaciones locales del país (aún cuando, como es sabido, ya nunca habría elecciones de este tipo en todo el periodo republicano, exceptuando las celebradas en enero de 1934 en las provincias catalanas). La ley suprimía los distritos para las elecciones municipales: todo el término municipal constituiría, a partir de entonces, una sola circunscripción a efectos electorales. Continuaría rigiendo el voto restringido, con proporciones parecidas al decreto de 1931. Así, en el lugar donde se eligieran treinta concejales, los electores sólo podrían votar a veinticuatro, “donde 29, 23; donde 28, 22; donde 27, 21; donde 26, 20; donde 25, 20; donde 24, 19; donde 23, 18; donde 22, 17; donde 21, 16”, esto es, reservando a las mayorías entre el 75 y el 80 por ciento de los puestos de concejal. Para alcanzarlos en primera vuelta, todos los candidatos triunfantes habrían de reunir al menos el cuarenta por ciento de los votos escrutados.

Las reclamaciones y protestas en las elecciones municipales quedaban bajo la jurisdicción de las Salas de lo Civil de las Audiencias territoriales, si se habían sustanciado en las capitales de provincia, y de las Audiencias provinciales en el resto de los municipios. Las autoridades judiciales habrían de resolverlas, además, en un plazo no superior a treinta días. Las corporaciones municipales se renovarían por mitades atendiendo a un criterio relativamente proporcional. Así los concejales elegidos en 1931 habrían de clasificarse en dos grupos: “el primero formado con los concejales proclamados por la candidatura mayoritaria y el segundo con los concejales proclamados por la candidatura minoritaria”. A cada grupo habría de sustraerse un número de puestos en correspondencia con las vacantes que hubieran tenido lugar, completando esta cifra hasta la mitad de los puestos totales o a uno más si la cifra era impar, con un número de concejales cesados mediante sorteo. El objetivo de articular dos grupos para estas operaciones era, sin duda, evitar la posible desaparición de los concejales de la minoría si un único sorteo se celebraba para toda la corporación, así como la disminución artificial de la mayoría si las suertes hubieran sido desfavorables para ella. El gobierno habría de determinar, utilizando el censo de 1930, el número de concejales que correspondía a cada corporación. La supresión de la elección municipal por distrito y la ampliación a las grandes ciudades de la proporción, que otorgaba a la lista vencedora entre tres cuartos y cuatro quintos de todos los puestos de concejal, suponían una agravación notable del principio mayoritario, agravación que pretendía atemperarse con el establecimiento de una barrera como la del cuarenta por ciento para alcanzar las concejalías en primera vuelta. En líneas generales, este sistema consagraba sin rebozo la segunda vuelta y las candidaturas de coalición, así como una fortísima prima de escaños a la lista vencedora.

La agudización del sistema mayoritario de voto respecto a 1931 resultaba también perceptible en lo que concernía a las elecciones para diputados a Cortes. El número de ciudades con circunscripción propia se redujo al aumentar el guarismo necesario para constituirse como tal a 150.000 habitantes. Esto suponía, en la práctica, un descenso del número de circunscripciones totales que pasaba de sesenta y tres a sesenta y, por tanto, la desaparición de las demarcaciones electorales de Cartagena, Córdoba capital y Granada capital. El requisito de que los candidatos triunfantes en primera vuelta obtuviesen como mínimo el cuarenta por ciento de los sufragios fue establecido de la misma forma que para los comicios municipales, doblando así la barrera del veinte por ciento establecida por el Gobierno Provisional. Para todo lo demás, seguirían rigiendo el decreto convalidado de 1931 y la ley electoral de 1907. El proyecto del gobierno pasó a la Comisión de Presidencia que, en lo que a las elecciones a Cortes se refiere, introdujo algunas modificaciones. Por de pronto, suprimió las circunscripciones de Ceuta y Melilla que pasarían a engrosar las de Cádiz y Málaga respectivamente. También modificó el porcentaje de votos necesario para obtener el escaño rebajándolo al treinta por ciento e introdujo un límite de sufragios por abajo, el doce por ciento, que habrían de superar los candidatos para pasar a segunda vuelta.

En líneas generales, el dictamen de la Comisión no satisfizo no ya a las oposiciones sino a buena parte de los diputados gubernamentales. La lectura de éste tuvo lugar en la sesión del 4 de julio de 1933. Contra el dictamen se levantó, en primer lugar, un diputado de la ORGA, Ramón Suárez Picallo. Éste se mostró partidario de la representación proporcional aseverando, con rotundidad, que “el sistema de mayorías y minorías… no es representativo de la voluntad popular”, y abjurando de las coaliciones electorales. El diputado coruñés impugnó el sistema mayoritario porque concentraba el voto en dos grandes partidos y perjudicaba a los partidos regionales, expulsaba del sistema a masas que actuaban con criterio corporativo y, por último, fomentaba la abstención. Rechazó, además, la desmesurada prima a la mayoría afirmando que en casi todos los países democráticos con sistema mayoritario la proporción establecida era de dos tercios para la mayoría y el tercio restante para la minoría. Reivindicó el proyecto  DSCde ley electoral de la Comisión Jurídico-Asesora de 1931 que introducía la representación proporcional, y denunció los efectos de la misma existencia de una segunda vuelta electoral:

“Ponéis… esa auténtica trampa que significa la elección de segunda vuelta, ya que esa segunda vuelta representa que los que han ganado la elección en la primera vuelta irán al copo en la segunda… Yo no quiero suponer, Sres. Diputados, que este principio del proyecto de ley Electoral esté inspirado por el temor a que triunfen determinados sectores de la opinión española. Si esto es así, no es muy leal que digamos declararnos una República democrática”.

Por último, a fuer de diputado de un grupo regional, abogó porque las mismas regiones constituyesen las circunscripciones electorales. Sin cuestionar que el discurso fuese coherente con sus principios ideológicos sentidos, no cabe duda que la petición de circunscripciones regionales pretendía favorecer las expectativas de un partido como el suyo, movilizando a la opinión sobre la base de intereses y programas marcadamente regionalistas.

Suárez Picallo había abogado por una ley electoral completamente nueva, derogando la legislación anterior, y por ello decidió no presentar enmiendas al proyecto. Esta postura sería también la que adoptase la minoría agraria, por boca de José María Gil-Robles. El líder de Acción Popular apuntó que el decreto de 1931 había mejorado la ley de 1907 al haber suprimido los distritos y establecido las circunscripciones provinciales. Pero resaltó que un sistema mayoritario como el que el Gobierno y la Comisión proponían sólo se aplicaba, en el siglo XX, en países dudosamente democráticos como Portugal e Italia porque un sistema de primas a la mayoría había sido establecido por Mussolini el año 1923 como una corrección de la representación proporcional “que no hubiera permitido los fáciles triunfos de los primeros tiempos del fascismo”. Gil-Robles destacó, además, la arbitrariedad del reparto de escaños entre mayorías y minorías: ¿En virtud de qué una circunscripción que elige siete Diputados ha de tener cinco para la mayoría y dos para las minorías? ¿En qué fundamento se apoya eso? En el deseo exclusivo de favorecer el triunfo de las mayorías, y eso es, quizás, loque haga simpático este proyecto a vosotros”. Reconoció el intento de la Comisión de Presidencia de evitar la segunda vuelta y el copo rebajando la barrera del cuarenta por ciento impuesta por el gobierno y estableciendo un requisito por abajo, un mínimo del 12 por ciento, que podía asegurar cierta representación de los partidos derrotados. No obstante, el riesgo de que en una segunda vuelta la lista vencedora pudiera copar los puestos de las minorías tampoco desaparecía por completo. Se sumó, además, al coro de críticas contra los efectos perniciosos de la segunda vuelta que el diputado salmantino concretó en tres:

“En primer lugar, la segunda vuelta es una excitación a la violencia, porque conocido el resultado de la primera, todos los partidos agudizan toda clase de armas… para corregir, en una segunda vuelta, los posibles descalabros que hayan tenido en la primera… En segundo lugar, fatigáis innecesariamente al Cuerpo electoral, obligándole a movilizaciones continuas para una segunda vuelta… y en tercer término… colocáis en una posición de inferioridad a aquellos partidos políticos que cuenten con menos medios económicos”.

El proyecto de ley electoral traería consigo, según Gil-Robles, una aguda redimensión del mapa político y cambios bruscos en las mayorías parlamentarias:

“Este sistema… significa la muerte de los partidos intermedios… los que se hallan en esta Cámara en una situación centro… estarán para siempre unidos a las fracciones extremas y no quedarán, en el choque de las pasiones políticas más que aquellos bandos separados irreconciliablemente, haciendo poco menos que imposible esas transacciones suaves, que son lo más eficaz en el orden político, por lo mismo que son las que eliminan las violencias… La prima a la mayoría, que… se puede volver contra vosotros, puede producir un movimiento de reacción tan violento como haya sido la acción salida de la obra revolucionaria, y no es ciertamente apetecible para un país que los movimientos de péndulo se produzcan de manera violenta, se produzcan de manera des compasada, yendo a hacer tabla rasa del pasado para construir algo que el día de mañana puede ser destruido”.

Frente al sistema que continuaba propugnando la nueva reforma electoral, Gil- Robles defendió la representación proporcional aunque sin demasiadas esperanzas de convencer a la Comisión o a la mayoría parlamentaria para que retirasen el proyecto.

Precisamente por ello, el diputado católico anunció la abstención de la minoría agraria en los debates que la ley habría de generar en esa y en las siguientes sesiones de Cortes.

Aunque el jefe de la CEDA era coherente en la defensa de la representación proporcional, un principio que había defendido la primera formación política en la que había militado, el Partido Social Popular, no cabía duda que las derechas estaban especialmente alarmadas con la segunda vuelta y la prima a las mayorías, pues podían anular todo el esfuerzo de movilización en que habían empeñado el primer bienio si se formaba una sólida conjunción republicano-socialista contra ellos. En este sentido, la representación proporcional tenía la ventaja de conceder a las derechas un número de escaños ajustado a su peso, creciente en la opinión pública a mediados de 1933.

El tercer turno contra la totalidad, aunque desde un punto de vista más moderado, lo ejerció en nombre de su minoría el diputado radical Manuel Torres Campañá. A pesar de que su partido estaba dispuesto a presentar enmiendas y a colaborar con la Comisión,Torres afirmó al principio de su discurso que suscribía bastantes de las manifestaciones expuestas por Suárez Picallo y Gil-Robles. El diputado madrileño arguyó contra la eficacia de la ley a la hora de constituir mayorías homogéneas que pudieran servir los intereses y la política de un Gobierno porque “los que lo han proyectado no conocen el mapa político español; el mapa político español no se presta a eso. Tal como están los partidos políticos… en España… eso no será posible en mucho tiempo” . Enfiló también sus baterías argumentales contra la que consideraba exagerada prima para las mayorías: “el proyecto ha sido redactado… con un sentido de aplastamiento tal de las minorías, que no se concibe… que una mayoría de tipo democrático pueda presentar y sostener en estas Cortes la necesidad, la eficacia de semejante proyecto de ley”. Por último, se sumó a las críticas de Suárez Picallo y Gil-Robles contra la segunda vuelta.

El último turno corrió a cargo del diputado independiente Ossorio y Gallardo queinsistió con dureza en los mismos defectos de la ley que habían señalado los oradores que le precedieron. Señaló que la prima a la mayoría tenía un carácter mussoliniano “bastante para sublevar cualquier conciencia liberal y democrática”, y que el proyecto traería como consecuencia: “…la lucha enconada y ardiente: primero, de dos grupos contra toda España, y después, de cada uno de estos grupos entre sí”. En fin, el rechazo al proyecto era tan frontal por parte de las oposiciones que la Comisión de Presidencia decidió retirarlo para su nuevo estudio.

No obstante, esa decisión había sido posible porque en esos momentos ejercía la portavocía de la Comisión un diputado radical, Pedro Armasa. Al día siguiente, el Gobierno y los miembros de la Comisión socialistas y republicanos de izquierda impusieron la discusión del dictamen sin rectificación. Este posicionamiento lo explanó un diputado del PSOE, Mariano Rojo. La intervención de Rojo resulta interesante porque permite conocer cuáles eran las consideraciones en las que se había fundado el proyecto:

“nosotros entendemos que para la mayor eficacia del régimen republicano, sobre todo en los momentos presentes, y dado el carácter transitorio que necesariamente ha de tener la ley que vamos a aprobar, es preciso que puedan constituirse fuertes mayorías que permitan realizar una verdadera labor eficaz y que no sirvan, por el contrario, para estorbar la labor de los Gobiernos que se sienten en este banco azul”.

Partiendo de que el gobierno consideraba que las formaciones republicanas representaban la mayoría de la opinión del país, éste pretendía forzar con una ley electoral extremadamente mayoritaria la coalición de los partidos que habían formado parte de la conjunción de 1931 y que dos años más tarde se encontraban cada vez más alejados entre sí. “No habrá más remedio”, afirmó Rojo, “en un periodo más o menos largo, sino que haya una relación entre algunos sectores, los de más afinidad ideológica, para ir a estas elecciones”.

Como el proyecto no fue retirado, comenzaron a discutirse las enmiendas. Un voto particular de los diputados radicales Pedro Armasa y Adolfo Chacón pedía que las circunscripciones de Ceuta y Melilla continuaran como tal y no fuesen agregadas a las de Cádiz y Málaga respectivamente. En un principio, la mayoría de la Comisión rechazaba la enmienda, pero un discurso favorable de un diputado radical-socialista por

Ceuta, Antonio López Sánchez-Prados, separó a su grupo de la mayoría gubernamental y provocó la derrota del ejecutivo por las oposiciones. No corrió tanta suerte otra de un correligionario de Sánchez-Prados, el diputado Ramón Navarro Vives, que pedía el restablecimiento de las circunscripciones urbanas en las ciudades que sobrepasasen los cien mil habitantes, tal y como lo contemplaba el decreto de 1931. La Comisión no la aceptó, por boca del diputado socialista Antonio Acuña, fundándose en la posibilidad de que podría dar lugar “a que otras poblaciones presentasen casos peculiares suyos y pidiesen la creación del distrito, llegando a resultar el panorama electoral idéntico al que tenía España en tiempos de la monarquía”. El diputado radical Guerra del Río presentó otra enmienda que tenía que ver con el trazado de las circunscripciones. Pedía Guerra que se mantuviese la división de Canarias a efectos electorales establecida por el gabinete Canalejas en 1912 y que respondía a pequeños distritos de carácter insular, postura que fue rechazada por la mayoría de la Comisión. En esta ocasión, la mayoría volvió a votar compacta y derrotó a las oposiciones.

Los radicales pusieron, con otra enmienda de Torres Campañá, interés en reducir la prima a las mayorías e introducir algún tipo de criterio proporcional en la reforma electoral. La Comisión, por boca del diputado socialista Enrique Heraclio Botana, no aceptó la enmienda porque “su señoría parte del principio de la proporcionalidad en las elecciones a Diputados a Cortes… y la Comisión se atiene única y exclusivamente al principio que establece el proyecto de ley presentado por el Gobierno”. En cambio, no hubo problemas para que dos enmiendas de los socialistas fuesen aceptadas: una que establecía que la propuesta de candidatos en los comicios municipales pudiera ser patrocinada por “entidades legalmente constituidas y que tengan su residencia en la localidad en que hayan de celebrarse elecciones municipales”, concediendo tal facultad, en la práctica, a sindicatos y sociedades obreras; y otra que abría la posibilidad de que los candidatos a concejal pudieran ser presentados por un diputado o ex diputado. La polémica se avivó cuando dos diputados socialistas, Mariano Rojo y José Ruiz del Toro, pidieron la supresión del requisito de que un candidato hubiera de sobrepasar el doce por ciento para poder acceder a la segunda vuelta, agravando así el sentido mayoritario de la ley y facilitando el copo de la representación por la lista más votada de una circunscripción. El diputado que defendió la enmienda, Ruiz del Toro, argumentó que la supresión de ese tope por abajo contribuía a acentuar el sentido democrático de la ley, pero la Comisión y el resto de partidos, que temían la prima que podía suponer para una formación con tanta fortaleza en 1933 como el PSOE, rechazaron tal posibilidad. No obstante, la negativa de los radicales y republicanos de izquierda tuvo carácter transaccional: estaban dispuestos a rebajar el tope pero no a suprimirlo. Precisamente quien ofreció esta transacción, el radical Pedro Armasa, aprovechó su intervención para realizar un encendido elogio de la ley electoral de 1907:

“Para la ley… tenemos nosotros no solamente grandes respetos, sino una enorme gratitud, y hacemos una declaración terminante: la de que no habrá una ley más gloriosa para los republicanos que la de Agosto de 1907, porque con ella y por ella se trajo la

República”. El tope no resultaba sino una corrección establecida precisamente por la reforma de 1933 “que desvirtúa por completo lo que es la ley de 1907”. Una propuesta del diputado radical-socialista José Salmerón rebajando del doce al ocho por ciento el tope mínimo que habían de alcanzar los candidatos para pasar a segunda vuelta, fue finalmente admitida por los socialistas.

Cierra España.

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