lunes, 23 de noviembre de 2009

Hedilla, Franco y el decreto de unificacion.10ª parte.

Javier Tussell


Como en el caso del Frente Popular, el primero y más evidente resultado del alzamiento militar fue también la fragmentación de la autoridad política entre los sublevados, pero en este caso fue sólo la consecuencia del fracaso del pronunciamiento y, por consiguiente, de la discontinua geografía controlada por aquéllos. Además, con el transcurso del tiempo, aunque perdurara la pluralidad de componentes en este bando se logró un grado elevado de unidad en las condiciones que serán descritas inmediatamente. Tal situación, lograda sin derramamiento de sangre, se explica por la peculiar mentalidad que guiaba a los sublevados. Para ellos se trataba de evitar, ante todo, el triunfo de una revolución que sintieron como inminente a pesar de que, como sabemos, ni estaba preparada ni existía un grupo político capaz de protagonizarla.

El resultado de la contrarrevolución preventiva fue una revolución que sí tuvo contenidos, pero en cambio los de la primera eran más que imprecisos. Probablemente si la sublevación hubiera triunfado se habría constituido un directorio militar con algunos técnicos dentro de un régimen formalmente republicano; es previsible que ese régimen hubiera sido temporal. No fue así, pero hay indicios de esta actitud en las declaraciones de no pocos de los protagonistas de la sublevación. Con el paso del tiempo hubo un propósito de construir una fórmula política mucho más estable, pero la precisión siguió brillando por su ausencia. Es significativo que el mismo Franco no tuviera empacho en declarar que quería construir un Estado que fuera la "antítesís de los rojos". Tal propósito se reducía a una fórmula que reconstruyera la unidad nacional frente al pluralismo de los partidos, pero mantuvo una esencial indefinición durante todo el conflicto. Es obvio que el resultado podía ser insostenible a medio plazo desde el punto de vista doctrinal, pero tuvo el efecto de no distraer a los sublevados en disputas internas y de mantenerlos concentrados en ese propósito negativo de concluir con la supuesta revolución adversaria.

La fragmentación inicial de los sublevados puede ser ejemplificada en Navarra y en Sevilla. En el primer caso, la existencia de una fuerza política arraigada desde hacía tiempo y con una neta hegemonía, como era el carlismo, permitió la creación de una Junta Nacional carlista de guerra, que venía a ser una especie de germen de Estado con su organización paraministerial tanto en lo civil como en lo militar. En Navarra, que vivió con una independencia práctica, en las primeras semanas de la guerra se tomaron disposiciones que en condiciones normales son sólo imaginables con carácter general y no sólo en una provincia como, por ejemplo, la reintegración del crucifijo en las escuelas. Si lo sucedido en Navarra tiene como principal razón de ser el arraigo de un partido, lo sucedido en Sevilla fue producto de la fuerte personalidad de Queipo de Llano cuya autoridad se veía multiplicada por lo inesperado de su victoria. Aunque en Sevilla empezó a utilizarse el término Caudillo para referirse a Franco, la verdad es que Queipo nombraba a los gobernadores, legislaba en materia económica y social y prestaba muy poca atención a la Falange.

De todos modos, los sublevados desde muy pronto sintieron la necesidad de una dirección unificada. La constitución de una Junta de Defensa en Burgos a fines del mes de julio, como consecuencia de una reunión de los jefes militares de la zona Norte, es una buena prueba del deseo de remitir al futuro cualquier tipo de organización política. La Junta, cuyo nombre recordaba la Historia española de principios de siglo, no era más que un instrumento de administración y de intendencia de la retaguardia, presidido por el general más antiguo, Cabanellas. Prueba de la voluntad unificadora dirigida a la obtención de la victoria, es el hecho de que declarara el estado de guerra, pero al mismo tiempo, testimonio de la peculiar incertidumbre de los militares es que originariamente ni siquiera se prohibieran todos los partidos sino sólo los del Frente Popular, mientras que las Cortes no se declaraban ilegítimas sino sólo "ganadas por el afán bolchevizante". En suma, como luego diría Serrano Suñer, lo que allí había era un "Estado campamental", impreciso en sus funciones y en sus objetivos. Sin embargo, detrás de esa voluntad unificadora había un grupo político, los monárquicos, conscientes de que tan sólo a través de la influencia en los medios militares lograrían dar contenido en su propio beneficio a la España de los sublevados.

Fueron también generales monárquicos, como Orgaz y Kindelán, los principales autores del nombramiento de Franco para la suprema dirección de los sublevados, aunque en ello existió coincidencia con militares africanistas, como Yagüe, y en general con la posición de todos. Mola declaró que había dos formas de enfrentarse con una guerra civil y sólo la unidad era garantía de ganarla. Da la sensación de que Franco empleó para lograr su nombramiento un arma que pronto se convirtió en habitual, es decir, la dilación, pues según Kindelán "dilataba día tras día su decisión". Finalmente la cuestión se resolvió tras una reunión, a fines del mes de septiembre, en la finca del ganadero Pérez Tabernero, en la provincia de Salamanca.

Las noticias que tenemos acerca de lo acontecido en esta ocasión resultan muy esclarecedoras por cuanto revelan que los militares estaban totalmente de acuerdo con la idea de la unidad de mando militar y político, mientras que de ninguna manera pensaban que como consecuencia de ello naciera una dictadura personal ilimitada en su duración. En efecto, si hubo reticencias a la concentración de todo el poder en una persona, el decreto aprobado originariamente, que fue redactado por Kindelán, preveía tan sólo la asunción del poder político durante el transcurso de la guerra. La disposición que fue publicada, no obstante, atribuía a Franco la ambigua condición de "jefe del Gobierno del Estado" y, sobre todo, no limitaba la duración de su mandato en el tiempo.

La designación de Franco no ofreció dudas: de los tres generales responsables hasta el momento de las principales operaciones militares, Mola lo era de Brigada, Queipo de Llano tenía un pasado político que podía inducir a la discrepancia y Franco, en cambio, aunque no era el más antiguo, había conseguido el general respeto de sus compañeros de armas antes del estallido de la guerra, y una vez iniciada ésta había logrado las victorias más espectaculares merced a la superioridad de sus tropas. Al parecer, sólo Cabanellas, desplazado de su puesto, aunque hubiera sido honorífico, mantuvo su reticencia aunque en el resto de los generales el grado de satisfacción fuera variable. La guerra, sin embargo, estaba destinada a convertir el mando único en caudillaje.

Al mismo tiempo que se creaba el mando único, se modificó la Junta, que de ser un organismo de dirección militar compartida de la Administración, pasó a ser un órgano de intendencia de la retaguardia. La presidió en primer lugar el general Dávila, que al mismo tiempo era jefe de Estado Mayor de Franco, hasta que en junio de 1937, al asumir la dirección del Ejército del Norte por haber muerto Mola en accidente, le sustituyó Jordana. Ambos eran militares con una sólida experiencia en Marruecos y capaces para la tareas organizativas, pero no habían tenido una experiencia propiamente dicha en el terreno político. De la presidencia de la Junta, ahora denominada Técnica de Estado, dependían siete comisiones en las que figuraron técnicos y algunos políticos de significación monárquica como Bau, Vegas Latapié, Pemán, Amado, etc.

En general, y con la posible excepción de las materias relativas a la cuestión religiosa en las que se inició la labor restauracionista que caracterizó luego al franquismo, la obra de la Junta Técnica recuerda más a la derecha tradicional que al fascismo. El propio Pemán afirmó que había un marcado contraste entre las cosas católicas que hacía y las cosas nuevas y fascistas propiciadas desde la Falange e incluso hubo medidas que recuerdan el arbitrismo de Primo de Rivera. Es lógico, porque la junta estuvo dominada por militares y ese dominio se veía multiplicado por el hecho de que de manera paralela y harto disfuncional Franco disponía de otros organismos de su directa responsabilidad: de él dependía una Secretaría General (ocupada por su hermano Nicolás), una Secretaría de Guerra, un gobernador general y una Secretaría de Relaciones Exteriores, único cargo no ocupado por un militar. A fines de 1937 era patente la disfuncionalidad de esta organización. Según Jordana, Nicolás Franco era un hombre genial y extraordinario, pero desbarajustado, y la administración se había convertido en un mare mágnum, sin que, por otro lado, hubiera desaparecido el policentrismo original, al menos en lo que a Queipo de Llano respecta.

Mientras tanto tenía lugar una evolución política interna importante que llevaría a la constitución de un partido único. A comienzos de 1937 corrieron rumores de que iba a crearse un partido franquista, pero todo hace pensar que éste no surgió de una iniciativa oficial. Más que pensar en ella habría que tener en cuenta la peculiaridad de la situación en que se encontraban los diferentes grupos políticos cuyas masas habían apoyado desde un principio la sublevación. El gran partido de la derecha durante la etapa republicana había sido la CEDA, pero su colaboracionismo le había supuesto la marginación. Tuvo unas milicias, pero muy poco nutridas que, desde Lisboa, Gil Robles estaba dispuesto a disolver en caso de que naciera un movimiento político unitario y nacional.

Los monárquicos procedentes de Renovación española, por su parte, siempre carecieron de masas y confiaron en adquirir influencia por el procedimiento de asesorar a los militares. Prueba de su escasa reticencia a la unificación reside en el hecho de que cuando Don Juan de Borbón quiso acudir a combatir al lado de Franco lo hizo vistiendo de una manera que presagiaba el uniforme del futuro partido. Franco no le autorizó a hacerlo porque le hubiera supuesto un conflicto con los dos grupos políticos emergentes en la España que él acaudillaba. Desde el comienzo del período bélico tradicionalistas y falangistas jugaron este papel, merced a su capacidad para adaptarse a la beligerancia, a pesar de que hasta el momento su relevancia había sido escasa. Pero unos y otros estaban en una situación muy peculiar y difícilmente podían enfrentarse o poner reparos a Franco. Éste, por otro lado, había causado una buena impresión inicial a los dirigentes de ambos grupos: "es cauto, muy sereno, amable y reservado y superior a sus compañeros generales", escribió Rodezno, el dirigente carlista.

El problema de los falangistas en estos momentos era, según uno de sus miembros, que habían pasado de ser un cuerpo minúsculo con una gran cabeza a ser un cuerpo monstruoso sin cabeza. En efecto, sus bases se habían multiplicado de manera desbordada (en Galicia pasaron en pocas semanas a varias decenas de miles a partir de tan sólo unos centenares), sin que las esperanzas de que José Antonio se mantuviera con vida sirvieran verdaderamente para que aparecieran nuevos dirigentes. Manuel Hedilla, hombre honesto, austero y trabajador, fue elegido al frente de una junta de mandos en agosto de 1936; sus indudables cualidades y una pertenencia a los medios populares excepcional entre los dirigentes falangistas se unían en su persona una evidente carencia de instrucción y de imaginación. Su problema principal fue la carencia de capacidad de liderazgo pues, a pesar de su elección, nunca fue aceptado por la mayoría de los dirigentes falangistas. De ahí el nacimiento de un cantonalismo falangista cuyo contenido ideológico resulta difícilmente precisable.

Aznar, Garcerán y Sancho Dávila no pueden ser acusados de neofalangistas pues su disidencia en un primer momento pudo ser alimentada por la propia Pilar Primo de Rivera, sino que su oposición a Hedilla parece haber nacido sobre todo de la no aceptación de su liderazgo, en especial a partir del momento en que inició una campaña de promoción de su figura. La verdad es que los dirigentes falangistas eran todo lo contrario de dóciles: jóvenes estudiantes inexpertos y embriagados de violencia de los que difícilmente podía esperarse una auténtica disciplina. Por su parte, el tradicionalismo estaba dividido desde la época de la II República en una dirección nacional, la de Fal Conde, y la de aquella región donde el tradicionalismo había tenido desde fecha muy temprana una mayor implantación, es decir, Navarra, en donde predominaba el Conde de Rodezno. Las circunstancias agravaron esta división que era de talante (posibilista el de Rodezno) más que de principios.

Respecto de ambas fuerzas políticas la actitud de Franco fue siempre decidida y taxativa no sólo en materias estrictamente militares sino también políticas. Cuando en diciembre de 1936 los carlistas crearon una Academia Militar que concedería títulos de oficial, Franco habló de "traición", suprimió la Academia y obligó a Fal Conde a exiliarse con lo que multiplicó la desunión en el seno del tradicionalismo. Según Rodezno, lo que había irritado especialmente a Franco había sido "el tono de soberanía" adoptado por el tradicionalismo. Cuando en enero de 1937 ambos mantuvieron una conversación, el primero sacó la impresión de que Franco muy tempranamente había esbozado una línea de actuación propia, consistente en no admitir ni remotamente la posibilidad de su propia interinidad, no tolerar la disidencia y atribuir a cada una de las dos grandes opciones políticas en su bando una función específica y subordinada: el tradicionalismo le proporcionaría el fundamento doctrinal de sus tesis, y el falangismo, el tono radical capaz de atraer a las masas obreras, pero el poder esencialmente permanecería en sus manos. Por aquellas fechas ya había practicado la disciplina respecto de los falangistas con idéntico rigor a como lo había hecho con los tradicionalistas. Cuando éstos quisieron distribuir un discurso de José Antonio en el que éste había mostrado una voluntad revolucionaria, Franco recurrió para evitarlo a la legislación aprobada en el mes de septiembre pasado que prohibía las actividades políticas y no tuvo el menor empacho en destituir a tres jefes falangistas castellanos.

En estas condiciones la única posibilidad de resistencia ante la voluntad de Franco de crear un partido único, que se fue haciendo patente a partir de las primeras semanas de 1937, consistía en que carlistas y falangistas decidieran por sí una unificación que les convirtiera en un contrapeso ante el creciente poder de la dirección militar. Los tradicionalistas, que habían crecido mucho menos que la Falange, intentaron incorporar a sus filas a miembros de la Lliga y de la CEDA, a los sindicatos católicos y al nacionalista Albiñana, pero este mismo hecho era el testimonio de una superioridad numérica de la Falange que no hizo sino dificultar los propósitos unitarios.

A lo largo del mes de febrero de 1937 hubo conversaciones en Lisboa y Salamanca sin que resultaran verdaderamente relevantes las diferencias entre las facciones existentes en ambos grupos políticos. Hubo, en cambio, factores de divergencia ideológica que nacían de la insistencia de los tradicionalistas en la regencia de su pretendiente, Don Javier, y la necesidad de suprimir los partidos políticos, mientras que Falange quería un partido único, pero, de hecho, el verdadero factor de divergencia fue la tendencia de Falange a considerar que la única unidad posible consistía en que ella absorbiera el tradicionalismo. En estas condiciones perduraba una prevención fundamental en un momento en que Franco ya había tomado su decisión: la unificación estaba decidida, antes de que estallara la lucha en el seno de Falange. Franco, además, no estaba dispuesto a consultar sobre ella sino tan sólo a notificarla, teniendo, como dijo a uno de los dirigentes carlistas, la "consideración de advertirnos".

Cierra España.

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