sábado, 3 de octubre de 2009

Los juguetes rotos de Stalin

Uno de los episodios menos conocidos y sin embargo más terribles de la historia reciente de España fue el trágico destino de muchos de los niños enviados a la Unión Soviética como refugiados durante la Guerra Civil. De su infortunio fueron cómplices silenciosos los dirigentes del PCE instalados en el exilio de Moscú.

La propaganda soviética utilizó a los refugiados españoles durante la Guerra Civil y después los abandonó a su suerte. En el curso 1941-42, más de la mitad de los niños padecía tuberculosis y no menos del 15% había muerto. En Samarkanda y Tiflis, las niñas prostitutas españolas llegaron a hacerse célebres entre los jerarcas del partido.

Un historiador revela la trágica verdad de los niños de la guerra en la URSS


Habían pasado ya varios meses desde el estallido de la guerra civil española cuando, temiendo las víctimas civiles que podían ocasionar los bombardeos del arma aérea de Franco, se planteó la posibilidad de evacuar a un determinado número de niños a distintos países extranjeros. Aunque los lugares de destino fueron variados --de Gran Bretaña a Bélgica pasando por Francia-- la propaganda comunista logró que en la mente de buen número de españoles la protección de los niños quedara vinculada de manera casi exclusiva a la URSS. Esta actitud sirvió de arma propagandística, pero sobre todo tuvo el resultado de correr un siniestro velo sobre uno de los episodios más trágicos de la historia reciente de España.

Los niños que llegaron a la URSS, unos cinco mil aproximadamente, fueron inicialmente objeto de un buen trato. Se les asignaron escuelas en las que conservaron maestros españoles y se les dispensó la enseñanza en su lengua natal. Sin embargo, la situación cambió radicalmente al producirse el final del conflicto, y especialmente desde el momento en que Stalin firmó su pacto de no agresión con la Alemania de Hitler. Para entonces, España había dejado de ser interesante para el dictador del Kremlin. No es extraño, por ello que, a la vez que cerraba las puertas a nuevos refugiados españoles, los niños fueran arrancados de su situación inicial para verse sumergidos en otra muy distinta. Obligados a estudiar predominantemente en ruso, debieron sumar a su actividad escolar trabajos físicos de notable envergadura. En invierno, semejante deber se tradujo en la tala de árboles previa al desayuno y en verano, en las más diversas faenas agrícolas.

Este sistema de vida tuvo terribles consecuencias para los niños. No sólo se resintió su rendimiento escolar, sino también su salud. En el curso 1941-42, una inspección médica realizada por el Comisariado de Educación puso de manifiesto que más de un 50 % de los niños padecía tuberculosis y otro 30 % se hallaba en un estado de pretuberculosis. En ese curso no menos del 15 % de los niños había muerto. Pero la desgracia no se limitaba a los niños ya escolarizados. En buena medida, el destino de los recién nacidos resultaba peor. En 1940, en Krematorsk, de los catorce niños nacidos trece murieron a las pocas semanas de desnutrición. El cuadro --repetido en lugares como Gorki, Jarkov y Rostov-- se debía fundamentalmente a la actitud de las autoridades soviéticas, especialmente cicateras a la hora de entregar leche o medicinas a los españoles.

En lugares remotos

No resulta sorprendente que algún mando del PCE creyera conveniente hacer a los adolescentes la recomendación de enrolarse en el Ejército Rojo como la única manera de eludir el espectro del hambre. Lamentablemente, lo peor quedaba por venir.

La invasión de la URSS por Hitler dejó pronto de manifiesto las peores deficiencias del régimen soviético. Los ejércitos soviéticos sufrieron el efecto devastador de batallas de cerco en las que perecieron centenares de miles de sus hombres. Por lo que se refiere a las colonias españolas, no eran aún sospechosas y pudieron librarse de las deportaciones étnicas que el aparato represor de Beria realizó en paralelo a las derrotas militares. Aun así, su suerte distó de ser buena. Los niños fueron enviados a los lugares más remotos e inhóspitos de la URSS, que iban desde Samarkanda y Kakan, en Asia central, hasta las estribaciones de los Urales, ya en Siberia central. En Kransnoarmeinsk, dieciséis criaturas cayeron en manos de los alemanes, que los trasladaron al territorio del Reich con el fin de entregarlos a la Falange. No costó mucho trabajo convertirlos en baza propagandística.

El futuro que esperaba a los niños españoles en sus distintos destinos se reveló horrible. Enfrentados al hambre y los malos tratos, no pocos se vieron obligados a someterse o a delinquir. En Tashkent constituyeron bandas dedicadas a perpetrar hurtos. En Samarkanda y Tiflis, las niñas prostitutas españolas --de las que no pocas quedaron embarazadas-- llegaron a hacerse célebres entre los jerarcas del partido. Ni siquiera los hijos de los héroes se vieron libres de aquella negra situación. Un hijo del coronel Carrasco, que había servido en el Ejército republicano y ahora enseñaba en la escuela militar Frunze, de Moscú, fue detenido mientras robaba en una panadería en Kakan. Murió en prisión de tuberculosis.

Para muchos se fue abriendo camino la idea de que la única esperanza de supervivencia se hallaba en poder abandonar la URSS. Países como México --donde se asentaba una importante colonia de exiliados-- estaban más que dispuestos a recibir con los brazos abiertos a los niños. Sin embargo, ni la URSS ni el PCE estaban dispuestos a que se supiera la verdad del paraíso del proletariado y del trato que venía dispensando a los niños desde hacía años. La Pasionaria se convirtió, al parecer sin resistencia, en la pieza clave que impidió la salida de aquellas víctimas hacia otros países. Sus razones --reproducidas por Jesús Hernández, comunista y antiguo ministro republicano-- no podían ser más obvias: "No podemos devolverlos a sus padres convertidos en golfos y en prostitutas, ni permitir que salgan de aquí como furibundos antisoviéticos". Constituía toda una confesión de los resultados reales --ocultados por la propaganda-- de vivir en la URSS.

Convertidos en delincuentes

Puestos a delinquir, los niños españoles difícilmente hubieran podido hacerlo en un medio más difícil. Desde su establecimiento, el sistema soviético se había mostrado especialmente riguroso con los niños. En 1926, el Código Penal soviético ya había incluido condenas de campo de concentración y de prisión para los niños que hubieran cumplido doce años. Los resultados de aquella norma fueron fulminantes. Al año siguiente de su promulgación, el 48 % de la población del "gulag" tenía entre 16 y 24 años. Pese a todo, no pareció suficiente a los administradores del inmenso sistema. El 7 de abril de 1935 se decretó la pena de muerte también aplicable a los niños que hubieran cumplido doce años. La ferocidad del sistema no hizo ninguna excepción con los niños españoles. El campo de Karaganda, abierto en 1936, fue tan sólo uno de aquellos terribles enclaves donde los españoles --adultos y niños-- fueron explotados como esclavos y murieron de frío, hambre y agotamiento. Los testimonios hablan de sodomizaciones de niños en los traslados hasta Karaganda y de niñas sometidas a lo que eufemísticamente se denominó tranvía, es decir, una violación colectiva a manos de otros reclusos o de guardianes. Solía ser el antecedente de una jornada de trabajos forzados de diez horas con una dieta de hambre. El régimen de trabajo no lo era todo: a él se sumaba un universo donde los niños se convertían en "malolietki" --miembros de una banda de ladrones en el campo-- o en víctimas de cualquier "maloietka". La alimentación nada tenía que envidiar a la de los campos de exterminio nazis. Frenkel, el funcionario encargado de fijar las raciones del "gulag", había sido estricto: los que realizaban menos del 30 % de la norma recibían diariamente 300 gramos de pan y una escudilla de ba

landa; los que conseguían entre el 30 % y el 80 % de la norma contaban con 400 gramos de pan y tres escudillas. Los que recibían menos no cubrían su desgaste físico, pero los que recibían mayor cantidad morían antes, porque el deterioro físico era más acelerado y el aumento de ración no compensaba.

La suma de hambre, malos tratos y represión se tradujo pronto en resultados sobrecogedores. En 1943, cuando José Hernández abandonó la URSS, cerca de un 40 % de los niños españoles había muerto. A los supervivientes aún les quedaba por recorrer un vía crucis. Contra lo esperado ingenuamente por millones de personas, el final del conflicto no se tradujo en una amnistía de los presos de la URSS ni tampoco en una reducción de la represión. Pronto los tres millones y medio de reclusos que tenía en 1945 el "gulag" (sin contar los de las colonias penales y los de las cárceles) comenzaron a recibir lo que Solzenitsin denominó nuevas riadas. Fueron trasvases de polacos y húngaros, de ucranianos y soviéticos, de muchachas que habían confraternizado con los alemanes y de niños españoles. En 1946-47, éstos contaron con su propia riada. No se les consideraba seguros y desde luego los jerarcas del PCE, siguiendo su trayectoria previa, no estaban dispuestos a arriesgar su estatus para salvarlos. Aquellos seres a los que se había arrancado la infancia insistían en abandonar el paraíso soviético y lo pagaron caro. Por regla general, se les aplicó el art. 7-35 (socialmente peligrosos) o el terrible y polifacético 58-6, acusándoseles de espionaje... ¡en favor de Estados Unidos! En 1947, con ocasión del décimo aniversario de su llegada a la URSS, los antaño niños fueron reunidos en el teatro Stanislavsky de Moscú. No llegaban a dos mil. El resto --entre el 50 % y el 60 %-- había muerto o se hallaba atrapado en las redes del sistema concentracionario.

Pero ni siquiera todos los supervivientes habían quedado convencidos de las excelencias del sistema. A pesar de que aquel año se les hizo firmar un documento en el que declaraban su voluntad de no abandonar la URSS y de que no faltarían los testimonios favorables al trato recibido (alguno galardonado incluso con el premio Pushkin 1987), los ejemplos de repulsa por aquel régimen no fueron escasos. En septiembre de 1957, 534 españoles lograron regresar a España.

La historia de los niños españoles en la URSS constituye un drama sombrío, pero posiblemente uno de sus aspectos más escalofriantes fue el de la colaboración y el silencio de los jerarcas del PCE en aquel proceso de abandono, primero, y exterminio, después. Acomodados en condiciones privilegiadas que no deseaban perder, las excepciones a aquella norma de vergonzante silencio fueron tan escasas que pueden mencionarse casi al completo. En primer lugar estuvo Valentín González "el Campesino", que no pudo soportar el choque con la realidad que significó su conocimiento directo de la URSS. Horrorizado por el trato que recibían los españoles, no dudó en manifestar sus opiniones. Lo pagó siendo condenado al "gulag". Sus captores pensaban en deshacerse de él pero logró evadirse. Para los reclusos soviéticos que lo conocieron se convirtió en un auténtico mito de valentía. Solzenitsin llegó a conocer a una tal Zhora, que, en el campo de concentración, iba escribiendo una novela (nunca llegó a publicarse) sobre el Campesino. A su regreso a Occidente, el PCE hizo todo lo posible por silenciarlo.

El caso de Jesús Hernández fue aún más escandaloso. Horrorizado por lo que denominó el país de la gran mentira, en 1943 lo abandonó --perdiendo a su madre y a su hermana en él-- y se atrevió a contar la realidad. Por lo que se refiere al secretario general del PCE, José Díaz, ya había sido enviado a la URSS antes de acabar la Guerra Civil. Progresivamente arrinconado por los soviéticos y por la Pasionaria, fue cayendo en una postración progresiva al comprobar que nadie atendía a sus quejas relacionadas con la situación de los españoles en la URSS. El 19 de marzo de 1942 cayó del cuarto piso en el que vivía, y murió en el acto. Se habló de suicidio --lo que encaja con su depresión ante la suerte de los compatriotas--, pero también de asesinato, por deseo de librarse de tan molesto testigo.

Demasiado para el PCE

Hernández y el Campesino fueron acusados de embusteros, de agentes del imperialismo, de traidores. De hecho, incluso los que continuaban su lucha contra el gobierno español de la época y podían jactarse de un impecable pasado antifascista levantaron su voz. En abril de 1948, José Ester (deportado de Mauthausen, número 64553) y José Doménech (deportado de Neuengamme número 40202) convocaron una conferencia de prensa en París en nombre de la Federación Española de Deportados e Internados Políticos. Su finalidad era denunciar la presencia de 59 presos políticos españoles en el campo 99 de Karaganda, en Kazajstán. Su denuncia venía justificada porque "habían conocido la dominación inquisitorial de la Gestapo y de las SS" y para ellos tenían un sentido "las palabras libertad y derecho de gentes".La realidad resultaba terrible para el PCE como para que éste aceptara desvelarla o, ya conocida, asumirla. Las condiciones en la URSS eran tan duras que no fueron pocos los que solicitaron abandonar el país con la intención incluso de regresar a una España gobernada por Franco. Por regla general, la respuesta de las autoridades fue radicalmente negativa. De los dramas que semejante actitud provocó es un claro paradigma la historia de Florentino Meana Carrillo y su hermano. Desesperado por salir de la URSS --a la que denominó "inmenso campo de concentración y de hambre"-- Florentino se bebió un vaso de ácido sulfúrico. Su hermano decidió vengarlo. Sabedor de que la Pasionaria era la única persona autorizada por las autoridades comunistas para conceder o denegar los permisos de salida de los españoles, el joven se dirigió armado con un cuchillo al hotel Lux. Su intención era matar a la dirigente comunista. Para fortuna de la Pasionaria, aquel día estaba ausente y José Antonio Uribes, el suplente del buró político, se convirtió en su nuevo objetivo. No le costó mucho contener al muchacho a la espera de que lo redujeran. Después se lo tragarían las fauces del sistema represor soviético.

Historiador y profesor en universidades españolas y americanas, César Vidal (Madrid, 1958) es autor de obras como "La destrucción de Guernica" o "Los incubadores de la serpiente", en las que ha investigado diversos capítulos borrosos de la historia española y europea contemporánea, desde acciones bélicas de la guerra civil española hasta los orígenes ideológicos del nazismo. Conocedor del idioma ruso, Vidal se cuenta también entre los escasos historiadores españoles que han trabajado a fondo en los archivos de la antigua Unión Soviética, y de esta dedicación han surgido libros como "La ocasión perdida. Las revoluciones rusas de 1917.

Por César Vidal



Cierra España.

Boletín Oficial del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes

Ilmo. Sr.: Con objeto de que alcancen la mayor difusión posible entre los estudiantes las elevadas y certeras palabras que el glorioso Maestro D. Miguel de Unamuno les dirigió en el solemne acto de la apertura de curso celebrado en la Universidad de Salamanca el 30 de Septiembre, con motivo de su jubilación en el Profesorado.


Este Ministerio se ha servido disponer:

1.º Que se publique en el Boletín Oficial de este Departamento la alocución a los estudiantes mencionada; y

2.º Que dicho texto se fije en el tablón de anuncios de todas las Universidades, Institutos de Segunda enseñanza, Escuelas Normales del Magisterio primario, Escuelas de Bellas Artes, Conservatorios y Escuelas dependientes de la Dirección general de Enseñanza Profesional y Técnica.

Lo digo a V.I. para su conocimiento y demás efectos.

Madrid 1.º de Octubre de 1934.
FILIBERTO VILLALOBOS
SEÑOR SUBSECRETARIO DE ESTE MINISTERIO
(«Gaceta» del 3 de Octubre.)

Discurso de Unamuno en la Universidad de Salamanca

ESTABA ya impreso este mi discurso inaugural de este nuevo curso académico cuando me vino a la memoria -a la memoria de dolores, que es la más tenaz- la mayor lección, no que di, sino que recibí, como rector de esta Escuela. Fue la del 2 de abril, viernes de Dolores, de 1903, cuando por una de esas tristes algaradas estudiantiles la Guardia civil hubo de matar a dos estudiantes, a uno aquí mismo, en un aula de aquí arriba -sus ventanas cerradas-, y a otro a la puerta del Instituto, en el vecino patio de Escuelas Menores. No he de historiar ahora aquel lamentable suceso ni ponerme a discernir culpas y disculpas. Baste decir que el origen de la algarada que costó aquellas dos vidas inocentes -eran unos pobres muchachos pacíficos y sencillos- fué debido a creer el relato de otro pobre estudiante víctima de alucinaciones. Los pobres muchachos no se detenían a comprobar las afirmaciones de quien se soñaba agraviado.

Después, si han vuelto alborotos, han sido más inocentes, y aquí, en esta Casa, las inevitables -ni hay por qué evitarlas- disidencias doctrinales entré quienes estudian para comparar y distinguir y escoger doctrinas, esos alborotos se han mantenido en un campo incruento. En un campo incruento, no pocas veces de una especie de deporte revoltoso -no revolucionario-, cuando no preguntón.

Y es que aquí, España sea loada, esas contrapuestas asociaciones escolares se han mantenido en terreno de convivencia civil. Y aún hay más, y es que ni se ha llegado a privilegios y monopolios de favores oficiales. Y puesto que en este curso se han suprimido las aperturas oficiales de las Universidades excepto en ésta, y puesto que soy yo quíen desde ella, donde sigo de rector, ha de dirigir la palabra de consejo a los estudiantes universitarios de toda nuestra España, quiero con estas palabras, que para fijarlas mejor, he escrito no hace tres horas, quiero con ellas hacer un llamamiento a la paz, a la paz en la guerra. Así titulé mi primera y más largamente pensada y sentida obra, en que narré las luchas civiles que se encendían en torno a mi niñez.

Aquí, dilo, no se ha privilegiado a ninguna asociación escolar. Una ha habido que presentó sus estatutos a ser aprobados en el Gobierno civil y lo fueron, a pesar de que los más de los socios eran menores de edad; lo fueron porque esa asociación se ampara en un decreto que la creó. Mas yo, como rector, no quise reconocerla y no la di estado en esta Casa. ¿Que no era política ni confesional? Toda asociación acaba siéndolo. Y no hay otra asociación estudiantil libre de sectarismos que la que forman los estudiantes todos debidamente matriculados. No la reconocí. Pesaba sobre mí el recuerdo de aquellos dos pobres mozos -casi niños- que aquí fueron muertos, de bala, antaño, y pesaba sobre todo la impresión de la barbarie desatada en otros centros de enseñanza. No ni mis estudiantes, los de esta mi Universidad -y la llamo mía tanto porque ella me ha hecho cuanto por cuanto Ia he hecho yo- habían de caer o aquí o en esas calles bajo unas balas ciegas de una guardia exasperada ni menos bajo las balas de una pistola que acaso se esconde dentro de un libro mondado, convertido en caja del más repugnante matute.

El que de semejante artilugio se valga ni es joven -ya que se presume de juventud- ni es estudiante, ni tiene conciencia civil, que es conciencia moral. Es, a lo menos, malo, víctima de esa terrible epidemia histérica, de esa fatídica apetencia de disolución nacional, civil y social que está corrompiendo a una parte de nuestra juventud. Que a los dieciocho o veinte años vuelve por un fenómeno patológico de involución, no a la dulce, sonriente y creativa mentalidad de los cinco años, cuando el niño se está creando -y con la palabra- el mundo, su mundo, sino a una pavorosa dementalidad de pobre niño abandonado sin hogar espiritual.

Y ahora, estudiantes míos, tengo que deciros otra cosa. Sería congojoso que os ejercitarais en el abuso de las armas de fuego -o de las llamadas blancas- y que las escondierais en el mondado libro de matute, pero más congojoso será que os dejéis ganar del ejercicio de otras armas peores. Me refiero a las de la calumnia, la injuria, la insidia y el insulto de que tanto empiezan a abusar vuestros mayores. Os están enseñando a calumniar, a injuriar, a insultar a la generación de vuestros padres y abuelos. Os están incitando a despreciarlos. Os están incitando a renegar de los que os dieron vida.

Vosotros, estudiantes españoles, que os ejercitáis en la investigación científica, histórica y social, en la dialéctica -escuela de tolerancia y de comprensión de la concordancia final de las discordancias; de la coincidencia de las oposiciones que dijo el Cusano- vosotros tenéis que enseñar a vuestros padres -a nosotros- que esa marea de insensateces -de injurias, de calumnias, de burlas impías, de sucios estallidos de resentimientos- no es sino el síntoma de una mortal gana de disolución. De disolución nacional, civil y social. Salvadnos de ella, hijos míos. Os lo pide al entrar en los setenta años, en su jubilación, quien ve en horas de visiones revelatorias rojores de sangre y algo peor: livideces de bilis.

Salvadnos jóvenes, verdaderos jóvenes, los que no mancháis las páginas de vuestros libros de estudio ni con sangre ni con bilis. Salvadnos por España, por la España de Dios, por Dios, por el Dios de España, por la Suprema Palabra creadora y conservadora.

Y en esa Palabra, que es la Historia, quedaremos en paz y en uno y en nuestra España universal y eterna

Cierra España.

Felipe Sánchez Román - Diario de Sesiones, 6 de mayo de 1932 (parte final)

Por eso, señor presidente de la Comisión, yo me permito hacer un ruego. Podrá no ser mi interpretación la exacta; pero reconocerá el Sr. Bello, o, por lo menos, si no lo hiciere cometería gravísima injusticia, que yo he llegado a esta conclusión interpretativa con una objetividad absoluta y que es posible que en la Cámara haya muchos que interpreten igualmente el mismo precepto del artículo 37. (Varios señores diputados: Todos.) Y siendo esto así, la conclusión es clara. El artículo está redactado en términos equívocos. Cuide, pues, el maestro de las letras que preside la Comisión dictaminadora del Estatuto catalán de afinar, para este punto substanciadísimo, para este punto fundamental, su pluma ilustre y exprese los conceptos con tal claridad que ni los legisladores de hoy, ni la opinión pública, pendiente también de este problema, tengan la menor inquietud acerca de este principio cardinal: si en cualquier momento, al organizar estas regiones en núcleo políticoadministrativo, nos equivocamos, será posible rectificar y no podrá querellarse luego Cataluña diciendo: «No, no podéis alterar ni un ápice de la distribución de competencias y de la organización regional ya establecida.»


Aparte de este ruego, yo me permito insistir, y me permito insistir principalmente basado en una consideración que hace más antagónica el artículo 37 del Estatuto. Hay que ponerla con toda claridad. La iniciativa de las Cortes del Estado ha de ser tan espontánea y libre que en cualquier momento rectifique la organización hecha o las delegaciones cedidas, porque existe un derecho exactamente reconocido en el artículo 11 de la Constitución del Estado, cuya lectura nos recomendaba de manera singular el presidente de la Comisión parlamentaria. Decía: «Lean los señores diputados el artículo 11.» Pues ya está leído y releído; y ese precepto dice en su párrafo final que, aprobado el Estatuto, el Estado le reconocerá y amparará como parte integrante de su ordenamiento jurídico y, naturalmente, en cuanto sea parte del ordenamiento jurídico tiene el legislador del Estado español libre y expedita la facultad de reformar revocando decisiones anteriores. Tan es así que yo me permito ilustrar –el acuerdo, no otra cosa- a los señores diputados con la discusión concreta de este artículo 11 de la Constitución. Uno de los textos anteriores que se debatieron, para luego prevalecer éste definitivamente votado, decía que el Estatuto, una vez aprobado, formaría parte del ordenamiento constitucional, y esta palabra constitucional ha sido eliminada para ser substituida por la de jurídico. Ahora bien; la trascendencia es enorme. Si el Estatuto fuera parte integrante del ordenamiento constitucional, habría que colocar la reforma del Estatuto en el mismo plano que la de la Constitución; pero si el Estatuto es una categoría, en estas jerarquías políticas de la legislación del Estado, inferior, porque forma parte integrante de lo que en tesis de interpretación jurista se puede denominar y se denomina el ordenamiento jurídico del país, entonces el rango del Estatuto es el rango de toda ley general y tiene que estar sometido a la plena facultad del legislador para su reforma en cualquier instante. (Muy bien.)

Y cuando éste es el postulado constitucional, el artículo 37 del dictamen estará más claro o estará menos; pero yo lo que digo, seguramente con el asentimiento expreso del presidente de la Comisión que ha dictaminado el Estatuto, es que ellos, el dictamen, no ha querido amparar y dar validez a esta forma ordinaria interpretativa de revocación, y es necesario que se diga.

Podrá discutírseme si mi interpretación de origen era cierta o no; el Sr. Bello me dice: «El orador es de una sutileza extraordinaria y ha creado un problema que no existe»; pero yo le replico al presidente de la Comisión: ¿Y este otro problema? ¿Tenemos facultad para revocar el Estatuto, la tiene el Poder legislativo del Estado español lo mismo que modifica una ley de las que integran nuestro ordenamiento jurídico? Eso es lo que no dice el artículo 37, y si no lo dice, el artículo 37 ¿qué valor tiene? ¿Un valor contradictorio, de oposición a la norma constitucional? Pues ésa es la consecuencia que yo saco del modo como habéis cedido las competencias atribuidas a la ley; habéis dictaminado un proyecto que no se ajusta a la Constitución, y yo esto, señores diputados, lo reputo de una gran trascendencia, tanta que ahora, para sacar la consecuencia de ese punto de vista, permitidme que haga algunas reflexiones para concluir.

Yo no pretende jamás, no lo he pretendido nunca, volverme de espalda a la realidad de cualquier problema político. El hecho catalán, como ha dado en llamársele, tiene una realidad viva y positiva en el cuadro de la política general española. Pero la verdad es que no sólo se trata del problema catalán, sino también del problema entero de las autonomías regionales del Estado español en la multitud de comarcas diferenciadas que tiene dentro de su seno. Yo digo, precisamente por eso, vamos a afrontar el problema de Cataluña, porque tenemos la obligación constitucional de hacerlo y la razón política de hacerlo cuanto mejor sea posible; para hacerlo constitucional hay que votar, hay que acordar un Estatuto de autonomía y ni una línea más. Y ese Estatuto (y yo os relevo del cansancio de la demostración, acompañándola, lo que sería fácil, de diferentes modelos, unos más estrechos, otros más amplios, que se ueden presentar), su esquema, el perfil de esa organización dada en el Estatuto, que combato, trasciende mucho más al Estado federal que a estos tipos de organización regional autonómica. Y en esto, señores diputados, no tenemos opción. Cuando se hacía la Constitución del Estado español podíamos deliberar en amplitud, sin más sujeción que la de la verdad histórica y positiva de España, si nuestra Constitución del Estado español no es federal, las autonomías que se concedan a las regiones no pueden ser autonomías equivalentes, ni semejantes a las de los Estados miembros de los Estados federales. Tienen que ser estas autonomías de características tales como las que yo he tratado de recoger del espíritu mismo de la Constitución, en su interpretación más autorizada, que, naturalmente, nunca ha sido la mía, sino la de los elementos personales y testimonios que yo he ido invocando en el curso de estas manifestaciones. No hay, por lo tanto, en esta mi actitud oposición sistemática.

Pero yo no me sé volver de espalda a la Constitución y, para mí, lo puesto en la Constitución es de una obligatoriedad moral y jurídica indiscutible, que yo cumpliré siempre con una absoluta fidelidad y restricción, para no cometer nunca la más pequeña extralimitación, sobre todo en problemas de tan enorme magnitud. Y digo que es prudente advertirnos a todos de que los revisemos hacia dentro, caminando con toda decisión hacia la solución del problema regional de España, llámese catalán, llámese vasco, llámese gallego, llámese cualquiera que sea el nombre de su situación; pero vamos a resolverlo dentro de la norma constitucional. Si no lo hacemos así, si cedemos en extralimitación, como la que yo he querido destacar en el día de hoy, permitidme que ayude, no a vuestra reflexión, que siempre es espontánea, sino a comunicaros la intimidad de mi pensamiento, con algunas finales reflexiones.

El problema, como decíamos al principio, está entregado a una lucha, de pasión noble en gran parte; turbia, quizá, en otros sectores. Pues buen, cuidemos de no ofrecer a ninguna campaña el argumento terriblemente eficaz de que nuestra condescendencia y la apetencia de Cataluña han ido a solucionar el problema regional de autonomía un límite más allá del marco cerrado por la Constitución; no demos a nadie el cartel de atacar cualquier acuerdo de estas Cortes (y menos éste), precisamente por el vicio de inconstitucionalidad; no dejemos nunca que un pecado de esa naturaliza se pueda imputar aun momento seguramente pasajero y transitorio de la vida republicana del país.

Pero, además, señores diputados, reconoced conmigo que hoy hay una indicación, que yo lamento no tener condiciones para cumplir; pero es preciso evitar que ante esas imputaciones se pueda identificar en ningún instante la República con un acto estatutario que pueda ser fruto de una condenación por razones análogas a las que acabo de establecer. Es necesario, es conveniente a la República misma que desde su campo se levanten voces encaminadas a restringir todo empeño de excesiva liberalidad, no de excesivo liberalismo, en dar generosamente competencias nuevas desposeyendo así al Estado español. Es necesario que la opinión pública sepa y admita que la República, al lado de su viejo principio federal, tiene posibilidades de abanderar también en el camino de su progreso un lema de Estado unitario con descentralización y, por tanto, netamente constitucional, que arraiga en lo más hondo de los sentimientos republicanos del país; que no se diga en ningún instante, ni con razón ni sin ella, que la República extrema condescendencias y hace dejación de atributos de Estado.

Y además, permitidme que os diga también que el problema de hoy tiene una gravedad extrema, y la tiene porque vamos a fijar un método de organización de las regiones políticoadministrativas. No me importaría a mí tanto ceder a Cataluña, con sentido de desprendimiento, en cuanto fuera compatible con el deber de conciencia, facultades que en la política organización estatal debemos rendir; pero sería muy grave que, a seguida, las restantes regiones pretendan también su organización autonómica por idénticos métodos y principios, y en caso tal, el camino de la República puede ser un tránsito de funesto error.

Sin necesidad de volver los ojos a recuerdos de historia republicana, en cuya similitud yo no he creído jamás, debo decir, sí, que un método político semejante dificultaría precisamente la gran obre de política nacional de reconstrucción del Estado, de creación de sus resortes formidables, que es lo que está clamando la República. Prueba de ello, señores del Gobierno, únicos, repito, expertos gobernantes, republicanos y socialistas que, cuando el calor de la opinión pública os llega más cerca en decidido aplauso es justamente cuando destacándoos desde las posiciones particulares os ponéis a realizar empresas de alto interés general, aunque sea sacrificando intereses de clase, como una vez y otra ha hecho el formidable partido socialista español, cuya colaboración en la República de España en estos momentos difíciles ha de ser motivo de imperecedero reconocimiento. Y ese aplauso incondicional y este acto de sincera justicia que yo os rindo, lo ganáis precisamente cuando decís: «Por encima de los intereses de clase, por encima de los intereses particulares está el interés del Estado.» Y ahí, en el servicio del interés del Estado, en la política verdaderamente nacional y de construcción es donde tenéis a todos los españoles detrás de vosotros, para prestaros, con su aliento, toda la fuerza necesaria para gobernar en los iniciales momentos difíciles de la vida republicana española. He dicho (Aplausos en casi todos los sectores de la Cámara.

Cierra España.

Felipe Sánchez Román - Diario de Sesiones, 6 de mayo de 1932 (3ª parte)

La representación del Gobierno de la República en la región autónoma de Cataluña (no para las funciones generales que el Estado se reserva, porque en éstas no sería vigilancia, sino propia y directa ejecución), sino, como muy bien dice el Estatuto (no en balde han acumulado ahí su saber los mejores técnicos catalanes), la que actúa en el ámbito de las funciones privativas de la región, la confiere el Estatuto –y aquí está el equivoco- al presidente de la Generalidad de Cataluña, el mismo que, a su vez, tiene la representación de Cataluña ante la República española.

Y esto, señores diputados, s lo que no puede ser, a mi juicio, sin una grave contradicción. Poner en cabeza de una misma personalidad de esta organización política la representación de la región ante el Estado y la representación del Estado en la región en aquellas funciones que la región realiza, me parece que es colocar al presidente de la Generalidad en una representación contradictoria para el manejo de altísimos intereses generales, que ni siquiera las normas fáciles del comercio privado, de los intereses particulares, han autorizado por regla general, y sí únicamente por excepción tasada, semejante doble representación antagónica. El presidente de la Generalidad, en función de representar, a las veces, intereses posiblemente en pugna, porque para eso es precisamente el dotar al Estado español de vigilancia en la organización de la región, tendría que volverse de espaldas o como presidente de la Generalidad o como delegado de la representación de la República española. Yo digo que en ese precepto estatutario está reconocida la necesidad de la vigilancia por el Estado, como un atributo indeclinable, y afirmo que, si así está reconocido, no puede ser en principio compatible la representación contradictoria que se hace encarnar en el presidente de la Generalidad. Pero, además, este derecho de control tiene un segundo plano, una segunda actividad, totalmente preteridos en el dictamen de la Comisión parlamentaria. Yo los voy a exponer en este punto, casi a sabiendas de que no habrá concordia posible; pero tengo el deber, o por lo menos creo cumplirlo, de exponer objetivamente mi convicción, para que sirva de una experiencia adelantada a lo que constantemente puede suceder en la práctica de este régimen autonómico de la región de Cataluña. Esta segunda fase es que el Estado, así como ha de estar vigilante, y no por noticia, sino por presencia, ha de estarlo para algo. Y ¿para qué puede estarlo más que para impedir, en garantía del Estado general, el que una autoridad regional, un órgano de legislación o un órgano de ejecución, pero especialmente estos últimos, se extralimiten de la órbita de su propia competencia estatutaria, no ya sólo en una norma, no en una ley, no en un reglamento, sino incluso en una decisión concreta, en un acto que es jurídico precisamente porque lo realiza la autoridad dentro de una competencia legalmente delimitada?

Para estos casos, se me dirá, ahí está el Tribunal de Garantías Constitucionales, para reducir y resolver todos los conflictos de competencia legislativa y también todos los conflictos que puedan surgir entre las autoridades regionales y las generales o del Estado en cualquier orden. Y yo digo, sin perjuicio de que yo acepte en definitiva la opinión siempre más acertada de la Cámara, que hay que tener cuidado con estas equivalencias, porque no es lo mismo evitar un daño por una resolución extralimitada que reparar después un conflicto jurisdiccional ante el Tribunal de Garantías, el resarcimiento teórico de una declaración de derecho en la que se diga que, efectivamente, la autoridad regional, el órgano regional, ha cometido una patente extralimitación que merece y reclama que el Tribunal de Garantías haga una pomposa sentencia diciendo: «En efecto, la región extravasó el límite de su competencia.» Pues bien; de todo esto, ¿qué hay en el Estatuto? De esto no hay nada. El dictamen de la Comisión se ha creído desligado de la necesidad de obtener y aplicar estas directivas que están en la Constitución política misma; en la propia definición de las organizaciones regionales políticoadministrativas, dentro del Estado y compatible con el Estado español, está precisamente esta demarcación autonómica que obliga a semejantes consecuencias.

Y, por último, voy a permitirme retener todavía vuestra atención con tercer principio, al cual doy la máxima y cardinal importancia. Consecuencia de que la organización regional sea un acto de la voluntad del Estado resulta indeclinablemente que el Estado puede remover, revocar, redistribuir las competencias dadas. ¿Qué hay de esto en el Estatuto? En el Estatuto no hay absolutamente nada, y no tengo derecho a decir que este Estatuto de organización regional toma una posición defensiva y desconfiada al sentar como principio el artículo 37 del Estatuto dictaminado por la Comisión, que la iniciativa de las Cortes no podrá promover la revisión del Estatuto. ¿Os hacéis cargo, señores diputados, de lo que es, de lo que representa que nuestra Constitución política nos diga que la cuarta parte de los diputados a Cortes pueden promover con eficacia la iniciativa de reformar la Constitución del Estado, y, en cambio, el Estatuto de la región autonómica sea intangible para las Cortes españolas? Por iniciativa de las Cortes ni siquiera se puede proponer la reforma del Estatuto, no ya realizarla, pero ni siquiera proponerla, porque lo que se niega en el texto del artículo 37 es la validez de la iniciativa de las Cortes. Para reformar el Estatuto es indispensable que actúe el acuerdo del Parlamento catalán, el plebiscito catalán, y cuando el Parlamento catalán y su acuerdo plebiscitado en la región digan que, en efecto, se va a reformar el Estatuto, entonces se remite a las Cortes del Estado español para que aprueben la decisión del Parlamento catalán y el referéndum catalán. Justamente, no quisiera yo argumentar sobre ningún texto que no fuera escrupulosamente recogido, y creo que el dictamen de la Comisión sobre el proyecto de Estatuto de Cataluña dice en este punto así:

«Este Estatuto no podrá ser modificado por iniciativa de las Cortes ni por la del Parlamento catalán, sino mediante el mismo procedimiento seguido para su aprobación.» (Rumores.) He leído el texto, porque advertí en el señor presidente de la Comisión parlamentaria algo asó como su sorpresa, y al advertir yo la sorpresa del presidente de la Comisión parlamentaria, lo que hace es crecer la mía, porque si la participación decisoria, nulamente decisoria, que a las Cortes españolas les está reservada sobre una redistribución de competencia para lo futuro, es a cuenta de seguir el procedimiento de cubrir primero el trámite netamente regional y si no hay este trámite el asunto no llega a las Cortes españolas, porque le habéis negado declaradamente la iniciativa de proponer la reforma de esta distribución… (Rumores.)

Pues ¿qué dice el artículo 37 sino que no se podrá reformar por la iniciativa de las Cortes españolas? (Siguen los rumores.) ¡Ah! Yo lamento que el texto esté tan obscuro que induzca a esta confusión, pero conste que mi lamentación es efímera, porque, al contrario, lo que yo tengo en el fondo de mi conciencia es la mayor alegría de que la Comisión parlamentaria no haya amparado ni un solo instante en su pensamiento la idea de que el Estatuto catalán, una vez aprobado en estas Cortes, es un baluarte inexpugnable contra el cual toda la pontente acción del Poder supremo de estas Cortes o de las posteriores y sucesivas de España no tenga que oír lo que decían los grandes señores cuando llegaba la Justicia: -Señor, que está la Justicia.- Pues que espere en el patio.- No; las Cortes españolas no esperan; las Cortes españolas de hoy, en ejercicio de Poder, tendrán sumo cuidado en no impedir al legislador de mañana, sea cual fuere, la plenitud de sus facultades reformadores, porque entonces llegaríamos verdaderamente a la insensatez de creer que un legislador de hoy puede parar el movimiento político del porvenir (Rumores de aprobación en varios sectores de la Cámara.), que puede estancar la legislación en un punto determinado; y esto, señor presidente de la Comisión parlamentaria, es una construcción demasiado peligrosa para, por lo menos, no haberla dejado esclarecida con una dicción tan pura, tan elegante como la que está precisamente en la facilidad escritora del presidente de la Comisión parlamentaria, que siendo hombre de pluma, y de pluma, y de pluma severísima en el decir, pudo ilustrarnos el precepto con una fórmula tan diáfana, tan transparente que no hubiera dado ocasión ni siquiera a esta duda, que en mí no es reciente, que en mí nace en la intervención del 25 de septiembre, porque entonces, con previsión y ante un texto, por cierto que creo recordar que era igual al del artículo 37 del dictamen de la Comisión (aunque este punto de hecho yo no lo aseguro), ante un texto igual, tuve que dirigirme al presidente de la Comisión parlamentaria de la Constitución Sr. Jiménez de Asúa, y decirle: «Si realmente aquí se acepta el criterio de que las delegaciones de competencia son cesiones irreformables, irrevocables, entonces habremos hecho una dejación permanente de las facultades del Estado.» Y el presidente de la Comisión parlamentaria de la Constitución del Estado (y por eso hoy no quiero que me ocurra lo mismo), que estaba, sin duda, fatigadísimo y ni se enteró de la pregunta, me contestó (como consta en el Diario de Sesiones y más todavía en un reciente y brillantísimo libro que acaba de publicar y cuyo primer ejemplar ha tenido la bondad fraternal de dedicarme): «No hay tal cosa, porque las facultades que ceda el Estado las cede en ejercicio de su libre decisión.» Y esto era no contestar precisamente al problema que entonces, en previsión de futuro, hube de plantear y que tengo hoy que repetir.

Aunque hoy cediéramos con plenitud de albedrío determinada competencia, no tendríamos nosotros derecho nunca a impedir que el Estado español de mañana, en cualquier momento ulterior, deshaga o rectifique –mejor rectificar que deshacer- cualquier competencia imprudentemente delegada en el momento de hoy sin la base de una experiencia histórica. Porque lo más grande es que forjamos este camino para un Estado que vive en la unidad desde una tradición secular, aunque junto a ella haya vivido indebidamente una centralización absurda que yo detesto, y no está de más el que precisemos con toda puntualidad, en consejo de prudencia, que hoy podemos hacer una cesión que la práctica, la realidad, la experiencia de mañana, esté reclamando, de manera inmediata, que rectifiquemos nuestra decisión. Y la política es justamente rectificarse, no por los problemas menudos, sino por la experiencia fundamental, no por la presión de un combate o de una lucha política de encrucijada, sino por afrontar rectamente los resultados de la política nacional para llevarlos al progreso, al éxito, en la mediad que estoy seguro que toda esta Cámara desea con voz unánime. (Muy bien.)

Cierra España.

Felipe Sánchez Román - Diario de Sesiones, 6 de mayo de 1932 (2ª parte)

Pero, además, yo debo completar la insinuación metódica del Sr. Companys con otro criterio de la más cabal importancia para la resolución de este problema de competencias. No basta que discutamos si hay o no capacidad política en Cataluña suficiente para encomendarla determinados servicios para su desempeño en el interior de su región. Será preciso también que llegado el momento de cada una de estas competencias cesibles estudiemos con toda libertad para formar una decisión objetiva del mayor acierto, si cuando esas competencias hayan sido transmitidas a Cataluña queda el Estado español con resortes de poder suficiente para cumplir sus fines colectivos, porque no basta que seáis capaces, no basta que podamos atribuiros, en plena confianza, determinadas competencias: será preciso que también, a título de representantes del Estado español, nos preocupemos, y muy hondamente, de saber qué consecuencias tengan esas cesiones que pedís, en orden al residuo de poder y de potencia política que al Estado español le quede.


Llegado el momento –digo que éste no lo es-, entraremos a discutir, precisamente en relación en cada competencia a delegar, estas dos cuestiones, y para ese momento, señores diputados, yo, no con el carácter ni siquiera de una directa alusión, sino con el carácter de exponer lealmente mi juicio, tengo que hacer una observación que es posible que, por no ser percibida en su auténtico sentido, pueda representar acaso algo que, en el concepto de los intérpretes, no parezca plena de justificación. Pero yo digo que para que las Cortes, a plena conciencia, sepan lo que pueden dar sin perturbación honda del poder del Estado español, tenemos, sin duda, una dificultad que salvar, y esta dificultad yo, serenamente, voy a planteársela a la Cámara.

Los hombres de la República, porque todos fuimos totalmente ausentes a la administración y al gobierno del país monárquico, somos hombres, en general, inexpertos en propulsar con exactitud los resortes y la capacidad efectiva del Estado español. Los republicanos hemos destacado a nuestros mejores hombres para sentarlos en el banco azul, y con plenitud de confianza, por nuestra parte, nos dirigen. En todo momento es hora oportuna de decir también que nos dirigen en general con el mayor acierto. Pero la consecuencia de esta propia juventud de la República es que el resto de los republicanos legisladores no tengamos una experiencia de Estado y es posible por esto mismo manejemos sin el tino necesario, sin la ponderación, la medida, el equilibrio precisos, aquellos juicios de valor político que son indispensables para distribuir sin daño las competencias públicas entre el Estado y Cataluña.

No es ocasión de ejemplarizar con cosas concretas. No lo pretendería yo jamás; pero no creo tampoco cometer una extralimitación inoportuna diciendo la perplejidad en que yo me encuentro, por ejemplo, para definir si una competencia como la del orden público es una competencia cesible o no. Me encuentro en verdadera dificultad y probablemente por unas consideraciones a veces empíricas, que sólo la experiencia puede salvar.

Si yo preguntara al señor ministro de la Gobernación, no en el sentido parlamentario, sino simplemente en el sentido hipotético en que estoy hablando, si podría responder de la paz interior de España cuando su acción de orden público terminase en la frontera del Ebro, entonces dicho señor ministro podría decirme: «Mi experiencia me da este o aquel resultado.» Si yo fuera conocedor del sentido interno de esa mecánica de la Administración y del Estado, podría contestarme al problema que, por ejemplo, en materia de orden público, me llena de confusión. ¿Es que un Estado, un sujeto político, puede ser el depositario comprometido a mantener y a asegurar el orden público cuando el desorden público, que es su contrario, se produce por multitud de causas que a veces arrancan de las mismas disposiciones erróneas de la autoridad, sin tener luego la facultad suficiente para corregir, no el fenómeno externo del desorden en la calle, sino el fenómeno substancial de la mala medida de la autoridad provocadora de tal desorden? ¿Podría pedirle un día al ministro de la Gobernación que nos tenga el país de Cataluña en un perfecto estado de paz sin perturbar tampoco, por contagio, al resto de España cuando se haya producido un desorden por una equivocada o injusta medida de las autoridades regionales? Nos dirá el señor ministro de la Gobernación: «Yo arreglaría todo eso; podría rehacer el orden práctico de la calle; pero lo que no puedo hacer, en manera alguna, es evitar la causa fundamental que ha provocado el mismo conflicto que tengo el deber de sofocar si me reservo la alta y comprometida misión de mantener el orden público incluso en las regiones autónomas.» Yo preguntaría al señor ministro de Justicia, gran conocedor del problema de las jurisdicciones, si cuando la justicia se entregue a Cataluña como función delegada, el resto de los españoles tendremos en Cataluña una justicia imparcial. No digo nada que roce a la posible organización de la justicia futura en Cataluña, si a eso con error se llegase; apunto la hipótesis que estoy seguro de que los catalanes conscientes precisamente del alto sentido catalán que mueve todas sus actividades políticas, pueden muy bien tolerar. Si yo tuviera después el asesoramiento del ministro de Trabajo diciéndome que la legislación social, aunque la apliquen autoridades regionales, en Cataluña, producirá todos los fines de protección, de igualdad, de garantía al proletariado y al régimen de la producción, yo tendría elementos de juicio y un principio de seguridad –después de estos informes que para mí son de un valor realmente insuperable, dada la confianza que tengo en todos y cada uno de los titulares de las diferentes actividades de Gobierno- para saber en consecuencia que una cesión de esta o de aquella competencia no revelaría un desconcierto completo, una desorganización absoluta del Estado español, en cuyo resto tenemos todavía que se vigilantes y cuidadosos, más cuidadosos que generosos se nos pide que seamos en la cesión de esas competencias. Y yo, n incluso, reclamaría, no del señor ministro de Hacienda, porque su delicadeza bien y públicamente declarada le obliga a abstenerse de su función ministerial en el trámite del Estatuto de Cataluña, sino del Gobierno, que me dijese si una Hacienda estatal, la Hacienda española, estaría en condiciones de potencia suficiente y bastante cuando hiciera esa delegación o cesión de contribuciones directas, que siendo pilar de la finanza del Estado, restaría a ésta la enorme capacidad económica necesaria para la vida del Estado español en la plenitud de sus fines.

Yo no entro ahora en el examen de las competencias que se discuten; yo apunto desde ahora nada más, que cuando cada una de esas competencias venga a la decisión de las Cortes, para saber si se transfieren o no, necesitaremos, aparte de una imparcialidad absoluta y de una labor ímproba, tener una noticia autorizada, que los legisladores republicanos, por su inexperiencia de gobierno –con las excepciones que antes he marcado-, no tenemos en la medida suficiente para dirimir sobre un problema de tan honda y fundamental gravedad. Aparte de ésta, que es razón empírica, ¡qué duda tiene que en el orden de las concepciones generales, absolutas, de razón, habrá competencias que no podamos en manera alguna ceder en la forma en que han sido solicitadas! Y, desde luego, a mí se me antoja que es problema de mucho pensar el ver en lo por venir un Estado español que hace delegaciones de justicia, delegaciones de cultura, delegaciones fiscales de legislación social o de aplicación de ella; como también cualquiera actividad reformatoria agraria (que yo no veo compatible con ciertas afirmaciones de competencia regional) y otras tantas cosas que habremos de meditar muy despacio.

Como veis, ya no entro ahora a discriminar, a disputar estas o las otras competencias; mi posición es la de que cada una de las que se transfieran a la región autónoma, es una transferencia a meditar despacio y a resolver con todo cuidado.

Pero no es éste, repito, el momento de dilucidar sobre el particular. Para mí hay otra cuestión, que yo me atrevería a enunciar de este modo. La gravedad del problema de este Estatuto es doble: de un lado, las competencias que se nos invita a ceder; de otro lado importantísimo, el modo como hacemos la cesión de estas competencias. Y es aquí justamente donde yo recojo aquella afirmación capital del presidente de la Comisión parlamentaria para rechazarla. Aquí no hay ni puede haber Pacto en el sentido del Derecho constitucional; aquí estamos todos, catalanes y no catalanes, bajo el peso inopinable de una norma constitucional, que es la que nos marca el camino que tenemos que seguir. Esa Constitución no dice, de ninguna manera, que el Estado español, unitario, se disgregue en diferentes Estados miembros para formar en régimen federal; lo que nos dice esa Constitución española –a la cual todos y, principalmente, por una razón moral, aquellos que contribuimos a formarla, le debemos riguroso acatamiento- es que estamos facultados para dictar Estatutos de autonomía. Por consiguiente, el criterio que debió pesar en el pensamiento de la Comisión parlamentaria que dictaminara sobre los Estatutos era, en definitiva, si el Estatuto que dictaminaba para su aprobación era un Estatuto de autonomía o era algo muy distinto.

Yo siento, lo lamento vivísimamente, tener que recordar a la Cámara –quizás abusando de su paciencia- algunos conceptos que han tomado estado dentro de los debates parlamentarios de la Constitución.

Lamento también obligarla a seguir ciertos razonamientos para completar lo que llamo conceptos vacíos de la Constitución, porque cuando se estamparon en ella o fueron aclarados de manera suficiente, y uno de ellos, precisamente, lo fue el de autonomía; autonomía que, por otra parte, es un concepto de al vaguedad, que vuelca a disciplinas tan distantes y a sectores de organización tan diferentes, que es necesario ver cómo a ese concepto se le da precisión, para que podamos, en definitiva, caminar a trámite seguro. Autonomía es concepto que no creo debamos recibir en el modo, por ejemplo, como las equivalencias del lenguaje lo fijan; porque hay incluso textos, como el del Diccionario de la Lengua, en el cual se nos dice que autonomía es «estado y condición de un pueblo con entera independencia política»; es decir, una fórmula que es mucho más que el Estado federal. Porque la autonomía federal, en efecto, la autonomía de los Estados miembros, la autonomía netamente constitucional, no llega a la afirmación de entera independencia política.

El concepto de autonomía en nuestra Constitución hay que buscarlo en nuestra Constitución misma, porque es un concepto relativo, que ha de tomar toda su substancia de la misma norma constitucional, y en este aspecto es la Constitución la única carta que nos brinda el camino seguro. Dice nuestra Constitución que la Repúblcia española es un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y de las regiones. En cuanto es una autonomía compatible con un Estado, no federal, sino integral, la autonomía no puede ser la de los Estados miembros de los regímenes federales. No se trata tampoco de una autonomía meramente municipal, de aquella que no sobrepasa la esfera de la administración local. Se trata, en definitiva, de un tercer término, sobre cuya precisión hay que tener el mayor cuidado: es el de autonomía politicoadministrativa que ha consignado la Constitución para las regiones. Esta autonomía intermedia, que no es la autonomía constitucional de los Estados federales y que no es tampoco la ínfima categoría autonómica de las esferas locales, es una autonomía cuyas características brotan precisamente de todo el sistema de la Constitución.

A las regiones que quieren organizarse en autonomía se les confiere o se hace posible conferirles facultades de legislación y facultades de ejecución, según los casos, y mediante un régimen de distribución de competencias que la misma Constitución señala. Este modelo, que indudablemente los autores técnicos de la Constitución tuvieron presente en otras formas del Derecho político comparado, es una autonomía cuyas características están bastante hechas en la Historia contemporánea. Se transfieren por delegación, o por distribución de competencias, facultades legislativas; se transfieren también facultades de ejecución; casi nunca estos tipos autonómicos, que en Europa los podríamos señalar también determinadamente, arrastran la posesión de órganos judiciales propios, porque esos órganos judiciales se reservan siempre al Estado; la sola excepción por mí conocida es el país autónomo de Croacia y el territorio de Memel.

Esta forma autonómica, y que, por cierto, se afirma, yo creo con razón que es anómala, porque no es permanente, sino fugaz e histórica, porque camina inexorablemente hacia la «unidad» o a la «separación»; este régimen especial tiene unas características que yo he visto olvidadas por completo en el proyecto de la Comisión, y a las cuales voy ahora a referirme.

Lo primero que de todo resulta es, a mi juicio, que la organización de estas autonomías regionales es obra de la voluntad del Estado; que no hay pacto; que la voluntad de Cataluña ni la voluntad de ninguna región tienen fuerza obligatoria para rendir al Estado a que delegue competencias ni atributos de ningún género. Es el Estado español, es la ley política fundamental, la que, escogiendo para su organización uno de los sistemas, dice: No quiero ser ni organizarme como Estado federal, porque eso lo ha rechazado la Cámara al aprobar la Constitución, haciendo examen concreto, directo y particular de esta cuestión; no soy un Estado de tendencia federativa, porque justamente esta fórmula, que la Comisión constitucional incorporó a uno de sus textos, fue rechazada a impulso de los certeros ataques que contra ella lanzó el Sr. Ortega y Gasset. Pues si no es un Estado federal ni de tendencia federativa, si no es más que un Estado que busca en una descentralización autonómica la manera de organizar sus regiones, sin perjuicio de la unidad integral del Estado español, yo no me explico entonces cómo al crear estas autonomías regionales, en general bajo el patrón de la Constitución y en concreto cuando cada una lo solicite, ha podido pensarse ni por un momento en la doctrina del pacto, el concierto de poder a poder, que brota en los labios de la Comisión parlamentaria. Mucha es su autoridad y por esto mismo podría extraviar al Parlamento bajo un principio tan falso como el que acabo de examinar. (Rumores.)

Consecuencia de ser la organización regional un acto de creación de la voluntad del Estado, es que si la región autónoma es compatible con el Estado español y, como dice otro de los preceptos constitucionales, está dentro del Estado español, el Estado español no puede estar ausente de la organización regional autónoma en el desenvolvimiento efectivo de todas las funciones que la región, en virtud de las delegaciones estatutarias, haya asumido. El Estado tiene un indiscutible derecho de control sobre la actividad de la región autónoma, y este derecho de control lo ejercita en dos planos, que me voy a permitir someter a la ilustrada consideración y parecer de la Cámara, para que se sirve recibirlo, no con el ánimo de aceptarlo desde luego, sino de meditarlo mucho y rechazarlo, si no lo considera acertado.

Este derecho de control requiere que el Estado español ejercite una vigilancia sobre la región autónoma para ver si ésta cumple las funciones que le son cedidas, y esto, señores diputados, que parece un principio atrevido contra la autonomía de la región, yo creo que es algo tan absolutamente incorporado a la naturaleza de estas organizaciones politicoadministrativas, que el propio Estatuto no ha tenido la posibilidad de desentenderse de su fuerza, aunque luego, al reglamentarlo, lo haya defraudado, en absoluta quiebra, rotunda y terminante.

Cierra España.

Felipe Sánchez Román - Diario de Sesiones, 6 de mayo de 1932 (1ª parte)


Felipe Sánchez-Román y Gallifa (1893-1956), político y jurista español. Nacido en Madrid, era hijo del político liberal Felipe Sánchez Román, catedrático de Derecho Civil y, en 1905, ministro de Estado. Tras doctorarse en Derecho, a los 23 años logró la misma cátedra que su padre venía desempeñando en la Universidad Central de Madrid hasta su muerte, que tuvo lugar en ese mismo año de 1916. Miembro de la Academia de Legislación y Jurisprudencia y del Tribunal Permanente de Justicia Internacional, con sede en La Haya, su republicanismo le llevó a participar en agosto de 1930 en el Pacto de San Sebastián. Asimismo, en febrero de 1931 fue uno de los intelectuales que formó la denominada Agrupación al Servicio de la República, que tuvo como componentes fundamentales a José Ortega y Gasset y Gregorio Marañón. Proclamada dos meses más tarde la II República, resultó elegido diputado a Cortes Constituyentes en los comicios celebrados en junio siguiente. Fundó pocos años después su propia formación política, el centrista Partido Nacional Republicano, al que no quiso incluir entre los que formaron el Frente Popular con motivo de las elecciones legislativas de febrero de 1936, por considerar a éste demasiado extremista. Cuando en julio de ese año dio comienzo la sublevación militar que hizo estallar la Guerra Civil, pretendió que se llegara a un acuerdo con los rebeldes y, de hecho, integró el día 19 de ese mes, como ministro sin cartera, el gobierno que, presidido por Diego Martínez Barrio, no llegó a tomar posesión.


En 1939, finalizada la Guerra Civil, se exilió en México, en cuya capital fue catedrático de Derecho Comparado en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), así como abogado consultor del presidente de aquella República, Manuel Ávila Camacho, en la primera mitad de la década de 1940. Falleció en 1956 en la ciudad de México.

Discurso sobre el Estatuto de Cataluña.
 
Señores diputados, al intervenir en este asunto, cuya importancia sería innecesario ponderar, no puedo substraerme a la sensación que tengo de que estamos en un problema envuelto totalmente de cosas sentimentales. No digo que este ambiente sentimental formado en relación al Estatuto pueda tener estas o las otras características. Suscribiría convencidamente las palabras que se atribuyen al señor presidente del Gobierno en alguna nota oficiosa, pensando que una gran parte, el 90 por 100, de esa emoción sentimental está fundada en nobles estímulos. Precisamente por estar convencido de que éste es el fondo que se puede descubrir, yo no me atrevo ni siquiera a recomendar ningún enjuiciamiento en orden a esa posición sentimental del problema, pero quiero, sí, recoger, a modo de enseñanza, una prevención contra las consecuencias que ese ambiente va produciendo en torno a los criterios con que el problema viene afrontándose. Este problema planteado con el Estatuto de Cataluña, se ha dicho, sin duda bajo la influencia de ese tono sentimental, hay que resolverlo utilizando a plena eficacia razones de cordialidad, y yo, que estimo legítimo que en la estimación popular del problema se crucen emociones sentimentales de una parte y de la otra, considero, en cambio, que quienes tenemos que contribuir a su solución, y aun acordarla en este Parlamento, debemos hacer, a ser posible, el esfuerzo preciso, necesario, por grande que sea, para despojarnos de esta preocupación. Organizar Estados, crear un Estado, en definitiva, no es ni puede ser obra de sentimientos, ni buenos ni malos; con cordialidad no resolveremos esta cuestión; tenemos que resolverla con criterio absolutamente racional, objetivo, sin preocuparnos en un momento dado de que aquí, en la labor del Parlamento, pueda sonar incluso una voz de fuerza, de acritud, porque si esa voz está inspirada en un criterio puramente racional, objetivo, contribuirá más a resolver el problema que todas las tolerancias sentimentales, que todos los principios de cordialidad que enturbien un ambiente que ha de ser de absoluta serenidad objetiva. Yo me propongo seguir ese camino, y además, al hacerlo, soy consciente de que no desentono del modo como el problema ha sido planteado; porque yo, cuando examino el documento de Cataluña, tengo la certeza, la convicción absoluta, de que ese documento no pretende ser un documento cordial. Ese documento plantea ante el Estado español, con hondas raíces de absoluta autenticidad, la gran desconfianza que una región, la catalana, siente en estos momentos ante las prerrogativas del Poder del Estado. ¿El Estatuto de Cataluña documento cordial? Yo me limito a pensar (porque no quiero faltar a la reciprocidad debida y así legitimo mi posición) que Cataluña nos ha traído su petición de Estatuto en unos términos que representan el estado de conciencia formado por los autores que lo redactaron y por los votos que justificaron esa redacción, un estado de conciencia, repito, absolutamente receloso de la actividad del Estado español.


Tan absolutamente receloso, que, cuando se contempla el dictado de ese Estatuto, la convicción que yo obtengo es que venimos a tocar en el día de hoy la consecuencia de un pasado. Los españoles que hemos sentido siempre la apetencia de crear un Estado poderoso y justo, inculpamos al régimen opresor que se fue. Y pienso entonces que el estatuto catalán, redactado bajo el recuerdo de esa tradición amarga de un pasado aborrecible, ha venido a ser la misma carta que hoy se presenta a la República, de cuyo régimen hay que esperar unas justificaciones, una alteza de miras, una severidad moral, un tratamiento de igualdad, garantía y justicia para todas las individualidades y para todas las corporaciones del Estado, que no puedan recordar ni un momento al régimen que pasó y que ha venido a ser el que inspira muchas de las disposiciones recelosas de ese Estatuto catalán. (Muy bien.)

Por eso yo no vengo aquí a aplicar principios ni normas de cordialidad como métodos de solución; me considero desligado de eso, porque los catalanes mismos, al traer su Estatuto, han hecho –a mi juicio, bien- absoluta omisión de esa clase de sensibilidades que no contribuyen nunca a resolver un problema de este fondo capital. Y digo más: yo no participo -¡cómo he de participar!- de ese estado de conciencia catalán que injustamente trata a la República que nace y de la cual todavía no se puede esperar la reproducción, ni mucho menos, de los agravios pasados; pero tengo que decir, en cambio, que los catalanes han dado una alta prueba de sinceridad, por la cual yo no les he de recatar el aplauso, al producirse ante el Parlamento español diciendo, sin ambages, sin rodeos, sin disimulos: «Esta es nuestra pretensión.» Si esta pretensión es o no ajustada a las exigencias nacionales será lo que las Cortes examinen; pero nadie podrá decir que los catalanes han tratado de disimular su pensamiento íntimo en las fórmulas buscadas en el Estatuto, porque empezando en el artículo 1.º, han declarado, con toda precisión, que Cataluña, a juicio de ellos, es un Estado autónomo dentro de la República española.

Pues bien, señores, en ese mismo tono de sinceridad, que yo os aplaudo (Dirigiéndose a la minoría catalana.) y que creo que es la expresión de una norma leal en el trato político, tengo que decir que los catalanes han dado un planteamiento al problema que, después, ha sido olvidado, no por ellos, sino por otros elementos de esta Corporación parlamentaria. Tenemos hoy que referirnos en nuestros juicios no al Estatuto que presentó Cataluña, sino al dictamen de la Comisión parlamentaria, y yo a la Comisión parlamentaria –dicho sea con el máximo respeto- le tengo que imputar, en contraste, el no haber seguido una línea de absoluta claridad en el tratamiento de este problema.

La Comisión parlamentaria, al recibir el Estatuto de Cataluña, se estremeció ante el dictado del artículo 1.º, y dijo: «Cataluña, Estado autónomo… ¡De ningún modo! La Constitución no lo consisten. Quitemos la palabra «Estado»; digamos en su sustitución, en el artículo 1.º, que Cataluña es una región autónoma, dentro de la República española.» Pero yo le digo a la Comisión parlamentaria: no era cuestión de palabras; era cuestión de reconocer que cuando el Estatuto catalán hacía la afirmación estatal a favor de Cataluña, después, en perfecta congruencia, organizaba todo su Estatuto, representando la organización política de un Estado en consideración de tal, y cuando la Comisión, para degradar esa afirmación política, ha retirado la palabra y ha mantenido los principios fundamentales de esa misma organización, tengo el temor de que la Comisión parlamentaria ha eliminado el cartel de auténtica sinceridad con que Cataluña había presentado su documento estatutario.

En cambio la Comisión parlamentaria ha confesado noblemente cuál ha sido su punto de vista metódico en las labores de su ponencia. El señor presidente de la Comisión parlamentaria nos ha dicho terminantemente cuáles habían sido los criterios manejados para informar y dictaminar el Estatuto, y, al examinar con revisión atenta las palabras de lustre presidente de la Comisión parlamentaria, yo deduzco que ésta ha podido padecer un error de importancia suma. Se trata de un error de principio: la Comisión parlamentaria, por boca autorizada de su presidente, nos ha señalado la naturaleza contractual de este Estatuto; el sentido paccionado entre Cataluña y España, y yo digo que ese modo de enfilar y plantear la cuestión es nada ajustado a la constitución republicana. A partir de este falso principio, la Comisión parlamentaria se ha entregado a revisar la constitucionalidad de su dictamen sobre la base del Estatuto catalán, mirando, en cotejo literal, si en ese Estatuto se cedían o no algunas competencias que la Constitución no autorizase. Pero yo entiendo que ciñendo a este simple cotejo literal el examen riguroso del Estatuto de Cataluña, no se puede lograr el problema en los términos de absoluta formalidad legislativa con que lo tenemos que tratar. Eso nos llevaría a lo que ya ha sido un transitorio error del pensamiento de esta Cámara: a creer que todo lo que el Estatuto reclame y no esté en pugna y contradicción literal con el texto de la Constitución hay que entregárselo incondicionalmente a Cataluña, y esta conclusión, que mermaría absolutamente la libertad de las cortes en la elaboración del Estatuto catalán, es algo que importa mucho rechazar. No por fuerza de la reflexión propia, sino por palabras autorizadas de quienes redactaron la Constitución del Estado. En una ocasión, a breve intervención mía, se suscitó la réplica del presidente de la Comisión parlamentaria de la Constitución del Estado (luego, con más pormenor, me referiré a este asunto); pero entonces el señor presidente de la Comisión parlamentaria de la Constitución dejó sentado terminante y absolutamente el siguiente criterio: que la Constitución no anticipaba entrega alguna de las facultades que formaban el contenido de esos artículos pertenecientes al título I del Código fundamental; que querían los autores de la Constitución –y bajo estas explícitas declaraciones se aprobó el texto- que llegado el momento en que una región, solicitando organizarse automáticamente, viniera a las Cortes recabando o en demanda de distintas facultades de aquellas que la Constitución permitía ceder, las Cortes estarían en la más absoluta libertad para concederlas o no concederlas, problema que no prejuzga las resultancias políticas de este debate, pero cuestión que interesa mucho tener presente para que las Cortes ni un solo instante tengan la menor vacilación de que disponen de su arbitrio pleno en la materia para discutir en cada caso las concesiones que hagan.

La Comisión parlamentaria que dictaminó el Estatuto ha puesto su atención preferente, como yo decía antes, en la distribución de competencias. ¿Ha pedido Cataluña, da el dictamen de la Comisión alguna de las facultades que la Constitución prohíbe dar? Este ha sido el único criterio, al parecer, manejado en el fondo del informe que la Comisión parlamentaria nos ofrece, y yo digo que no es éste el camino trazado en nuestras leyes fundamentales. Yo entiendo que cada cesión de competencia que se haga requiere una libre decisión de estas Cortes, un examen profundo que no es ahora ocasión de hacer; yo anticipo, desde luego, que en la expresión de estos criterios sobre la totalidad del dictamen no voy a entrar a discutir las competencias en concreto. De ellas trataremos con minucioso análisis, como requiere el que cada una de ellas representa un mundo de la Administración y de la política. En cada caso, repito, vendremos a debatir la conveniencia o inconveniencia de ceder tal o cual competencia de las autorizadas por la Constitución. Por ahora, y a estos efectos de totalidad, yo no quiero más que sentar criterios de objetividad absoluta sobre los cauces operaremos después al discutir el articulado cuando en su día llegue.

Nos decía el digno representante de la minoría catalana, señor Companys, que el debate sobre esta distribución de competencias había de establecerse siendo los impugnadores de su cesión los que alegáramos las razones por las cuales dudásemos en cada caso concreto de la capacidad política de Cataluña. Y yo le digo al Sr. Companys: he ahí una habilidad que le acredita en su gran talento político; pero ¿por qué parcializar la discusión? ¿No será bueno también que la minoría catalana nos ilustre con las razones positivas que den la sensación y garantía de que está dotada de la capacidad política para ejercitar tales o cuales servicios de los que van a ser materia de delegación? Por eso yo, en este momento de exposición de criterios, aprovecho la oportunidad para rectificar al Sr. Companys. La discusión no puede ser sólo que nosotros demos las pruebas contrarias a vuestra capacidad política; es mucho más normal y es necesario, es indispensable, que seáis vosotros también quienes nos deis las argumentaciones precisas para convencernos de que procede declarar servicios y competencias de tal interés como los que el dictamen propone transferir.

Cierra España.

España y el Peronismo. Maria Eva Duarte, Evita. ( parte final).






En el mes de junio de 1947, invitada oficialmente por el Gobierno de España, emprende una gira que la llevaría a España, Italia, Portugal, Francia, Suiza, Mónaco, Brasil y Uruguay.

Aclamada en España, recibió la más alta condecoración: la Gran Cruz de Isabel la Católica. A su paso por Italia fue recibida por el Papa Pio XII, quien le obsequiaría el rosario de oro que llevara entre sus manos a la hora de la muerte. En este país, no todos fueron agasajos: el partido Comunista demonstró su repudio ante la visita al grito de ¡Abajo el fascismo! La protesta se repetiría en otras instancias del periplo, aunque con menor intensidad. En Francia, alternó visitas y descanso.

Antes de partir de Madrid, el 15 de junio de 1947, Eva dirige un mensaje a la mujer española en el que expresa: “Este siglo no pasará a la historia con el nombre de ‘Siglo de las Guerras Mundiales’ ni acaso con el nombre de ‘Siglo de la Desintegración Atómica’, sino con otro nombre mucho más significativo: “Siglo del feminismo victorioso’. (Mensaje a la mujer española, 15 de junio de 1947).




Cierra España.

España y el Peronismo. Maria Eva Duarte, Evita. ( 7ª parte).


Ni bien pudo hablar desde las tribunas oficiales, con una confusión notable, habló como en el patio de su corazón social y solidarista: «¡Queridos descamisados! Tenemos que evitar que haya tantos ricos y tantos pobres. Las dos cosas al mismo tiempo: ¡menos pobres y menos ricos!».

Dijo cosas de este tenor: «Recojo vuestro clamoreo apoteótico, porque en mí se ha glorificado una mujer del pueblo, la mujer popular siempre sojuzgada, siempre excluida y siempre censurada.El oscuro linaje y la pobreza ya no podrán ser barreras para nadie. Dejo parte de mi corazón en España, lo dejo para vosotros, obreros madrileños, cigarreras sevillanas, agricultores, pescadores, trabajadores de Cataluña, del país todo...!».

Día a día empeora la situación en la relación Franco-Evita. Ella hace desaires como retardar hora y media una corrida de toros en su honor o dos horas de demora para la cena oficial en Barcelona. El colmo fue cuando apareció en su plan de viajes una visita -tramada por el habilísimo Perón- a Don Juan de Borbón en Lisboa.Le dijeron a Eva que eso sería grave para Franco. Ella contestó:

- Si el gordo se enoja, que se enoje.

Eva tuvo un nacimiento mínimo, ilegítimo, y ya avanzaba con sólo 28 años hacia su muerte grande, de mito, cinco años después de aquel viaje. Moriría en aire de santificación laica y popular.No debía nada a nadie. A los 15 años se había alejado de un destino pueblerino. Llegó a Buenos Aires con una enorme valija de cartón colorado, para hacerse. Se fabricó su destino de actriz y hasta produjo su cuerpo, sus cabellos rubios, sus peinados, su expresión, su voz.

Fascina su itinerario de contradicciones: ella, la frágil, alcanzará el mayor poder que tuvo mujer alguna de su época -al decir de Agustín de Foxá, que era segundo secretario de la Embajada de Areilza, ninguna mujer la superó en mando desde los tiempos de la reina Victoria y de la emperatriz regente de China-.

En Eva Perón todo sería tenso, sacrificial, pagó con vida la voluntad de enfrentar, desafiar, sobreponerse. Su cáncer sería el resultado de ese desajuste perpetuo entre su pasión y el medio.Entre su debilidad y la acumulación de poder que se propuso.

Siempre en guerra con el mundo de la hipocresía política y de los privilegios, hizo de la oligarquía porteña un Leviatán, capaz de engendrar y simbolizar todos los males. Inicia contra las grandes señoras porteñas una batalla a golpes de trajes de Dior, de Jacques Fath y de joyas prestadas por Ricciardi.

La «guerra de los trapos» en el foyer del Colón de Buenos Aires.

Ese carisma personal -el encanto de un ser que se mueve con poder, sin lograr ocultar su íntima fragilidad- fue advertido no sólo por Franco sino también por quien sería el papa Juan XXIII, el cardenal Roncalli, que la recibió como arzobispo de Nôtre-Dame y quedó impresionado por esa apasionada persona. Le envió a Buenos Aires una esquela que Eva conservó como un relicario bajo la almohada de su lecho de muerte: «Señora, siga en su lucha por los pobres, pero sepa que cuando esa lucha se emprende de veras termina en la cruz».

Desde que llegó a Buenos Aires, decidió crearse a sí misma. Se sumergió en aquella ciudad implacable, incesante. Un Buenos Aires mítico, perverso, rico, nocturnal. Saltará de las pensiones más sórdidas al hotel Savoy y por fin al palacio presidencial, el palacio Unzué, en un alucinante periplo en el que la realidad de su poder ocupará sólo seis años: desde el triunfo electoral de Perón en 1946 hasta su juvenil muerte en 1952, cuando tenía sólo 33 años.

Sus luchas en el teatro y en el radioteatro le enseñaron la batalla atroz de aprender a usar a los hombres que la usaban. Se salvó de varar en amores mediocres. Vivió esa batalla con el resentimiento de la mujer desvalida en una sociedad machista. Se impuso con coraje hasta sobresalir creando su propia empresa radioteatral y obtuvo sus primeros contratos en el cine.

No viene al caso demorarse en sus batallas contra el machismo.Todo cambiará en su vida cuando Homero Manzi -según se afirma- la ayudó a colarse al palco del Luna Park donde se realizaba un gran festival por los damnificados del terremoto de San Juan.Era el 22 de enero de 1944 y ella, sin vacilar, usurpó el asiento al lado del coronel Perón.

El sería su gurú, su amante, su esposo, su maestro, su «Sol» como diría Eva. Su presencia, volcada puramente a la pasión del poder, le hizo olvidar la mediocridad y el acoso de la fauna masculina del Buenos Aires de sus primeros años.

Perón enuncia su tercera posición y un reformismo económico solidarista.Cree en la necesidad de un Estado autoritario, entre franquista y mussoliniano. Para él, los argentinos eran chicos temibles, inteligentes, pero traviesos y carentes de toda disciplina y seriedad. Su nacionalismo nace de la convicción de que el mundo político sigue siendo una milenaria conspiración, disimulada con buenas intenciones, manejada por los fuertes para dominar a los débiles. Se juega por España, como es sabido. Rehusa el boicot y da orden de que todos los barcos con cereal y carne busquen los puertos españoles.

Lo que para Perón era praxis y teoría política, para Eva Perón consistiría en imperativo ético obstinado e indeclinable. Desde el triunfo de 1946, basado en la indiscutible mayoría popular, Eva se sintió ungida y transformó su vida en misión. Asumió el poder -de facto, porque no tuvo ningún cargo oficial- con la furia del justo que lucha contra el Mal -incluido el mismo aparato de poder estatal tradicional en cuanto instrumento de dominación y demagogia-.

Se transforma en un Rimbaud de la política: una mística del bien en estado salvaje. Perón triunfó y gobernó y creó una doctrina.Pero Eva voló, intentó el sueño de transformar al poder en realidad de acción solidaria.

El pueblo humilde la empezó a reverenciar como a una madre Teresa con tailleurs franceses. Eva pierde todo sentido del realismo transaccional de la política.Si a 50 años de su muerte podemos preguntarnos cuál pudo ser su legado más allá del mito.

Como dijo de ella su amigo de los últimos diálogos, el padre Benítez, «le dolía el dolor del otro como propio». Le parece absurdo todo poder humano que no priorice el dolor inmediato.Aquí y ahora. Su «Fundación Eva Perón» se transforma en una enorme usina para recibir todas las señales de frustración y dolor del país. Las mecanógrafas se relevan en tres turnos de ocho horas para responder infinidad de pedidos y cartas. Se envían juguetes, zapatos, máquinas de coser, órdenes de internación, muletas, becas, dentaduras postizas, frascos de penicilina a Indonesia, mantas por el terremoto en Perú, créditos para viviendas, pensiones.

Eva trabaja 20 horas. Sólo entiende el poder como poder dar.La otra Eva, la del traje de Dior en la gala del Colón, queda sepultada por esta pasionaria desvelada, con el pelo tomado en un rodete, capaz de los discursos más entrañables de la historia política argentina.

El sentir democrático y misionario fue el centro de la intolerancia de Eva, la fuente de su intratable maniqueísmo.

A las tres de la madrugada, deshecha por horas de trajín, detiene su Packard bajo la lluvia ante un umbral y carga a toda una familia desvalida. La aloja en un «Hogar de Tránsito» -de los fundados por ella para recoger y reubicar a los indigentes- y a las seis, con el amanecer, entrará en la residencia presidencial, cuando Perón sale para la Casa Rosada.

Eva muere dándose a los otros. A los 33 años, después de una agonía dolorosa, Eva murió el 26 de julio de 1952, hace hoy medio siglo, en un Buenos Aires de lágrima y aguacero.

Se llevó con ella su secreto nodal, epicentro de su angustia.

En su último momento de conciencia prefirió ser leal a su feminidad indeclinable. Llamó a su manicura Sara Gatti y es ésta quien lo cuenta: «La Señora me dijo: Mirá Sara, es una orden, dentro de un rato van a entrar todos porque me voy a morir y después te van a llamar para prepararme. Vos me sacás este rojo chirle que tengo en las uñas y me ponés ese Queen of Diamonds transparente que te hice comprar. El de Revlon». Fueron sus últimas palabras.

Abel Posse es embajador argentino en España y autor de La pasión según Eva.

Cierra España.

España y el Peronismo. Maria Eva Duarte, Evita. ( 6ª parte).


El final de un idilio. Esa luna de miel no duró demasiado. Uno de los principales motivos de la discordia surgió en la interpretación de las cantidades que Argentina debían reinvertir en España no llevadas a efecto. Al terminar 1948 Argentina solicitaba a España garantías de pago en oro o dólares por los cereales que había exportado. Una contrapestación inesperada difícil de cumplir para Franco que trataba de ganar tiempo. La situación estallaría en 1949 con la decisión argentina de suspender los acuerdos con España de los meses inmediatamente anteriores y el embargo parcial de sus exportaciones, mientras España se oponía a pagar en dólares. El disgusto en el gobierno español fue evidente, pero difícilmente se transmitió a la opinión pública, tras la utilización que se había dado en 1947 al papel de un Perón “solidario con el país hermano”. Areilza, Conde de Motrico, jugó un destacado papel en Buenos Aires tratando de recomponer la situación. Pero ya el tiempo empezaba a jugar a favor de España. Madrid ya no necesitaba a Argentina como suministrador de alimentos, cuando el boicot internacional se había resquebrajado y se mostraban indicios de que Estados Unidos podía cambiar de posición respecto al régimen de Franco.


Cuando en 1952 fue relevado Areilza por Manuel Aznar partidario de una actitud más dura frente a Perón, las cosas se precipitaron hacia un claro deterioro en las relaciones, hasta extremos insospechados en 1947. Por lo demás Evita tras su muerte había pasado de mujer a mito y Perón debía enfrentarse a poderosos desafíos. Según Franco Salgado-Araújo, primo del general Franco (2), éste le hizo el comentario siguiente: “Se han portado muy mal los argentinos con el asunto del trigo vendido a España al querer exigir que fuese reconocida en dólares la deuda(...) el asunto del trigo fue un pingüe negocio para el gobierno argentino que se encargó de la venta fijando un precio cinco veces superior al que costó; luego está la negativa de la Sra. Perón a que cargaran trigo en los 20 barcos españoles que había en el puerto de Buenos Aires y que tuvieron que regresar sin un solo grano. No me explico nos tomó esa inquina a España después de los enormes agasajos que aquí se le hicieron cuando nos visitó invitada oficialmente (...) por expreso deseo de ella”.

Otro rumor deterioró aún más la relaciones entre los dos gobiernos. En 1954 llegaba a oídos de El Pardo que Perón pudiera estar estudiando el reconocimiento del gobierno republicano en el exilio, tal y como había hecho México desde el final de la guerra civil, consecuencia de un supuesto apoyo de Franco a un partido democristiano en Argentina. Todo ello cuando entre Perón y la Iglesia católica había estallado un virulento conflicto por la aprobación del divorcio. Algo que suscitó este peculiar comentario de Franco según la versión de su primo: “(Perón) camina condicionado por la masoneria a cuyas órdenes está entregado”. Pero la prensa de Buenos Aires escribía sobre otros temas: una información sobre el yerno de Franco, marqués de Villaverde, a quien se implicaba en un negocio de importación de motos Vespa traídas de Italia, en el que también participaba supuestamente el jefe de la casa civil del Caudillo, marqués de Huetor de Santillán, presidente de la sociedad importadora, en un momento en el que los negocios estában ligados directamente a la obtención de licencias de importación dentro de una economía encorsetada. A finales del 54 Franco enviaba a Perón un telegrama cifrado, molesto por lo que se publicaba en la prensa argentina sobre este asunto, que era contestado rápidamente por el presidente en un claro intento de suavización de la tensión existente entre ambos gobiernos.

Aunque el Perón de estos años no era el de la primera hora del justicialismo, y tenía a un poderoso frente en su contra en el que aparecía no sólo una oposición política que iba de la derecha liberal a los comunistas, coyunturalmente aliados, sino a la Iglesia, al Vaticano y a sus compañeros de armas, quienes en 1955 propiaciarían directamente su caída tras un rocambolesco golpe de estado. Franco se había distanciado de Perón desde hacía algunos años, aunque siempre debió conservar un agradecimiento por su gesto anterior. E, incluso, dentro de sectores en la izquierda de una Falange que había perdido el poder que tuvo en los años inmediatamente anterores al final de la Guerra Civil pero conservaba una influencia sobre el discurso el Régimen, Perón era contemplado como un referente. Pero a la vez el general Franco deseaba mantener buenas relaciones con el nuevo gobierno antiperonisa instalado en Buenos Aires. Cuando en 1958 después de un variado periplo Perón pidió residir en España, Franco empezó dando largas, aunque reconociendo el enorme favor de Perón cuando los demás países retiraron sus embajadores y Argentina vino en ayuda de España cuando más lo necesitaba. En adelante, con Perón en la capital de España, Franco siempre aparentó mirar hacia otro lado frente a la clara actividad política que el líder justicialista mantuvo hasta su regreso a la Presidencia argentina en los años 70: buenas relaciones con los sucesivos gobiernos de Argentina, aunque la residencia de Perón era la otra capital de la política de ese país, y un lugar de peregrinaje. La propia ambigüedad claramente utilizada por Perón, capaz de aglutinar hasta los extremos más impensables del arco político, debió chocar con la personalidad cauta, fría, y desconfiada del señor de El Pardo. En las imágenes de la posguerra la llegada a España de Eva Perón y con ella el trigo argentino permanece aún seis décadas más tarde como un emblema que en nuestros días adquiere la calificación de espectáculo mediático antes de tiempo cuando aún no había televisión.

Sí que entonces España era diferente. En 1947, cuando Evita realizó su visita, el dolor de España estaba en carne viva y el olor de la muerte, la muerte roja o la nacional, se estacionaba en todos los rincones. El perfil picassiano de Manolete en un ayudado por alto, como si fuera mejor la muerte, era el rostrum de la desdicha nacional. Eva llegaba porque los argentinos y Perón internacionalmente, a partir de 1945, se la habían jugado por España. (Ya desde 1937, cuando los ultraderechistas de Justo y del presidente Ortiz habían abierto las fronteras a miles de exiliados de la República sin preguntar color político ni pedir visado). Aquella España de 1947 pagaba caro el lujo de su pasión; de su grandeza, porque sólo se matan los que son capaces de creer.

Evita fue nuestra emisaria. Aterrizó en medio de aquel Estado franquista tan vestido de invariable negro como para una incesante procesión de Viernes Santo. En los noticieros del NO-DO no se veía otra carne que la pálida de manos y mejillas. Eva irrumpió con su insolencia de flores amarillas, sus enormes capelinas con vuelos de tul rosado al viento, con pantorrillas y brazos descubiertos como de ciclista sueca; y por las noches con espaldas desnudas y escotes que alelaban a todo el obispado y a doña Carmen Polo. Efluvios de su perfume Amour Amour y hasta una nada equivocada estola de martas, en pleno ardor de julio, como para abrigar el otro frío, el que atería a España en lo hondo de sus días tristes.

Porque era aquella España de moscas y valores. Con chicos que cenaban pan con salsa en un umbral. Y boinas, vino tinto y no voces plenas sino susurros de tanatorio. Espadas fatigadas de muerte, la sirena de la fábrica convaleciente y bueyes que regresaban al atardecer, uncidos para abrevarse, pisando pesadamente sus sombras.

Ni bien bajó del avión, Franco se dio cuenta que no se trataba de una emperatriz sudaca, «señora» de dictador.

Eva es insolente, sarcástica, rencorosa, con gracia intencionada, maniquea del partido del bien común. Se mueve con una gracia que un par de meses después, en el Ritz de París, sorprendería a Coco Chanel como para decirle: «Usted no necesita vestirse tanto (overdressed), usted es naturalmente elegante».

Los Franco, desde que llegó a El Pardo, tuvieron su castigo en vida. Incesantes llamadas telefónicas, autos de su comitiva que entraban y salían noche y día. Gritos, exigencias, retardos. Se ve que se desilusionó enseguida de Franco, que le pareció un farmacéutico vestido con galas militares. Sabía por los elogios de Perón y de los oficiales argentinos que era uno de los más talentosos generales de Europa. Lo habría imaginado como un cruce entre Errol Flynn y de mariscal Rommel.

Por Manuel Espín
 
Cierra España.