Pero, además, yo debo completar la insinuación metódica del Sr. Companys con otro criterio de la más cabal importancia para la resolución de este problema de competencias. No basta que discutamos si hay o no capacidad política en Cataluña suficiente para encomendarla determinados servicios para su desempeño en el interior de su región. Será preciso también que llegado el momento de cada una de estas competencias cesibles estudiemos con toda libertad para formar una decisión objetiva del mayor acierto, si cuando esas competencias hayan sido transmitidas a Cataluña queda el Estado español con resortes de poder suficiente para cumplir sus fines colectivos, porque no basta que seáis capaces, no basta que podamos atribuiros, en plena confianza, determinadas competencias: será preciso que también, a título de representantes del Estado español, nos preocupemos, y muy hondamente, de saber qué consecuencias tengan esas cesiones que pedís, en orden al residuo de poder y de potencia política que al Estado español le quede.
Llegado el momento –digo que éste no lo es-, entraremos a discutir, precisamente en relación en cada competencia a delegar, estas dos cuestiones, y para ese momento, señores diputados, yo, no con el carácter ni siquiera de una directa alusión, sino con el carácter de exponer lealmente mi juicio, tengo que hacer una observación que es posible que, por no ser percibida en su auténtico sentido, pueda representar acaso algo que, en el concepto de los intérpretes, no parezca plena de justificación. Pero yo digo que para que las Cortes, a plena conciencia, sepan lo que pueden dar sin perturbación honda del poder del Estado español, tenemos, sin duda, una dificultad que salvar, y esta dificultad yo, serenamente, voy a planteársela a la Cámara.
Los hombres de la República, porque todos fuimos totalmente ausentes a la administración y al gobierno del país monárquico, somos hombres, en general, inexpertos en propulsar con exactitud los resortes y la capacidad efectiva del Estado español. Los republicanos hemos destacado a nuestros mejores hombres para sentarlos en el banco azul, y con plenitud de confianza, por nuestra parte, nos dirigen. En todo momento es hora oportuna de decir también que nos dirigen en general con el mayor acierto. Pero la consecuencia de esta propia juventud de la República es que el resto de los republicanos legisladores no tengamos una experiencia de Estado y es posible por esto mismo manejemos sin el tino necesario, sin la ponderación, la medida, el equilibrio precisos, aquellos juicios de valor político que son indispensables para distribuir sin daño las competencias públicas entre el Estado y Cataluña.
No es ocasión de ejemplarizar con cosas concretas. No lo pretendería yo jamás; pero no creo tampoco cometer una extralimitación inoportuna diciendo la perplejidad en que yo me encuentro, por ejemplo, para definir si una competencia como la del orden público es una competencia cesible o no. Me encuentro en verdadera dificultad y probablemente por unas consideraciones a veces empíricas, que sólo la experiencia puede salvar.
Si yo preguntara al señor ministro de la Gobernación, no en el sentido parlamentario, sino simplemente en el sentido hipotético en que estoy hablando, si podría responder de la paz interior de España cuando su acción de orden público terminase en la frontera del Ebro, entonces dicho señor ministro podría decirme: «Mi experiencia me da este o aquel resultado.» Si yo fuera conocedor del sentido interno de esa mecánica de la Administración y del Estado, podría contestarme al problema que, por ejemplo, en materia de orden público, me llena de confusión. ¿Es que un Estado, un sujeto político, puede ser el depositario comprometido a mantener y a asegurar el orden público cuando el desorden público, que es su contrario, se produce por multitud de causas que a veces arrancan de las mismas disposiciones erróneas de la autoridad, sin tener luego la facultad suficiente para corregir, no el fenómeno externo del desorden en la calle, sino el fenómeno substancial de la mala medida de la autoridad provocadora de tal desorden? ¿Podría pedirle un día al ministro de la Gobernación que nos tenga el país de Cataluña en un perfecto estado de paz sin perturbar tampoco, por contagio, al resto de España cuando se haya producido un desorden por una equivocada o injusta medida de las autoridades regionales? Nos dirá el señor ministro de la Gobernación: «Yo arreglaría todo eso; podría rehacer el orden práctico de la calle; pero lo que no puedo hacer, en manera alguna, es evitar la causa fundamental que ha provocado el mismo conflicto que tengo el deber de sofocar si me reservo la alta y comprometida misión de mantener el orden público incluso en las regiones autónomas.» Yo preguntaría al señor ministro de Justicia, gran conocedor del problema de las jurisdicciones, si cuando la justicia se entregue a Cataluña como función delegada, el resto de los españoles tendremos en Cataluña una justicia imparcial. No digo nada que roce a la posible organización de la justicia futura en Cataluña, si a eso con error se llegase; apunto la hipótesis que estoy seguro de que los catalanes conscientes precisamente del alto sentido catalán que mueve todas sus actividades políticas, pueden muy bien tolerar. Si yo tuviera después el asesoramiento del ministro de Trabajo diciéndome que la legislación social, aunque la apliquen autoridades regionales, en Cataluña, producirá todos los fines de protección, de igualdad, de garantía al proletariado y al régimen de la producción, yo tendría elementos de juicio y un principio de seguridad –después de estos informes que para mí son de un valor realmente insuperable, dada la confianza que tengo en todos y cada uno de los titulares de las diferentes actividades de Gobierno- para saber en consecuencia que una cesión de esta o de aquella competencia no revelaría un desconcierto completo, una desorganización absoluta del Estado español, en cuyo resto tenemos todavía que se vigilantes y cuidadosos, más cuidadosos que generosos se nos pide que seamos en la cesión de esas competencias. Y yo, n incluso, reclamaría, no del señor ministro de Hacienda, porque su delicadeza bien y públicamente declarada le obliga a abstenerse de su función ministerial en el trámite del Estatuto de Cataluña, sino del Gobierno, que me dijese si una Hacienda estatal, la Hacienda española, estaría en condiciones de potencia suficiente y bastante cuando hiciera esa delegación o cesión de contribuciones directas, que siendo pilar de la finanza del Estado, restaría a ésta la enorme capacidad económica necesaria para la vida del Estado español en la plenitud de sus fines.
Yo no entro ahora en el examen de las competencias que se discuten; yo apunto desde ahora nada más, que cuando cada una de esas competencias venga a la decisión de las Cortes, para saber si se transfieren o no, necesitaremos, aparte de una imparcialidad absoluta y de una labor ímproba, tener una noticia autorizada, que los legisladores republicanos, por su inexperiencia de gobierno –con las excepciones que antes he marcado-, no tenemos en la medida suficiente para dirimir sobre un problema de tan honda y fundamental gravedad. Aparte de ésta, que es razón empírica, ¡qué duda tiene que en el orden de las concepciones generales, absolutas, de razón, habrá competencias que no podamos en manera alguna ceder en la forma en que han sido solicitadas! Y, desde luego, a mí se me antoja que es problema de mucho pensar el ver en lo por venir un Estado español que hace delegaciones de justicia, delegaciones de cultura, delegaciones fiscales de legislación social o de aplicación de ella; como también cualquiera actividad reformatoria agraria (que yo no veo compatible con ciertas afirmaciones de competencia regional) y otras tantas cosas que habremos de meditar muy despacio.
Como veis, ya no entro ahora a discriminar, a disputar estas o las otras competencias; mi posición es la de que cada una de las que se transfieran a la región autónoma, es una transferencia a meditar despacio y a resolver con todo cuidado.
Pero no es éste, repito, el momento de dilucidar sobre el particular. Para mí hay otra cuestión, que yo me atrevería a enunciar de este modo. La gravedad del problema de este Estatuto es doble: de un lado, las competencias que se nos invita a ceder; de otro lado importantísimo, el modo como hacemos la cesión de estas competencias. Y es aquí justamente donde yo recojo aquella afirmación capital del presidente de la Comisión parlamentaria para rechazarla. Aquí no hay ni puede haber Pacto en el sentido del Derecho constitucional; aquí estamos todos, catalanes y no catalanes, bajo el peso inopinable de una norma constitucional, que es la que nos marca el camino que tenemos que seguir. Esa Constitución no dice, de ninguna manera, que el Estado español, unitario, se disgregue en diferentes Estados miembros para formar en régimen federal; lo que nos dice esa Constitución española –a la cual todos y, principalmente, por una razón moral, aquellos que contribuimos a formarla, le debemos riguroso acatamiento- es que estamos facultados para dictar Estatutos de autonomía. Por consiguiente, el criterio que debió pesar en el pensamiento de la Comisión parlamentaria que dictaminara sobre los Estatutos era, en definitiva, si el Estatuto que dictaminaba para su aprobación era un Estatuto de autonomía o era algo muy distinto.
Yo siento, lo lamento vivísimamente, tener que recordar a la Cámara –quizás abusando de su paciencia- algunos conceptos que han tomado estado dentro de los debates parlamentarios de la Constitución.
Lamento también obligarla a seguir ciertos razonamientos para completar lo que llamo conceptos vacíos de la Constitución, porque cuando se estamparon en ella o fueron aclarados de manera suficiente, y uno de ellos, precisamente, lo fue el de autonomía; autonomía que, por otra parte, es un concepto de al vaguedad, que vuelca a disciplinas tan distantes y a sectores de organización tan diferentes, que es necesario ver cómo a ese concepto se le da precisión, para que podamos, en definitiva, caminar a trámite seguro. Autonomía es concepto que no creo debamos recibir en el modo, por ejemplo, como las equivalencias del lenguaje lo fijan; porque hay incluso textos, como el del Diccionario de la Lengua, en el cual se nos dice que autonomía es «estado y condición de un pueblo con entera independencia política»; es decir, una fórmula que es mucho más que el Estado federal. Porque la autonomía federal, en efecto, la autonomía de los Estados miembros, la autonomía netamente constitucional, no llega a la afirmación de entera independencia política.
El concepto de autonomía en nuestra Constitución hay que buscarlo en nuestra Constitución misma, porque es un concepto relativo, que ha de tomar toda su substancia de la misma norma constitucional, y en este aspecto es la Constitución la única carta que nos brinda el camino seguro. Dice nuestra Constitución que la Repúblcia española es un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y de las regiones. En cuanto es una autonomía compatible con un Estado, no federal, sino integral, la autonomía no puede ser la de los Estados miembros de los regímenes federales. No se trata tampoco de una autonomía meramente municipal, de aquella que no sobrepasa la esfera de la administración local. Se trata, en definitiva, de un tercer término, sobre cuya precisión hay que tener el mayor cuidado: es el de autonomía politicoadministrativa que ha consignado la Constitución para las regiones. Esta autonomía intermedia, que no es la autonomía constitucional de los Estados federales y que no es tampoco la ínfima categoría autonómica de las esferas locales, es una autonomía cuyas características brotan precisamente de todo el sistema de la Constitución.
A las regiones que quieren organizarse en autonomía se les confiere o se hace posible conferirles facultades de legislación y facultades de ejecución, según los casos, y mediante un régimen de distribución de competencias que la misma Constitución señala. Este modelo, que indudablemente los autores técnicos de la Constitución tuvieron presente en otras formas del Derecho político comparado, es una autonomía cuyas características están bastante hechas en la Historia contemporánea. Se transfieren por delegación, o por distribución de competencias, facultades legislativas; se transfieren también facultades de ejecución; casi nunca estos tipos autonómicos, que en Europa los podríamos señalar también determinadamente, arrastran la posesión de órganos judiciales propios, porque esos órganos judiciales se reservan siempre al Estado; la sola excepción por mí conocida es el país autónomo de Croacia y el territorio de Memel.
Esta forma autonómica, y que, por cierto, se afirma, yo creo con razón que es anómala, porque no es permanente, sino fugaz e histórica, porque camina inexorablemente hacia la «unidad» o a la «separación»; este régimen especial tiene unas características que yo he visto olvidadas por completo en el proyecto de la Comisión, y a las cuales voy ahora a referirme.
Lo primero que de todo resulta es, a mi juicio, que la organización de estas autonomías regionales es obra de la voluntad del Estado; que no hay pacto; que la voluntad de Cataluña ni la voluntad de ninguna región tienen fuerza obligatoria para rendir al Estado a que delegue competencias ni atributos de ningún género. Es el Estado español, es la ley política fundamental, la que, escogiendo para su organización uno de los sistemas, dice: No quiero ser ni organizarme como Estado federal, porque eso lo ha rechazado la Cámara al aprobar la Constitución, haciendo examen concreto, directo y particular de esta cuestión; no soy un Estado de tendencia federativa, porque justamente esta fórmula, que la Comisión constitucional incorporó a uno de sus textos, fue rechazada a impulso de los certeros ataques que contra ella lanzó el Sr. Ortega y Gasset. Pues si no es un Estado federal ni de tendencia federativa, si no es más que un Estado que busca en una descentralización autonómica la manera de organizar sus regiones, sin perjuicio de la unidad integral del Estado español, yo no me explico entonces cómo al crear estas autonomías regionales, en general bajo el patrón de la Constitución y en concreto cuando cada una lo solicite, ha podido pensarse ni por un momento en la doctrina del pacto, el concierto de poder a poder, que brota en los labios de la Comisión parlamentaria. Mucha es su autoridad y por esto mismo podría extraviar al Parlamento bajo un principio tan falso como el que acabo de examinar. (Rumores.)
Consecuencia de ser la organización regional un acto de creación de la voluntad del Estado, es que si la región autónoma es compatible con el Estado español y, como dice otro de los preceptos constitucionales, está dentro del Estado español, el Estado español no puede estar ausente de la organización regional autónoma en el desenvolvimiento efectivo de todas las funciones que la región, en virtud de las delegaciones estatutarias, haya asumido. El Estado tiene un indiscutible derecho de control sobre la actividad de la región autónoma, y este derecho de control lo ejercita en dos planos, que me voy a permitir someter a la ilustrada consideración y parecer de la Cámara, para que se sirve recibirlo, no con el ánimo de aceptarlo desde luego, sino de meditarlo mucho y rechazarlo, si no lo considera acertado.
Este derecho de control requiere que el Estado español ejercite una vigilancia sobre la región autónoma para ver si ésta cumple las funciones que le son cedidas, y esto, señores diputados, que parece un principio atrevido contra la autonomía de la región, yo creo que es algo tan absolutamente incorporado a la naturaleza de estas organizaciones politicoadministrativas, que el propio Estatuto no ha tenido la posibilidad de desentenderse de su fuerza, aunque luego, al reglamentarlo, lo haya defraudado, en absoluta quiebra, rotunda y terminante.
Cierra España.
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