sábado, 28 de noviembre de 2009

SUCESOS EN 1933.3ª parte.Continuacion.



En España, el primer documento en el cual se habla de enseñanza pública es la Constitución de 1812, que tiene un artículo según el cual la Patria no necesita sólo de soldados que la defiendan con las armas en la mano, sino también de ciudadanos que promuevan su felicidad con todo género de luces y de conocimientos. Y el primer reglamento de Instrucción pública que se dicta en España, es de las Cortes liberales y revolucionarias de 1821, y bajo la Constitución liberal de 1837 realiza su obra Montesinos, se crea la Escuela Normal Central y se vuelve a dictar otro plan de Instrucción pública. A los moderados no se les debe más que una ley, la ley Moyano, ley muy importante, ley que fue cumplida en lo negativo, en aquella parte que pone la enseñanza pública bajo la dependencia de los obispos, nunca de un modo positivo, en el sentido de fundar las escuelas que en aquella ley se prescribían. Y es, Sres. Diputados, que la monarquía borbónica, durante el siglo XIX, se caracteriza por un desprecio bárbaro a la cultura. Todavía en el año 1901, ya en el primero de este siglo, en un debate que se produjo en esta Cámara, fueron aducidos hechos tan espantosos como los siguientes: todavía en los comienzos de este siglo el Ayuntamiento de Nueva York gastaba en instrucción primaria más que todo el Estado español y el Estado español gastaba en charangas para los batallones de Cazadores más que en material científico para todas las Universidades del reino.


Por eso os decía antes que la Monarquía y, sobre todo, la Restauración, se caracterizan por un desprecio bárbaro a la cultura, y si bajo aquella instrucción se hace algo en sentido de mejoramiento de la instrucción pública, al pie de cada una de las disposiciones en ese sentido va siempre la firma de un Ministro liberal. Se crea el Museo Pedagógico por un Ministro liberal: Albareda; se conceden derechos pasivos a los maestros por un Ministro liberal: Navarro Rodrigo; se dictan nuevas disposiciones beneficiosas para la enseñanza pública por otro Ministro liberal: Gamazo; se asigna al Estado el deber de pagar a los maestros, y esa obra lleva la firma de otro Ministro liberal; Romanones. Y de la misma manera son Ministros liberales los que crean la Residencia de Enseñanza, la Junta de Ampliación de Estudios, el Instituto-Escuela, etcétera, etc. La obra de la enseñanza como función pública ha venido siendo históricamente una obra liberal, y es el Estado liberal, el Estado de la revolución en España, como en todo el mundo, el primero en reivindicar esta función pública, porque tiene la misión de educar al pueblo; misión que para nada importaba a la Monarquía. (El señor Oreja Elósegui: ¿Por qué no cita S.S. al Sr. Silió?) Porque he trazado los perfiles suficientes para caracterizar un ciclo histórico. (El Sr. Oreja Elósegui: ¿Hasta el final?) Hasta el final, naturalmente; desde que comienza en España el Estado revolucionario, el año 12, hasta que adviene la República. Este es todo un ciclo histórico.

De manera que es la conclusión a que yo quería llegar, que la Iglesia, que durante siglos y siglos puede practicar la libertad de enseñanza, que nadie le disputa, no la practica y no se acuerda de que hay libertad de enseñanza hasta que surgen en los nuevos estadios de la civilización los hijos de la nueva burguesía, y la enseñanza, de ser un sacerdocio, puede convertirse en una industria, y en una industria que, además de ser lucrativa, proporciona el medio de influir sobre las que han de ser después las clases dominantes del país. (Aplausos.- Entre los Sres. Molina y Jiménez y García de la Serrana y otros Sres. Diputados se cruzan interrupciones que no se perciben claramente.- El Sr. Presidente reclama orden.)

La instrucción pública, la educación nacional, es una función del Estado (procuro matizar, expresarme con precisión, que es el modo de lograr toda claridad), que tiene un cimiento sobre el que reposan y descansan unos principios cardinales. El Estado moderno es el Estado laico, que no es, Sres. Diputados católicos, el Estado ateo, y no puede haber libertad de enseñanza confesional contra el Estado laico.

El primero en reivindicar la libertad de enseñanza como un derecho en una gran asamblea política fue Mirabeau; pero Mirabeau, que defiende la libertad de enseñanza, sostiene que la educación nacional tiene que ser dada en la escuela política, en la escuela nacional, en la escuela de todos, en la escuela que no divide, que no escinde, que no separa; en la escuela en la cual puede forjarse una conciencia nacional. Y el primer gran pedagogo que reivindica la libertad de enseñanza es Condorcet, el gran pedagogo de la revolución, y según Condorcet, la libertad de enseñanza exige, ante todo, la libertad de conciencia, y la libertad de conciencia impide enseñar dogmas a título de verdades, y la libertad de conciencia impide que dogmas defendidos y propagados en una situación de privilegio pueden hacer una competencia ilegítima a las libres opiniones (Muy bien.), y en este sentido, Condorcet, el gran pedagogo liberal que es al mismo tiempo el gran pedagogo de la revolución establece una incompatibilidad radical y absoluta entre la Iglesia como cuerpo y lo que puede y debe ser la función pública de la enseñanza en una democracia. (Muy bien.) Y ya va quedando claro esto de la libertad de enseñanza.

Señor Carrasco Formiguera, entre el proyecto del Gobierno y el dictamen de la Comisión no hay, en esa materia, ninguna diferencia esencial. (El Sr. Carrasco Formiguera: Pues votemos el proyecto del Gobierno.) No pueden enseñar las Ordenes monásticas; lo prohíbe la Constitución. (El Sr. Guallar (D. Santiago): ¿Monásticas o religiosas? Porque no es lo mismo.- Rumores en la mayoría.)

El Sr. Presidente: Tengan la bondad de guardar silencio.

El Sr. Ministro de Justicia: Decía que no pueden enseñar las Ordenes monásticas, lo prohibe la Constitución. (El Sr. Guallar (D. Santiago): Pero las que no pueden enseñar, ¿son las monásticas o las religiosas?.- Rumores y protestas en la mayoría.)

El Sr. Presidente: Este régimen de estar interrumpiendo constantemente los discursos de los Sres. Ministros, es absolutamente intolerable.

El Sr. Ministro de Justicia: A mí no me molestan las interrupciones.

El Sr. Presidente: Me lolestan a mí en representación de la cámara.

El Sr. Ministro de Justicia: Y menos cuando son tan inocentes como la que acaba de producir el Sr. Guallar.

No pueden enseñar las Congregaciones, porque lo prohíbe la Constitución, ni por sí, Sr. Carrasco, ni por persona interpuesta. ¿Qué es lo que pregunta S.S.? ¿Si un religioso, por el mero hecho de ser religioso, o un sacerdote, por el hecho de ser sacerdote, hombre docto, versado en cualquiera de las disciplinas científicas, con los títulos que el Estado requiere y declara bastantes, puede ser, a título individual, profesor en un establecimiento del Estado? A juicio del Gobierno, sí. La prohibición de la enseñanza a las Ordenes religiosas como cuerpo es un derecho y es un deber de la democracia; la prohibición de esa otra enseñanza al hombre de ciencia a título individual, sería una violación de los derechos individuales, que también los tienen los católicos; sería una monstruosidad, que este Gobierno es incapaz de cometer. (Muy bien.) La cosa está, pues, clara, lo mismo en lo referente a los bienes, que en lo referente a la enseñanza. (El Sr. Carrasco Formiguera: ¿Y la enseñanza privada, Sr. Ministro? Perdóneme la interrupción; pero es para que quede bien clara esta cuestión.) Las Ordenes religiosas no pueden enseñar como cuerpo, ni por sí ni por persona interpuesta, o lo que es igual, no puede haber, con arreglo a la Constitución, colegios de Ordenes religiosas. ¿Está claro? Pues eso es lo que dice la Constitución y eso es lo que sostiene el Gobierno. (El Sr. Carrasco Formiguera: A mí me basta con que un religioso pueda enseñar particularmente.)

La cosa está, pues, clara, digo, lo mismo en lo referente a los bienes que en lo referente a la enseñanza. En lo que respecta a los bienes, libertad de la Iglesia para adquirir todo aquello que sea indispensable para el cumplimiento de su misión y para la realización de sus fines; derecho de propiedad privada, con todas sus consecuencias, para su desenvolvimiento, como una institución de carácter religioso; para eso, sí. En cambio, no puede haber libertad para el abuso adquisitivo en materia económica. La Iglesia tiene derecho a los medios económicos que requiere su desenvolvimiento y su desarrollo como tal iglesia; pero la iglesia no puede tener una libertad de adquisición económica que le permita llegar a ser una grande y temible potencia política, un Estado dentro del Estado; eso no puede permitirlo la democracia encarnada en este régimen republicano.

Y en cuanto a la enseñanza, lo mismo. Toda la libertad que haga falta para enseñar la Iglesia sus doctrinas, en el catecismo, en la iglesia, en el salón de conferencias, en la plaza pública; toda la libertad que haga falta para enseñar la doctrina religiosa, con la moral religiosa que se desprende de la misma. Libertad de enseñanza, como una industria, o en cuanto suponga función pública, que compete al Estado, eso, no; y ciertamente no por despotismo ni por tiranía del Estado republicano, sino porque la Iglesia no tiene la misión de enseñar. Jesucristo, dijo un insigne Prelado americano, el Obispo Espaldi, de mucha más autoridad que vosotros (Rumores en la minoría agraria), no enseñó ciencia, ni historia, ni literatura, ni gramática; fundó una Iglesia, no fundó una academia. (Aplausos en la mayoría.)

Y unas palabras, no muchas -porque no quiero prolongar excesivamente este discurso-, sobre las Ordenes religiosas.

El Sr. Otero Pedrayo, en un discurso que yo escuché con delectación y que no sé si calificar de místico o de poético, suponía a la República y, en general, al Estado moderno, tal rudeza que le incapacitaba para darse cuenta de lo que representaba la espiritualidad de las Ordenes religiosas. No sé si el Sr. Otero Pedrayo se encuentra en la Cámara, pero yo tengo mucho gusto, hállese o no, en contestarle. No; el Estado moderno, el Estado revolucionario, tiene la suficiente delicadeza para darse cuenta de toda la espiritualidad que pueden representar las Ordenes religiosas y todas las instituciones humanas. El Ministro que en estos instantes molesta a la Cámara, tiene para esa suerte de espiritualidad una especialísima inclinación. En efecto, ¡exquisita espiritualidad la de un San Francisco! ¡Lástima de dificultades suscitadas por la curia romana! ¡Gloriosa, excelsa personalidad la de una Santa Teresa, la santa española! ¡Lástima y dolor grande, los obtáculos opuestos a su obra reformadora por la misma Roma! ¿Qué duda cabe que, como todas las instituciones que han vivido largos siglos en la Historia, las Ordenes monásticas, las Ordenes religiosas han prestado servicios a la civilización? Pero las Ordenes religiosas, que han tenido un momento de ascensión, han tenido después un largo período de decadencia.

Montalenberg, que no será sospechoso para vosotros, el insigne católico francés, en su libro célebre "Los Monjes de Occidente" - "Les Moins d´Occidents-", a la vez que canta las glorias de las Ordenes religiosas, traza las páginas más sombrías y más terribles hablando de la decadencia de esas instituciones. Y tengo aquí un párrafo, que no quiero dejar de leer, porque es de una autoridad que no será para vosotros sospechosa, del gran español D. Marcelino Menéndez Pelayo. Es un párrafo de uno de los capítulos de su libro "Historia de los Heterodoxos", y dice el sabio escritor montañes: "Basta abrir el enorme volumen "De Planctu Ecclesiae", que compuso Alvaro Peláez o Pelayo (Pelagius), Obispo de Silves y confesor de Juan XXII, para ver tales cosas que mueven a apartar los ojos del cuadro fidelísimamente trazado, y por ende repugnante. No hay vicio que él no denunciara en los religiosos de su siglo: el celo le abrasaba. ¿Dónde más triste pintura de los monasterios, infestados, según él, por cuarenta y dos vicios? No hay orden ni estado de la Iglesia o de la sociedad civil de su tiempo, desde la cabeza hasta los miembros, que no se encuentre tildado con feos borrones en su libro. Y el que esto escribía no era ningún reformista o revolucionario, sino un franciscano piadosísimo, adversario valiente de las novedades de Guillermo Ocam y fervoroso partidario de la autoridad pontificia."

Nadie, señores católicos, nadie con alguna responsabilidad combate a la Iglesia ni a las Congregaciones religiosas, como no combate a ninguna institución humana sistemáticamente y por fanatismo. Lo que no se puede a título dogmático, a título confesional, es pretender situaciones de privilegio para determinadas entidades, que son lo mismo que otras cualesquiera, según nuestra Constitución, sin que ello implique por nuestra parte ninguna desconsideración ni ninguna falta de respeto para todo aquello que deba merecerlo.

Porque las Ordenes monásticas eran eso, habían llegado a ser eso que describe en estas páginas, no un sectario de la izquierda, sino el propio Menéndez y Pelayo; porque las Ordenes monásticas habían llegado a ser eso. (El Sr. Molina: En su obra tiene otras citas interesantes también, que debiera S.S. igualmente aportar para conocimiento de la Cámara.) Las conozco, y ya empecé por señalar desapasionada e imparcialmente, Sr. Molina, el lado luminoso de la experiencia mística; de la misma manera tenía que serme lícito señalar el lado negro, como ha de serme permitido también deducir la síntesis y sacar de ella las debidas enseñanzas históricas, porque las Ordenes religiosas han llegado a ser esto que describe Menéndez y Pelayo. A partir de tal momento hay en la Historia de España, contra las Ordenes monásticas, señores Diputados católicos y señores sacerdotes, un verdadero clamor nacional. (Un Sr. Diputado: Si lo saben ellos.- El Sr. García Gallego: Eso será en las filas de S.S.) Desde antes de las Cortes de la Edad Media empieza el movimiento, hasta que el despotismo de los Austrias obliga a enmudecer a la tribuna en que antes se ostentaba la representación del país, y ese clamor nacional se refleja, una tras otra, en todas las Cortes, y tiene un eco, uno tras otro, absolutamente en todos los cuadernos de Cortes, que están a disposición de los señores Diputados en la biblioteca de esta Casa. Y esto bajo los Monarcas más poderosos, como Felipe II y como Felipe III. Hay unas Cortes, las de 1563, si no recuerdo mal, en las que se pide que se prohíba que los novicios permanezcan en los monasterios tanto tiempo, porque los rectores de esas instituciones se prevalen de la larga duración del noviciado para disfrutar las rentas propias de esos novicios, con frecuencia próceres. Hay otras Cortes, las del año 1492 al 98, en que los diputados del país reclaman al Rey que no se admitan religiones nuevas, por perfectas que sean, y que, de las ya conocidas y admitidas, no se autoricen nuevos monasterios. Y hay unas Cortes, las del año 1694, en Valladolid, en que los Procuradores se dirigen al Rey y le dicen: "Señor: ya no podemos más; los monasterios de estos Reinos son tantos, y a consecuencia de ellos son tantas las necesidades que se padecen, que ya no podemos más. Suplicamos a V.M. que no se dé licencia para construir más monasterios."

Y este clamor nacional de la opinión española en el siglo XVI y en el siglo XVII, este clamor nacional, determina el rumbo, la directriz y una de las significaciones más acusadas y características de la revolución en el siglo XIX; y ese clamor nacional se refleja en todos los movimientos políticos liberales del siglo XIX: en el del año 20; en el del año 35, de cuyas llamaradas siniestras tan sólo son como un reflejo de las del antepenúltimo verano; en el año 54 y en el año 68. Esto hace que ese clamor nacional, que no se apaga nunca, y que si deja de ser un movimiento ostensible es para convertirse en una manifestación subterránea; esto hace que ese movimiento nacional tenga que ser recogido incluso por los mismos Gobiernos de la Monarquía, y así se explica que un día con Canalejas se dicte la Real orden de 2 de abril de 1902 y la ley del Candado del año 1910, y el proyecto de ley de Asociaciones de 1912 y el convenio de 1904, que en el orden de las citas deliberadamente he dejado para lo último, convenio en el cual se trata de la reducción de las Ordenes religiosas y de su sometimiento a la ley de Asociaciones, que lleva la firma de un Ministro conservador, nada menos que la firma del Sr. Rodríguez San Pedro. Y yo pregunto, a la Cámara entera, a las Cortes republicanas, y pregunto al país, incluso al país católico, si dados estos antecedentes, esta trayectoria, todos los signos históricos que he señalado, se puede con justicia decir que la ley que el Gobierno ha traído es una ley sectaria. Eso, señores Diputados, no se puede decir ni con visos, ni con asomos de razón. (Muy bien.)

Yo me explico que lo que tengo que defender aquí con tanta insistencia ante la opinión conservadora y católica del país, que es lo que en estos momentos constituye mi preocupación, como comprenderéis, no satisfaga a mi amigo el Sr. Botella. (El Sr. Botella: Ni a S.S. tampoco.) No he de ocultar a S.S. que, personalmente, no es esta mi doctrina; mi doctrina la sostuve desde aquellos bancos (Señalando los de la minoría radical socialista) en una noche memorable, defendiendo los puntos de vista del partido radical socialista, al tratarse del artículo 24 del proyecto constitucional, y hablando como Diputado de la Nación. (El Sr. Botella: Pues sería conveniente que no lo olvidara S.S. ni el partido radical socialista.) Ahora defiendo este proyecto de ley como Ministro de un Gobierno que tiene que cumplir el precepto constitucional y que tiene que cumplirlo, Sres. Diputados, con una lealtad absoluta. Al redactar, de acuerdo con el Gobierno, el proyecto constitucional, yo he querido atenerme a la Constitución, como era mi deber de gobernante responsable, y ni siquiera he querido añadirle ni incorporarle una interpretación más o menos radical, más o menos audaz, porque a ello no tenía derecho. La Constitución está ahí, entregada a las disputas de los hombres, y esta ley, cuando sea votada, quedará entregada a la interpretación de los partidos. Precisamente por eso se quiere que sea una ley nacional, precisamente por eso no puede ser otra cosa sino una ley nacional. (Muy bien.)

Unas palabras, antes de concluir, sobre un extremo que habrá de ser discutido en el momento oportuno del articulado, entre otras razones porque habrá que oír pareceres en la materia mucho más autorizados que el mío; me refiero a la disposición transitoria, en la que se alude al momento en que ha de cesar la enseñanza de las Congregaciones religiosas y ha de ser ésta sustituida por la que organice el Estado. Si no recuerdo mal, en el artículo del proyecto -creo que es una cosa así- se dice que el Estado hará lo más rápidamente posible la sustitución de la enseñanza que prohíbe esta ley. Se entendió que con esta disposición transitoria buscaba el Gobierno un efugio para dejar un plazo, por indeterminado larguísimo, de modo que la prescripción de la ley prohibitiva se cumpliese no se sabe cuándo, o no se cumpliera nunca. No podía ser esa la idea del Gobierno, el propósito del Gobierno. Al decir eso, el Gobierno pensó en la más rápida sustitución posible de la enseñanza que esta ley prohíbe a las Congregaciones religiosas. Es éste un punto que yo no he de desarrollar porque, repito, habrá de discutirse aquí en el momento oportuno, y a ese debate han de aportar su contribución aquellos que técnicamente pueden contribuir al esclarecimiento del problema. Yo me limito a unas palabras que no han de tener más sentido que el de una declaración política, y es la siguiente dar el espectáculo de poner en la calle, en un día determinado, a todos los actuales alumnos de esos establecimientos, no, y no, por decoro de la República; relegar el cumplimiento del precepto constitucional "as kalendas graecas", dejar indeterminadamente que continúen las Ordenes religiosas dando una enseñanza que la Constitución les prohíbe, encaminada a continuar formando las generaciones españolas, tampoco, absolutamente tampoco. Entre las dos cosas hay un término racional prudente, justificado por la previsión republicana y amparado por los medios técnicos de que se disponga. Yo estoy seguro de que este término de prudencia ha de encontrarlo la Cámara en el debate; sobre él, por tanto, en este momento no quiero discurrir.

Y voy a terminar, Sre. Diputados, agradeciéndoos sobremanera la consideración, rayana en la paciencia, con que me habéis escuchado este largo discurso, y recogiendo algunas de las manifestaciones que en el suyo hizo el Sr. Pildain, refiriéndome, también a algunas de las palabras pronunciadas en la tarde de ayer por el Sr. Carrasco Formiguera.

El Sr. Carrasco Formiguera, abundando en la tesis sostenida anteriormente por otro Diputado nacionalista, el vasco Sr. Aguirre, nos habló de una legislación internacional que ampara a las minorías nacionales. Pero, Sr. Carrasco Formiguera, ¿es que tiene ni visos de seriedad política que S.S. venga aquí a invocar una legislación internacional de protección a minorías, en orden al proyecto de ley que estamos debatiendo en esta Cámara? ¿Es que aquí hay, ni ha habido nunca, una minoría religiosa sojuzgada, dominada por un poder extraño, y mucho menos por aquellas minorías políticas que representamos nosotros los liberales, los librepensadores, que somos los que constituimos el Gobierno de la República? Se puede hablar de minorías oprimidas en Polonia y en diferentes países del Centro de Europa, pero no se puede hablar de minorías oprimidas desde el punto de vista de la religión, Sr. Carrasco Formiguera, en el país de Torquemada y de Pedro Arbués; como una broma de Carnaval, que era ayer martes, puede pasar la tesis de S.S.; en serio, no es posible sostenerla. (Aplausos.) Aquí no ha habido nunca minorías católicas oprimidas. (El Sr. Carrasco Formiguera pide la palabra.) Aquí ha habido una religión de Estado durante quince siglos; aquí ha habido instituciones como el Santo Oficio; aquí se ha quemada vivos a los herejes; aquí ha existido una dominación secular de intolerancia religiosa y, por consiguiente, aquí no se puede hablar, Sr. Carrasco Formiguera, de minorías católicas oprimidas por el Estado. (El Sr. Barriobero: Además, en los países que citaba no hay frailes) Y otras palabras dirigidas con toda consideración -como la he tenido al contestar al Sr. Carrasco Formiguera-y con la especial simpatía que deriva, a los efectos de este debate, del hábito que viste, al Sr. Pildain.

Sí que es desagradable discutir estas cosas; a mí, Sr. Pildain, me place cada día menos, porque yo no he sido nunca, ni soy, lo que creen ciertas gentes en virtud de la figura que no sólo se pone en caricatura, sino que se deforma monstruosamente a través de la prensa y de los medios enemigos. Yo no he sido nunca eso, yo he sido siempre, como el inolvidable maestro Azcárate, un cristiano sin dogma y sin milagros. ¡Si que es desagradable tratar de estas cuestiones, discutir entre fanatismos encontrados, tener que pelear por razones y motivos de esta clase, cuando hay tantas cosas de otra índole que están exigiendo de todos nosotros la Patria y la República! ¡Ah! ¡Pero qué le hemos de hacer, Sr. Pildain!, Su señoría nos decía: "¿Por qué no hacéis vuestro tal artículo de la Constitución de Weimar?" ¡Ah, señor Pildain!, porque Alemania es el país de Lutero, el país de la Reforma, el país de la Paz de Westfalia, y España es el país de la Inquisición, del Santo Oficio, de la unidad católica durante esos siglos a que acabo de referirme; porque las circunstancias históricas son completamente distintas (El Sr. Pildain pide la palabra.) Sr. Pildain, cuando al frente de la Iglesia católica haya algo más que el cayado tosco de un pastor con su zurrón lleno de ignorancias históricas; cuando al frente de la Iglesia en España haya prelados capaces de una actuación social como la de aquel Masing que en Londres se avino a tratar con los obreros en la famosa huelga de los Docks; cuando haya en España prelados como aquel Ireland, que afirmó que la separación de la Iglesia y el Estado es el mayor beneficio que se puede hacer en el orden religioso espiritual; cuando haya en España prelados como aquel Spaldi, a quien acabo de aludir, que sostuvo que la escuela laica es la única en la sociedad moderna; cuando la Iglesia en España deje de ser una Iglesia de opresión y dominación, para convertirse en una gran fuerza espiritual al servicio de la cultura y de la libertad, ¡ah!, Sr. Pildain, entonces no habrá anticlericalismo y nadie se alegrará de ello tanto como nosotros, los que hemos tenido el honor de concebir y redactar el proyecto que he defendido ante la Cámara. (Grandes aplausos.)

El Sr. Presidente: El Sr. Carrasco Formiguera tiene la palabra para rectificar.

El Sr. Carrasco Formiguera: Señores Diputados; constituye, sin duda alguna, para mí un motivo de justo halago haber merecido en el brillante discurso que acaba de pronunciar el Sr. Ministro de Justicia, reiteradas alusiones a mi persona y a las palabras que pronuncié en la tarde de ayer. Por tanto, aunque sólo fuese por un obligado deber de cortesía, yo tendría que corresponder a tales palabras; pero he de aprovechar esta oportunidad, como lo hice antes al recoger la rectificación tan halagadora y cariñosa del Sr. Gomariz, para ver si puedo conseguir que lleguemos a un resultado práctico: el de que aquella claridad que constituía el móvil del Sr. Ministro de Justicia, al honrarme con sus alusiones, queda completa en todos los aspectos a que se ha referido S.S.

No era una broma de Carnaval, Sr. Albornoz; era sencillamente un procedimiento, por no decir una habilidad de argumentación, el que yo hiciese invocación a los precedentes de los derechos de minorías nacionales. El Sr. Ministro estaba presente en el debate de ayer y recordará que se había suscitado una discusión, una polémica, en la que intervino el Sr. Fernández Clérigo, respecto a si el sentimiento o la convicción católica debíamos considerarlo con mayoría o con minoría en el país, en la República, y entonces yo, forzando el argumento, siguiendo aquel procedimiento que puede adoptarse en toda polémica y que consiste en colocarse en el terreno del adversario, decía en la tarde de ayer: Vamos a pasar porque constituyamos una minoría (empiezo por creer, Sr. Ministro, que no lo somos), pues entonces, lo menos que podemos pedir es que se reconozcan a los católicos de la República española aquellos derechos que tienen reconocidos las minorías nacionales.

Esto es lo que el Sr. Ministro ha empezado a explicar sin acabar de hacerlo con toda claridad y es el resultado práctico que yo quiero obtener de la rectificación que estoy haciendo. No es una broma de Carnaval, Sr. Ministro. Yo me daría por muy satisfecho de mi intervención en este debate de totalidad si S.S., honrándome una vez más con su cortesía y con su buena disposición hacia mí, me dijese de una manera cetegórica, contundente, que después de la aplicación de esta ley que estamos discutiendo, los católicos de la República no tendremos menos derechos que aquellos que tienen reconocidos en los Tratados internacionales todas las minorías católicas de los Estados a que esos Tratados afectan.

En una palabra, que quede bien claro que, así como una minoría polaca, por ejemplo, una minoría de cualquier nacionalidad, que representa un sector católico en un país que no está constituido en su mayoría por católicos, tiene, a virtud de esos Tratados, reconocido el derecho a organizar escuelas, no de carácter público, indiscutiblemente, pero sí de carácter privado, y, dentro de esas escuelas, dejando aparte la fiscalización que corresponde al Estado, por ser la instrucción una función de este, goce de una perfecta libertad para organizar sus enseñanzas y sus disciplinas, sin injerencia alguna del Estado; nosotros, los católicos españoles, tenemos esos mismos derechos.

El Sr. Ministro ha explicado muy bien y con toda claridad que, por lo que afecta a la instrucción pública, la condición religiosa no puede ser causa de incompatibilidad o de incapacidad y ha reconocido y declarado que un sacerdote o un religioso que tengan la debida competencia y estén amparados por un título profesional o académico pueden ser catedráticos o profesores en una escuela de carácter oficial y público. Esto tiene ya su interés; pero ahora falta aclarar el segundo extremo. El hecho de que la enseñanza sea una función del Estado y la circunstancia de que la organización de la enseñanza o de la instrucción pública, mejor dicho, constituya un monopolio del Estado, no impide que los particulares puedan organizar paralelamente a esta instrucción y a esta enseñanza públicas una instrucción y una enseñanza privadas; es decir, que habiendo una Universidad donde el Estado da las enseñanzas necesarias y suficientes para obtener un título académico, al lado de esta Universidad hay una Academia de carácter privado, en la cual se proporciona una preparación especial para que se puedan obtener esos títulos oficiales que el Estado otorga. Y el punto que queda por aclarar, Sr. Ministro, es si en este orden privado, en esta enseñanza privada, la condición religiosa será o no motivo de incapacidad o de dificultad para el ejercicio de tal derecho.

Sé que con arreglo a la Constitución, que he combatido, pero que, como ciudadano, he de respetar mientras no se modifique, las Ordenes religiosas, como dice S.S., las Congregaciones religiosas no pueden dedicarse al ejercicio de la enseñanza. Está claro; estamos conformes. Ahora bien, los ciudadanos, no las Ordenes, los ciudadanos que han formado parte de esas Ordenes o que forman parte de esas Congregaciones, independientemente de su carácter religioso, ¿tienen capacidad para dedicarse privada y particularmente al ejercicio de la enseñanza?

Ayer aducía yo el ejemplo de esa Orden que ha sido también aludida, y con justicia, por cierto, por el Sr. Ministro, la de las Escuelas Pías, y preguntaba, provocando con ello sonrisas irónicas en varios Diputados de la mayoría: ¿qué vais a hacer de los escolapios y de las escolapias? Se ha de resolver el caso práctico. Un escolapio no puede, con arreglo a la Constitución y con arreglo a esta ley, continuar ejerciendo, como ha venido haciéndolo hasta ahora, la industria de la enseñanza. La Orden de las Escuelas Pías tiene que cerrar sus colegios. Pero yo, Sr. Ministro, que soy un ciudadano español, un ciudadano de la República española, puedo interesarme por la competencia de otro ciudadano de la República que es o ha sido escolapio, y yo puedo, pagando una contribución, organizar y establecer una academia para preparar alumnos para las escuelas oficiales, lo sean de Segunda enseñanza o de enseñanza superior. ¿Es que yo puedo utilizar los servicios de un escolapio, de un ciudadano español que lleva una sotana o ha hecho unos votos, pero que tiene esa competencia o un título?

Cierra España.

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