miércoles, 30 de septiembre de 2009

España y el Peronismo. Maria Eva Duarte, Evita. ( prologo).


Terminada la guerra civil española, después de ocho años de la misma y intentando salir del desastre que esta produjo en España, se recibe la primera visita oficial de un país a la España de la posguerra, sobre esta se ha hablado mucho, por lo tanto no voy a ser desde aquí menos, ya que es historia de España , como siempre advertir que anotare, diferentes opiniones sobre este trozo de historia que nos acontece, las cuales pueda ser que hieran la sensibilidad de algunos lectores, lo cual queda fuera de lugar desde mi opinión personal, pero no puedo cambiar las palabras de quienes cuentan la historia, como siempre citare las fuentes al final o al inicio de las anotaciones, nos encontraremos también a defensores y detractores de este articulo fragmentado en varias partes, para no ser tan pesado en su lectura.


Mi opinión personal sobre este articulo es de defensa de quien fue, uno de los personajes mas importantes en la década de los años 40 y 50 a nivel mundial, por su carisma, abnegación, honestidad y ayuda al que mas lo necesitaba, en la parte que corresponde a España, acogió, a exiliados españoles después de la GC y a excombatientes del bando nacional, que buscaban alimentar a sus familias, sin mirar, que tipo de color en ese momento vestían, ni cual era su ideología política, por todo ello, mis respetos, a esta figura del siglo XX.

Eva Perón 1919 – 1952

María Eva Duarte nace el 7 de mayo de 1919 en la localidad de Los Toldos, Partido de Gral. Viamonte, Pcia. de Bs. As. Hija de Juan Duarte y de Juana Ibarguren – ambos hijos de inmigrantes vascos-franceses -, es la menor de 5 hermanos (Blanca, Elisa, Juan y Erminda) los cuales viven primero en Los Toldos para luego trasladarse a la localidad de Junín.

Producida la muerte del padre en un accidente automovilístico en 1926, la madre realiza tareas de costura para sostener a la familia en base a un fuerte compromiso cristiano.

La fuerte inclinación que tenía Eva por lo artístico se canaliza durante los 10 años (1935 – 1945) de actuación en el teatro, la radio y el cine con singular éxito.

En 1944, tras producirse un terremoto en la Pcia. de San Juan para reconstruir la capital y asistir a las víctimas, coincide con el Coronel Juan Perón lo que signa la vida de ambos por el amor que se despierta entre ambos y la pasión, Los sucesos del 17 de octubre de 1945 la encontrarán pidiendo por la libertad de su hombre y tratando de convencer a los trabajadores de pedir por la libertad de quien impulsó todas las reformas sociales en dicha época.

Tras la liberación de Juan Perón por el Pueblo, se casan el 22 de octubre por civil y el 10 de diciembre en la Iglesia de San Francisco de la Ciudad de la Plata, Pcia. de Bs. As, Tras la asunción de Perón como Presidente el 4 de junio de 1946 Evita empieza a desarrollar una actividad inusual para las Primeras Damas de la época, ya que busca involucrarse en temas sociales y cívicos acorde con el ideario del nuevo gobierno en base a planteos afines a la Doctrina Social de la Iglesia. en 1947 Eva perón viaja como embajadora de buena voluntad a distintos países europeos en representación de Argentina. En algunos casos como España es la cara visible de la ayuda humanitaria brindada al pueblo español por parte de Argentina a la vez del quiebre del aislamiento internacional al que España era sometida.

Tras su regreso a Argentina recala antes en Brasil, donde asiste a la Conferencia de Cancilleres por la Paz y Seguridad Continental, donde se entrevista con el Gral. Marshall, quien impulsaría el plan de recuperación económica de Europa por parte de los EE.UU, y en Uruguay.

Es de destacar que Eva Perón impulsó el Decálogo de los Derechos de la Ancianidad en 1948, el cual fue incluido en la Constitución Nacional de 1949, a fin a un espíritu más social y de reivindicación de los más humildes.

A su vez la Fundación asistió con víveres, medicamentos y elementos de trabajo a diversos países de todos los continentes (por ej. Italia, España, Israel, Colombia, Venezuela, Egipto, Líbano, Japón, EE. UU, etc).

Progresivamente se va deteriorando su salud por un cáncer terminal que la lleva a la muerte el 26 de julio de 1952.

Lic. Pablo A. Vázquez
Coordinador Area Biblioteca y Archivo
Instituto Nacional Eva Perón – Museo Evita
Lafinur 2988 – Bs. As

El viaje de Eva Perón a España, en 1947, fue el hecho más destacado de las relaciones hispano argentinas de la época.

España, gobernada por el régimen de Franco, había sido excluida de los foros internacionales y aislada del resto del mundo, por aplicación de la Resolución 39 dictada en la 59º sesión plenaria de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU, en 12 de diciembre de 1946.

Argentina hizo frente a la resolución de la ONU, adoptando un acuerdo para la venta de cereales y alimentos a crédito, en octubre de 1946.

Por otra parte, no solo fue proveedora de alimentos a un país jaqueado por el hambre. Nombró embajador al doctor Pedro J. Radío, quien fue recibido multitudinariamente por la población madrileña el 16 de enero de 1947, hecho reflejado por la prensa, entre otros por el ABC de 17 de enero, que tituló “Madrid tributó ayer un indescriptible recibimiento al nuevo embajador de la Argentina en España”.

Además, Argentina representó los intereses de España ante Estados manifiestamente hostiles, como los del bloque soviético, desarrollando también una intensa y efectiva campaña ante los estados iberoamericanos para mitigar el bloqueo internacional impuesto al Gobierno de Franco -al que no eran ajenos Gran Bretaña y los Estados Unidos de América-, a la vez que promovía la incorporación de España en la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

El embajador y delegado argentino ante la ONU, doctor José Arce y Arce, defendió acertadamente dicha posición. En noviembre de 1947 los delegados de Yugoslavia y de Bielorrusia en la ONU atacaron al Dr. José Arce y condenaron a la Argentina por apoyar “al último resto del eje Roma-Berlín”; el canciller bielorruso, Kuzma Kiseler, recriminó a Arce, señalando que el apoyo a Franco era la continuación del otorgado por Argentina a Hitler y a Mussolini durante la Segunda Guerra Mundial. La acusación fue rechazada por Arce, quien explicó que, desde su posición, él defendía la Carta de las Naciones Unidas, en cuanto prohíbe la intervención en los asuntos internos de un Estado soberano y “…las glorias de España y no las de un régimen que rige en España actualmente”.

En éste marco, hacia las 16,23 hs. del 6 de junio de 1947, desde el aeropuerto Presidente Rivadavia, en las afueras de Castelar (provincia de Buenos Aires) decolaba la aeronave de Iberia que llevaba a España a doña María Eva Duarte de Perón, seguida por otro DC-4 de la Flota Aérea Mercante Argentina (FAMA), transportando equipaje y algunos viajeros de la comitiva.

Con el viaje de la esposa del entonces presidente de la Nación, general D. Juan Domingo Perón, Argentina dio prueba indudable de su reconocimiento a España.

El año siguiente, el 18 de octubre de 1948 se firmaba en Buenos Aires el Convenio sobre Migración, como protocolo adicional de los acuerdos comerciales anteriores, haciendo posible que miles de españoles pudieran llegar a radicarse en suelo argentino.

El viaje de Eva Perón a España, desde su partida, el 6 de junio de 1947, hasta su despedida en Barcelona, jueves 26 de junio de 1947, con los hechos de cada momento, personajes, detalles y referencias como la repatriación de los restos de los padres del Libertador General D. José de San Martín; de cómo Eva Perón salvó la vida de una mujer condenada a muerte por el régimen franquista y el destino final de los dos aviones en los que se realizara el periplo transatlántico y europeo.



Cierra España.

martes, 29 de septiembre de 2009

El saludo Romano

El Saludo Romano es un gesto en el cual una persona extiende su brazo hacia adelante, de manera recta, con la palma de la mano hacia abajo. El brazo suele extenderse de manera paralela al suelo o formando un ángulo indeterminado hacia arriba.


A pesar del nombre de este gesto, la interpretación de éste como un "saludo" ha evolucionado a través del tiempo y no está debidamente acreditado que en la antigua Roma se utilizara permanentemente como forma "oficial" de saludar, ya sea en el ámbito militar o civil, aun cuando existen numerosos testimonios de su empleo en el Imperio Romano.

En la Columna de Trajano, en Roma, aparecen diversos ejemplos de "saludo romano", en relieves donde se muestra legionarios saludando al emperador, así como en las estatuas de algunos emperadores como Augusto, o en la estatua ecuestre de Marco Aurelio. También existe un relieve del siglo II d.C. hallado cerca de Éfeso donde aparece este saludo en la ilustración de los funerales de un oficial militar, siendo posible ver a manera de saludo brazos extendidos hacia adelante, con la palma de la mano abierta y hacia el suelo, en un ángulo de 45 grados.

Con la desaparición del Imperio Romano también desapareció la costumbre del "saludo romano", pero ésta fue recuperada en motivos pictóricos desde el siglo XVIII, cuando en pleno auge de la Ilustración los intelectuales y filósofos revaloraron las instituciones tradicionales de la antigua República Romana y entre ellas le dieron al extinto "saludo romano" un significado cívico o heroico.

Prueba de ello se encuentra en las pinturas de estilo neoclásico del francés Jacques-Louis David, como Juramento del Juego de Pelota de 1792 donde se muestra a los revolucionarios franceses haciendo el saludo romano o el Juramento de los Horacios de 1784, presentando con este mismo gesto a un episodio legendario de Roma. Inclusive en 1810, en pleno régimen de Napoleón Bonaparte, David pintó por encargo gubernamental La distribución de las águilas mostrando al propio Napoleón I entregando estandartes con figuras de águilas a los regimientos del ejército francés, cuyos saludos realizan el saludo romano. Estas pinturas de David inspiraron posteriores ilustraciones a lo largo del siglo XIX en toda Europa, mostrando nuevamente el "saludo romano" como elemento solemne, aunque en situación de servir como señal de juramento antes que un saludo propiamente dicho.

El saludo fascista proviene casi desde la antigua Roma. Al igual, los gladiadores, César recibió, cara o cruz sus manos, por lo que este gesto fue llamado Romano saluto, saludo romano.

Sin embargo, también existen datos históricos de que, su procedencia data del el saludo ibérico, según el gran arqueólogo español, de la primera mitad del siglo XX, J. Cabré el característico saludo de los íberos con el brazo extendido y la mano abierta, de entre los siglos V al I a. C., fue adoptado por los romanos conjuntamente con el "Gladius Hispaniensis" (espada ibérica) al entrar estos en contacto con los pueblos hispanos. Sería pues, según Cabré, un saludo genuinamente íbero el que se utilizó posteriormente en todo el Imperio Romano como saludo tradicional. El conocido como ¡"saludo romano"!.

Para los íberos era un gesto revestido de especial sacralidad, pues en los exvotos de los santuarios, ellos mismos se auto representaban, con frecuencia, saludando e invocando a las Divinidades en pie y efectuando el "saludo étnico" tradicional de su Pueblo.

Dicho esto, dejo la pregunta en el aire, saludo Romano o Ibero?, si es así, en cualquiera de los dos casos, porque siempre, todo el que se considera demócrata, solo se acuerda de este acto o gesto, dentro de los partidos que en el siglo XX, lo recogieron como símbolo de saludo, dentro de sus filas?.



Cierra España.

Comunicado de cruzada hispánica.

                                                           
Enfrentamos este nuevo reto, después de haber sufrido un cierre momentáneo por causas ajenas a esta administración.

Por desgracia desde el mes de febrero sufríamos, diariamente ataques, amenazas reiteradas, con alevosía y nocturnidad, en esta nuestra Web, las cuales de forma continuada esta administración y su equipo de dirección intentábamos, por todos nuestros medios de eliminar, llevando nuestro trabajo a buen puerto.

Aun así, consiguieron el cierre de la misma, causando gran trastorno a nuestros usuarios, camaradas y visitantes que cada día aportaban el granito de arena correspondiente a esta casa. Nuestro deber por tanto era y es la de evitar que este cierre fuera por un periodo demasiado largo como así dejaron o desearon dejar constancia, los que vilmente realizaron este ataque a la Web de Cruzada Hispánica.

Sabemos que estamos en la línea políticamente incorrecta, que los autores de este hecho concreto dejaron bastante claro, con la acción cometida en la misma, algo que tenemos suficientemente claro desde esta administración y su equipo, lo cual y dentro del marco legal, el cual jamás, ni antes ni ahora, obviaremos, ya que desde el primer momento nos encontramos dentro del marco que establece la ley y su legislación vigente, como así establecen las normas y como no puede ser de otra forma, están establecidas en las normas de estricto cumplimiento, de esta casa, para todo aquel, que entre en contacto con nosotros, desde el primer camarada inscrito en la misma (administrador), hasta el último recién incorporado, las cuales se han llevado y se llevaran a su máximo nivel, en cuanto a normas se refiere, educación, respeto y tolerancia.

Desde el primer momento barajamos varias posibilidades, sobre los acontecimientos, que nos atañen al cierre de esta página desde el mes de febrero como anteriormente hemos citado del año en curso, dentro del cual, estamos en una probabilidad bastante alta de que este ataque fue realizado, por determinadas o determinada persona de ideología de izquierda, los cuales se hacen llamar demócratas y por ende libres, libres para realizar actuaciones, las cuales no tienen otro marco de actuación que el de terrorismo, sea cibernético como es el caso o apretando un gatillo, todo aquel que se jacta de cometer estos actos, coartando la libertad de expresión, de cualquiera que, estando en su derecho de opinar o manifestar, unos pensamientos dentro del marco de la legalidad vigente, son coaccionados a abandonarlos, mediante hechos tan nefastos y lamentables como el que acaeció a esta página, no puede tener otro apelativo que el de terrorista, asesino y secuestrador, ya sea de las palabras o de cualquier otra forma, que impida el libre albedrío que cada persona tenga en manifestar su descontento, o en su defecto, la creencia de que este país, nación, reino e imperio, debe de tener una salida más fructífera a la situación que por desgracia se encuentra, sin tener que ser, dentro del sistema político en el que nos encontramos actualmente.

Por desgracia para nosotros, la segunda posibilidad que barajamos, y de la que no estamos tampoco muy alejados, es la que desde dentro de estas nuestras filas patrias, existen un determinado número de acólitos, que se dedican a desprestigiar, sea en esta o en otra Web hermana, a cierto número de camaradas independientemente de ideologías dentro del sistema patrio, que por circunstancias han tenido, episodios personales más que lamentables y que intentaron por todos los medios, desprestigiar a las partes contrarias dentro de Cruzada, por lo que los equipos de administración y moderación de la misma, pararon los pies antes de que las cosas llegaran a mas, aún sabiendo que seriamos desprestigiados y como se ha comprobado atacados, produciendo como hemos apuntado arriba el cierre de la misma, durante este corto espacio de tiempo.

Dicho esto y estando nuevamente en la red a pleno funcionamiento, queremos hacer llegar a todos los que nos siguen y a los que deseen hacerlo desde este instante, que estamos aquí, que seguimos y seguiremos luchando, por una España mejor, que por muchos ataques que nos realicen de una forma o de otra, volveremos a surgir nuevamente, con más fuerza aun como es este el caso, que seguiremos plantando cara e inculcando dentro de nuestras posibilidades, el honor, la lealtad y el amor a España, como UNA¡¡ GRANDE¡¡ Y LIBRE¡¡, le pese a quien le pese, sin dejar de obviar y acatando en todo momento el artículo 20 de la constitución española, el cual aun está en vigor y que siempre hemos respetado desde esta administración, llevándolo a rajatabla, como no podía ser de otra forma y el cual dice:

Artículo 20.

1. Se reconocen y protegen los derechos:

a. A expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción.

b. A la producción y creación literaria, artística, científica y técnica.

c. A la libertad de cátedra.

d. A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. La Ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades.

2. El ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa.

Únicamente terminar añadiendo, que por mucho que deseen seguir coartando la libertad que desde aquí entendemos tener, como españoles ante todo, seguimos en la lucha de la dialéctica, como forma de demostrar nuestra repulsa a lo que este sistema está realizando con nuestra casa, nuestra tierra y nuestro país, su desunión y su partición de la forma más vil y canallesca, como jamás en la historia de la misma se haya podido ver, por el mal hacer de estos políticos que por desgracia nos han tocado en esta lotería democrática, que las normas vigentes en esta Web, las cuales han aumentado en rigidez, serán cumplidas sin remisión hasta la exactitud por todos los componentes de la misma y esperando que esta sea, punto de referencia, a la vez que de encuentro, de todo aquel, que se sienta orgulloso de ser español, independientemente de las ideologías que puedan surgir del ámbito patrio.

¡¡¡ARRIBA ESPAÑA, VIVA CRISTO REY, CAFE!!

Lobo Ibero
Administración de Cruzada Hispánica


lunes, 28 de septiembre de 2009

Discurso sobre el Estatuto de Cataluña parte final.6 de mayo de 1932

Y llegamos, señores, al segundo punto de mi discurso. Planteado el problema, vamos a ver ahora cuál puede ser su solución, porque la solución natural y lógica, que es la de modificar el estado sentimental por el influjo de las ideas, es una solución demasiado larga para que en el terreno pragmático de la política yo la presente ahora para resolver el problema. No podemos esperar a eso. ¿Y qué solución podemos darle? Y, concretamente, el Estatuto que habéis presentado, que es lo que aquí discutimos, ¿puede considerarse como solución del problema de Cataluña? Yo os digo, señores diputados, que no; y os digo que el Estatuto no puede serlo por tres razones: primera, por su origen; segunda, por la forma en que se presenta, y tercera, por su fondo.

Primera, por su origen. El origen del Estatuto catalán está en el pacto de San Sebastián; en ese desdichado pacto, que viene desviando de sus cauces naturales esta cuestión y creando no pocas dificultades a su solución satisfactoria. El Sr. Maura nos explicaba el día pasado (al parecer, sin contradicción de nadie) lo que había sido ese pacto; pero es necesario que nosotros lo analicemos, lo aquilatemos, que veamos lo que es y lo que significa.

En unos días tristes para España surgió en el ánimo de muchos el deseo de restaurar la libertad ciudadana e, indudablemente, con absoluta buena fe (prescindamos de sí acertada o equivocadamente, porque todas esas cuestiones deben quedar aparte en una discusión como ésta), creyeron lograr su objetivo con un cambio de régimen. Para alcanzarlo conspiraron, y de esa conspiración es un episodio el pacto de San Sebastián. A él fueron muchos españoles, que no buscaban más que lo que consideraban que era una necesidad, un bien grande para España: la restauración de la libertad ciudadana. A ese pacto fuisteis también los catalanes, o algunos de vosotros; pero en esos momentos solemnes, de angustia para la nación española, vosotros pensasteis en catalán y no en español, y vosotros buscasteis, no el bien para la nación entera, con absoluto desinterés y apartamiento de todo egoísmo, sino que buscasteis, antes que nada, la solución de vuestro problema regional e impusisteis unas condiciones para prestar vuestro apoyo. No creo que esta posición vuestra en el pacto de San Sebastián sea propia para despertar la cordialidad en el resto de España.

Los conspiradores de ayer son el Gobierno de hoy, y vosotros acudís, apenas constituida la República española, a este Gobierno y le presentáis la letra que en días de angustia hubo de aceptar, y le exigís su pago. Por mucho que hagáis, no podréis destruir en España el convencimiento de que el Estatuto es una exigencia que vosotros fundáis en un consentimiento que se arrancó en momentos difíciles a u nos hombres que se proponían hacer la revolución. (El Sr. Companys: Antes de que S.S. hiciera nada por laRepública estaba yo cansado de ser republicano.- Rumores.- Un señor diputado: No dice eso.) Yo, Sr. Companys, no he hecho nada por que viniera la República. (Un señor diputado: Contra la República, sí.) No tenemos que discutir ese punto. (El Sr. Royo Villanova: ¡La Dictadura es lo que hay que liquidar aquí! ¡Eso lo explicaré yo bien! –Risas.) La forma como presentáis el Estatuto no es posible nos complazca más que su origen. Os presentáis aquí diciendo que traéis un Estatuto que ha nacido de la autodeterminación de Cataluña y que el poder deCataluña nace de su voluntad. Venís aquí, por lo tanto, con un desconocimiento de la soberanía nacional que encarna esta Cámara, presentando soberanía contra soberanía, y eso no lo podemos tolerar. (Muy bien.) En España no hay más que una soberanía la soberanía de la nación española, y un órgano de esa soberanía, que son estas Cortes. (Muy bien.) A estas Cortes pueden los españoles, individuos o provincias, municipios o regiones, venir con peticiones; pero no pueden venir, pretendiendo ostentar una soberanía que no tienen, a decir: «Venimos a pactar con vosotros.»

Es más: no venís sólo a pactar de igual a igual, sino que venís, como si fuéramos un pueblo vencido, a dictar las condiciones que queréis que aceptemos casi sin discusión. Ya sé yo que ese lenguaje no se va a oír en esta Cámara; pero representación tan autorizada de Cataluña como es el propio presidente de la Generalidad está diciendo un día y otro que la voluntad de Cataluña ha de prevalecer, que las Cortes se someterán a la voluntad de Cataluña, y que si no se someten, los catalanes seguirán luchando por que su voluntad prevalezca. Es decir, que venís a decir a los españoles: «Ahí tenéis lo que nosotros queremos que sean el Estatuto fundamental de Cataluña y la organización del Estado español, para que vosotros los aceptéis, porque si no los aceptáis, el problema catalán no estará resuelto y nosotros seguiremos trabajando para que la voluntad de Cataluña prevalezca.» No se puede plantear así el problema.

Soy yo tan amante de la libertad y tan respetuoso con la voluntad de los pueblos, que os digo –y seguramente como yo piensa la mayor parte de los castellanos- que si la voluntad formal y decidida de Cataluña es separarse de España, yo reconozco que tenéis derecho a separaros, podéis hacerlo, porque de ninguna manera Castilla y España quieren españoles a la fuerza. Claro está que habría de tratarse de una verdadera voluntad, libremente expresada y con las garantías suficientes para que no fuera una veleidad pasajera, sino una voluntad firme y persistente; pero repito que si esa voluntad existiese, no encontraríais seguramente, obstáculos en Castilla para vuestra absoluta independencia.

A lo que no tenéis derecho, formando parte de España, es a dictar las condiciones en que vais a permanecer con nosotros. Eso nos toca decidirlo a todos; es decir, a España entera, y en representación de España, a estas Cortes. Ahí estáis sentados con nosotros, con igualdad de derechos que nosotros, ostentando la misma representación que nosotros, tomando parte en nuestras deliberaciones, participando en la soberanía nacional como nosotros. Esta es la única soberanía que os podemos reconocer. Una soberanía parcial, como representantes de Cataluña; en nombre de la voluntad de Cataluña, nunca. (Muy bien, muy bien.)

El Estatuto, pues, no es aceptable por su origen; no es aceptable por la forma como se nos presenta y tampoco es aceptable por el fondo del Estatuto mismo. Habéis redactado –muchos en Cataluña no se recatan de decirlo- un Estatuto de verdadera soberanía. Vosotros presentáis un presidente frente a un presidente; un Gobierno frente a un Gobierno; un Parlamento frente a un Parlamento; unas leyes frente a unas leyes; un idioma frente a un idioma y una Justicia frente a una Justicia. ¿Qué queda, por lo tanto, señores diputados, de la soberanía nacional, de la unidad nacional? Queda, simple y sencillamente, una expresión geográfica, limitada por unas fronteras esmaltadas aquí y allá por Aduanas; queda un Poder encargado de votar unos Aranceles y llevarlos a la práctica para la protección de vuestra industria; queda un Ejército para que os defienda en el interior y en el exterior; queda un Poder con una representación diplomática para que se ejerza en beneficio vuestro fuera de España, y tres o cuatro migajas más de soberanía que nos dejáis porque no os conviene conservarlas. (Muy bien.)

Vuestras aspiraciones económicas las formuláis en términos tales, que constituyen para nosotros un nuevo motivo de dolor. Vosotros, en el orden económico, pedís que se os den todas las contribuciones directas y pretendéis imponer al Estado la prohibición de establecer otras nuevas; pero vosotros tendréis libertad para instaurar las que os plazca; es decir, la soberanía fiscal de España ha desaparecido. Puede suceder, vosotros aceptáis la hipótesis, que los recursos que dejáis al Estado central no basten para satisfacer sus necedades, y entonces decís que Cataluña contribuirá con la parte proporcional que le corresponda y por habitante lo mismo que los demás habitantes de España; es decir, que en este caso, el opulento industrial de Cataluña y el mísero habitante de Las Hurdes son para vosotros lo mismo y consideráis que deben contribuir de la misma manera. (Rumores.) Así se reparten las cargas en una Sociedad mercantil, pero no en una nación, ni tampoco en una familia; en una nación es preciso que el que más tiene más dé, para que el que menos tiene reciba más; ésta es la manera de entender la solidaridad, y si porque sois más ricos queréis guardar para vosotros vuestros recursos, para vivir mejor y no contribuir a que se eleve el nivel cultural y de vida de las regiones pobres, yo digo que rompéis los vínculos de la unidad y que la unidad nacional queda rota cuando egoístamente se rompen esos vínculos de solidaridad. (Muy bien.)

En resumen, señores diputados, creo haber demostrado que el Estatuto que presentáis como solución del problema catalán no es su solución. ¿Qué es lo procedente en estos momentos? Yo quisiera, señores catalanes, invocar de la manera más sentida esa cordialidad de que tan frecuentemente habláis vosotros, para deciros lo que estimo que debéis hacer en este caso. El problema catalán entraría en vías de solución satisfactoria si los catalanes tuvieseis el gesto gentil de retirar este Estatuto; retirad ese Estatuto en estos momentos angustiosos en que la República española tiene tan graves problemas que resolver, no agravéis la situación a esos hombres que merecen las simpatías de todos los españoles por las responsabilidades grandísimas que sobre ellos pesan, trayendo un nuevo problema que sumar a los muchos que constituyen su preocupación constante. Y ante estas Cortes, o mejor antes otras Cortes que hayan podido ir a recabar sus poderes con pleno conocimiento por parte de sus electores de las cuestiones que han de resolver, traed ante ellas vuestro problema, no como un Estatuto que nazca del pacto de San Sebastián, ni de pacto alguno, que eso debe darse por olvidado, sino como expresión de los deseos legítimos de un pueblo, y tened la seguridad de que las Cortes españolas, con espíritu de verdadera concordia y con el mayor deseo de acierto, no se negarán a discutir con vosotros hasta llegar a un acuerdo para la concesión de una amplísima autonomía que pueda satisfacer vuestros deseos y aspiraciones, dejando a salvo la unidad y la soberanía de la patria. No olvidéis que cualquiera otra resolución que se adoptase equivaldría a dejar el problema sin solución.

Decía muy acertadamente el Sr. Sánchez Román que ese estado de soberanía mediatizada, de soberanía dividida que vosotros pretendéis con el Estatuto, no puede ser la norma permanente en la vida de un pueblo, sólo puede constituir una etapa transitoria en un proceso de integración o de desintegración. Se comprende perfectamente que Estados libres, soberanos e independientes, que no han vivido unidos y que aspiren a constituir uno nuevo, empiecen por adoptar términos como éstos para ir cada día apretando más los vínculos, hasta llegar a la constitución de una nación fuerte y unida; pero no es éste el caso de España; el caso de España es el de un Estado unitario, perfectamente constituido, que si, por consentimiento casi unánime, entiende que puede y debe descentralizar la Administración, también por unánime pensamiento cree que la unidad política no debe, en manera alguna, quebrantarse, y cuando en un Estado así la unidad política se rompe hasta el extremo que vosotros la quebrantáis con vuestro Estatuto, es inevitable llegar a la separación. A ella aspiran, en efecto, muchos de vuestros paisanos; pero yo quiero poner ante vuestros ojos un hecho que estimo de extraordinaria gravedad, cual es el de que en estos momentos las voces separatistas no han sonado precisamente en Cataluña, sino, principalmente, en Castilla, en los puntos donde más vivamente se siente el amor a la unidad nacional. Allí es donde han surgido las voces de: «O aceptan los catalanes aquello que razonablemente puede concedérseles, o vayamos a la separación.» Esto se dice en Castilla, y, a mi juicio, es muy grave que se diga. Yo creo que nosotros, los que tenemos, por mínima que sea, una parte en la dirección de la vida pública, estamos obligados a poner coto a ese movimiento que es muy significativo, porque esos que se muestran separatistas no desean, realmente, llegar a la separación; van a ella impelidos por la sensación de angustia que estáis dando a España constantemente con el planteamiento de este problema: es un caso semejante al del que, impelido por el vértigo, se arroja al abismo profundo, prefiriendo la realidad de la catástrofe al angustioso temor constante de ella.

Ya sé que esta invitación a que retiréis el Estatuto no ha de tener éxito; pero si a eso no llegáis, creed que sería acertadísima vuestra conducta si, por lo menos, mostraseis un espíritu de transigencia que permitiere modificar, no ya sólo el Estatuto, pero aun el mismo dictamen de la Comisión, términos que puedan satisfacer al país.

Y ahora, dos palabras al Gobierno, para terminar. No sé cómo llamarlas, porque para consejo no tengo autoridad; las llamaré ruego, que me parece la expresión más modesta de la manifestación de un deseo. Tenéis, señores del Gobierno, una mayoría compacta y disciplinada que os permite gobernar como a vosotros os parezca que debe gobernarse: nada hay más difícil para un Gobierno en estas circunstancias que saber usar con moderación, con tacto y con continencia de la fuerza del número; porque el régimen parlamentario es régimen de mayorías, es verdad; sería una demencia que las minorías quisieran dar la tónica de la gobernación del Estado; pero si es un régimen de mayorías, es un régimen en que las voces de las minorías deben tener su importancia y pesar en las resoluciones del Gobierno.

En todo régimen democrático que normalmente funcione se cede a las peticiones, a las indicaciones y a la crítica de minorías que, por el número de votos de que disponen, no podrían hacer prevalecer su opinión. Y yo os he de decir, señores del Gobierno –y no quiero que estas palabras suenen a reproche, sino a advertencia leal-, que en el tiempo que llevan funcionando estas Cortes no habéis dado muestras de saber usar con tacto del poder de vuestra mayoría, ya que con demasiada frecuencia nos habéis abrumado con el número de vuestros votos en muchos proyectos, en los que, dado el espíritu completamente hermético que teníais, veníais en tal disposición de ánimo que no aceptabais ni la más mínima modificación en el criterio que previamente os habíais trazado.

Torpeza grave sería que en circunstancias como éstas no midieseis bien todo el peso verdaderamente grande, verdaderamente enorme, de vuestra responsabilidad. Si quisierais usar de la fuerza que tenéis, del ascendiente que ejercéis sobre los grupos que forman la mayoría de las Cortes, para obligarles a votar algo que repugna a su conciencia, algo que no agrada a sus electores, cometeríais un gravísimo error. Es verdad que las Cortes son soberanas; pero no somos soberanos con soberanía propia, sino con soberanía delegada: somos mandatarios de la nación, que es la verdadera soberana, y los hechos del mandatario sólo son válidos cuando están de acuerdo con la voluntad del mandante.

Nosotros no podemos votar ni vosotros podéis legislar sino con los ojos puestos en la opinión pública, y me parece indudable, señores del Gobierno, que si atendéis a la opinión pública, si queréis pulsarla, veréis que una conducta vuestra que quisiera servirse de vuestra autoridad, de vuestro dominio sobre los votos que forman la mayoría, estaría en desacuerdo con el modo de pensar de la nación y echaríais sobre vosotros una enorme responsabilidad, responsabilidad que os alcanzaría a vosotros y que al mismo tiempo podría tener para la patria gravísimas consecuencias, que todos estamos obligados a evitar. (Muy bien, muy bien.- Aplausos

Cierra España.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Discurso sobre el Estatuto de Cataluña 1ª parte.6 de mayo de 1932

Alonso de Armiño - Diario de Sesiones, 6 de mayo de 1932

Señores diputados, el grupo parlamentario a que pertenezco me ha designado para tomar parte en esta discusión. Es éste un honor completamente desproporcionado con mis escasos méritos, y pretenderle hubiese sido una prueba de audacia, de la que soy incapaz; pero no se me ha ofrecido en tales términos y en tales condiciones, que me fue imposible rehusarle. Al aceptarlo contaba, señores diputados, con vuestra indulgencia, que yo he de reclamar hoy con más ahínco que otras veces, porque más que nunca la necesito. Las dificultades que mi posición había de llevar siempre consigo están noblemente agravadas con el hecho de tener que hacer uso de la palabra después de los elocuentísimos discursos que habéis oído. No obstante, tengo alguna esperanza de que mi intervención en este debate no será totalmente infructuosa, porque si estoy bien seguro de que en mi pobre y desmañada palabra no ha de brillar la elocuencia, espero que pueda la emoción llegar a mis labios; y éste es un problema, como ha dicho muy bien el señor Sánchez Román, en el que la parte sentimental juega importante y decisivo papel.


Discrepo, sin embargo, de la autorizada opinión del Sr. Sánchez Román en que me parece que el elemento sentimental no puede ni debe ser apartado del problema; constituye parte de su esencia, gran parte de su importancia, y dejarla a un lado sería mutilarle. Pensad, señores diputados, que nosotros podemos resolver este problema de las facultades que se van a ceder a Cataluña con la misma impasible frialdad con que podríamos discutir las atribuciones del Consejo de Instrucción Pública o las del Consejo de Sanidad, es no darse cuenta de la verdadera trascendencia e importancia de la cuestión. Indudable, indiscutiblemente, de los gravísimos problemas que se han visto obligadas a abordar estas Cortes, ninguno ha producido una mayor expectación, ninguno ha conmovido más hondamente a la opinión que éste; estoy por decir que ni aun el problema religioso. Cierto que para todo espíritu creyente –y creyentes lo somos todos, porque aun en la negación sectaria hay un cierto modo de fe al revés- el problema religioso ocupa siempre el primer plano de la conciencia, pero la fe tiene la característica de que es fuente y raíz de esperanza; de manera que cualesquiera que sean las vicisitudes por que en el orden religioso pasen los pueblos, queda siempre el convencimiento de que esas situaciones de persecución, esos tiempos de borrasca han de ser transitorios y más pronto o más tarde han de triunfar los ideales. Pero el problema actual, señores diputados, con instinto seguramente certero, vislumbra el pueblo español que se está tratando una cuestión que si se resuelve mal es probable, es posible, me atreveré a decir que es seguro que no tendrá fácil arreglo.

Cuando el Sr. Maura, en el elocuente discurso con que inició este debate, trataba de las distintas posiciones que era posible adoptar enfrente de él, decía que una de estas posiciones era la de la negación de la realidad del problema, la de aquellos que dicen que es algo artificial y ficticio, no un problema vivo, encarnado en la entraña misma de la realidad, y decía, a mi juicio con acierto, que esta posición no tendría seguramente defensores dentro de la Cámara. En efecto, señores diputados, para mí la realidad del problema actual es manifiesta, es evidente: sobre la mesa está el Estatuto. Ha venido aquí un Estatuto formado por eminentes personalidades de Cataluña, aprobado por sus Ayuntamientos, ratificado por un plebiscito. Ya sé yo que no sólo en el resto de España, sino en Cataluña misma, se dice y se sostiene que en ese plebiscito hay mucho de aparatoso, mucho de amañado, mucho de artificioso, que no es expresión real y verdadera de la voluntad de Cataluña. Quizá sea así; yo así lo creo; pero yo os digo que es cuestión que no me interesa dilucidar, porque para lograr amañar un plebiscito que afecta a una región entera, para lograr sumar a su favor el voto de los Ayuntamientos todos, se necesita una fuerza real y efectiva en esa región. Es imposible que se convenza nadie de que sin una fuerza considerable puede lograrse un resultado semejante.

De manera que para mí ese Estatuto es demostración palmaría de que el problema es un problema real y es un problema vivo, y en presencia de él la actitud natural, el orden lógico exigen que nosotros nos esforcemos, primero, en definirle y determinarle bien, en situar el verdadero estado de la cuestión, y después en buscarle solución; en buscarle solución si la tiene, si la solución es posible, porque entre las hipótesis que no pueden ser a priori desechadas está, señores diputados, la de que éste sea un problema de solución imposible. Los razonamientos matemáticos aplicados a un problema no siempre llevan a resolverlo; en muchos casos conducen a patentizar que no puede resolverse, que la resolución es imposible y esto es obtener un resultado y un resultado estimable, porque conocer que un problema no se puede resolver, evita el gasto de fuerzas empleadas en la ineficaz tarea de querer resolverlo y, al mismo tiempo, puede orientar bien respecto a lo que, en lo sucesivo, puede hacerse.

Cuando un problema es insoluble, resta averiguar si lo es porque esté mal planteado, y en este caso es indicado buscar un planteamiento nuevo que permita la solución, y cuando el problema es insoluble, no por mal planteado, sino por la naturaleza del mismo, entonces quedan todavía por estudiar los caminos que hay que seguir de no resolverlo, a fin de poder aminorar los daños que de ello pudieran surgir.

Este es, por tanto, el esquema de lo que va a ser mi discurso, en el que procuraré molestar vuestra atención lo menos posible, y aquí es donde yo digo, señores diputados, que no es lícito eliminar el aspecto sentimental y aun pasional de la cuestión.

¿En qué consiste la cuestión catalana? ¿Cuál es el problema catalán? El problema catalán, señores diputados, a mi modo de ver, consiste en que hay una masa de opinión considerable en Cataluña que se cree dominada, oprimida por el resto de España, por lo que allí llaman genéricamente Castilla, que no es la Castilla clásica e histórica, sino que es toda España, con excepción de Cataluña, y, a lo sumo, de aquellas otras regiones que tienen pendientes con España pleitos semejantes al pleito catalán.

Cataluña se considera oprimida, Cataluña se considera dominada, Cataluña se considera sometida, y esto crea un estado pasional, un estado sentimental intenso, en el cual se presenta como reivindicación el lograr una libertad de la que creen carecer. Este es el problema.

Que el problema apasiona en Cataluña, es indudable. La solución que se le busque, por tanto, tiene que ser de tal naturaleza que ese estado pasional de Cataluña cese. S no, no habremos conseguido nada. Y aquí mi discrepancia en el punto de vista con el ilustre orador que me ha precedido en el uso de la palabra, el Sr. Sánchez Román, que decía: «Este es un problema que ha de resolver la inteligencia; es preciso que con toda frialdad lo examinemos.» Bien está señores diputados que procuremos refrenar todo movimiento pasional que nos perturbe el juicio en momentos tan solemnes. Justo es que procuremos aquella frialdad indispensable para que el dictamen de la razón no se extravíe; pero, señores diputados, pensar que por simple juego del raciocinio se va a resolver este problema, es mutilarlo, es considerarlo de una manera incompleta.

El problema catalán se ha de resolver de tal suerte que Cataluña quede satisfecha, que ese espíritu de reivindicación que en Cataluña se nota se considere atendido; en suma, que el estado pasional de Cataluña cese. Si no, no hemos hecho nada. Veo signos de aprobación de los señores catalanes y me complace que así lo estimen ellos también.

Pero con plantear así el problema, señores catalanes, no hemos planteado más que la mitad del mismo, porque aquí siempre que del problema catalán se trata, hay, a mi juicio, esa deficiencia que yo quiero subsanar, porque si apasionamiento hay en Cataluña, sin en Cataluña hay quejas contra el estado jurídico actual, es innegable también que hay una gran corriente sentimental en la parte española que no es Cataluña. Si vosotros apasionadamente lucháis por unas reivindicaciones, apasionadamente también el resto de España se opone, en mucho, a esas pretensiones. Al estado pasional de Cataluña responde otro estado pasional del resto de España, y si nosotros intentásemos resolver el problema con los ojos puestos en Cataluña solamente, no lo resolveríamos, a lo sumo lo desplazaríamos, y el descontento que hoy se nota en Cataluña podría notarse en el resto de España. Y entonces, señores diputado, ¿qué habremos conseguido? Nada.

Por lo tanto, la solución, si solución ha de tener este problema, tiene que ser una solución de concordia y armonía, una solución que a vosotros, catalanes, os satisfaga, y que a los que no somos catalanes nos satisfaga igualmente; algo que en vosotros pueda borrar la idea de esa opresión que vosotros sentís o creéis sentir, y, al mismo tiempo, que en nosotros no deje el resquemos de que se ha violado y se ha quebrantado algo que nosotros consideramos como fundamental en la vida de la nación española.

Creo que el problema lo he planteado con franqueza. ¿Es cierto, está justificado ese sentimiento, que reconozco existe en Cataluña, de protesta, de reivindicación? Yo creo que no. Castilla, señores diputados, tuvo siempre un pensamiento político. En un discurso memorable, el señor ministro de Instrucción Pública hoy, de Justicia entonces, decía, haciendo seguramente justicia a Castilla: «De todas las regiones españolas, es Castilla la que ha tenido un pensamiento político.» Y es verdad. Desde que Castilla nace, en los tiempos de la Reconquista, como un pequeño pueblo al pie de la peña de Amaya, alienta en ella un pensamiento, una aspiración, un ideal que ha sido el móvil de todos los actos de su historia: el de constituir una gran nación y una gran unidad, cuyos límites fuesen los de la Península ibérica. Ese pensamiento aparece siempre en la historia castellana como una aspiración de sus hijos. Pero si Castilla ha tenido este pensamiento no se podrá, sin notoria injusticia, acusarla de espíritu imperialista, de espíritu conquistador, de espíritu violento, porque ese ideal de la constitución de un gran pueblo, de una gran nación, lo ha buscado siempre Castilla por medios de concordia y de armonía. No hay una sola región, no hay un solo trozo de la Península ibérica que pueda, con razón, decir que si pertenece a la unidad española es porque Castilla le ha dominado por la fuerza. Jamás, jamás la conquista ni la violencia sirvieron de instrumento a Castilla para realizar el pensamiento de la constitución de una gran nacionalidad. Fue, por acuerdo de los demás pueblos, por identificación de su sentir y de sus ideales, como Castilla, poco a poco, realizó esa gran obra unificadora.

Cuando la obra de la unidad culmina en el matrimonio de los Reyes Católicos; cuando se unen los dos pueblos, que entonces sumaban la totalidad de los pueblos cristianos de la Península, Castilla y Aragón, se da el caso, señores diputados, de que Castilla está representada por la hembra, doña Isabel, mientras Aragón lo está por el varón, D. Fernando, y se produce este resultado que, a primera vista, pudiera parecer paradójico, pero que a mí me parece providencial: que el Estado más grande, el más poderoso, el Estado castellano, es el que teme por su independencia, y también el que siente el regalo de la intromisión del otro Estado más débil, creyendo que en este matrimonio la autoridad natural del varón, ejerciéndose sobre la hembra, puede significar una limitación de la independencia de Castilla. Y no es Aragón, el pequeño, el menos poderoso, el menos extenso de los Estados; es Castilla, el más grande, el más fuerte, el que recaba seguridades de que Aragón no dominará a su régimen, seguridades que cristalizan en aquella célebre fórmula del «Tanto monta», que es la leyenda del escudo de los Reyes Católicos.

Esta es Castilla; pero contra ella soléis también, señores, lanzar otra acusación. Decís que Castilla es asimilista, que Castilla ha tenido la pretensión de acabar con todas las diferencias regionales y de imponer su fuerza, de imponer su idioma, de imponer sus costumbres, de imponer sus leyes a los demás pueblos españoles; y contra eso yo os digo, señores diputados catalanes, que si con toda imparcialidad y serenidad examinamos la cuestión, veremos que el hecho de que después de muchos siglos de constituida la nación española subsista aún en todas partes la diferencia de legislación de derechos civiles que perdura en los países forales, y que el caso de que podéis todavía hablar de un hecho diferencial entre vosotros y nosotros existe, están demostrando de una manera palmaria que la política de Castilla n ha estado inspirada en propósitos asimilistas. Haciendo caso omiso de estos últimos años, en los que envenenando la pasión el problema ha podido inspirar desviaciones del camino recto, ¿podríais citar algún caso, algún hecho en que este afán asimilista de Castilla se demuestre? Indudable e indiscutiblemente no.

Quiero, por último, someter a vuestra cordialidad otra consideración. Cuando un político, después de una larga vida pública, en la que ha ocupado los más altos cargos, llega a la vejez pobre, esta pobreza constituye, indudablemente, un timbre de gloria; porque este hombre habrá podido cometer errores, pero es indudable que los errores no los inspiró el egoísmo ni la codicia. Pues bien; Castilla, la pobre Castilla, la de los campos yermos, pobre, con esa pobreza que alguna vez, de modo poco delicado, se nos ha echado en cara, tiene ese título de gloria y puede exclamar: «Decía que hemos tenido la hegemonía en España, que hemos dominado en la nacionalidad española.» Pues bien; este pueblo es el pueblo más pobre de España, y mientras ve –con satisfacción lo digo- la riqueza de los pueblos que la rodean, puede ostentar su miseria como un timbre de gloria; puede decir que no ha inspirado nunca su política en móvil egoísta, cualquiera que él sea. Esto merece, creo yo, alguna atención. (Muy bien.

Cierra España.

Discurso sobre el Estatuto de Cataluña.parte final.


¿Qué es lo que Cataluña ha pedido esencial, fundamental y categóricamente? Dos cosas en las cuales se puede reputar envuelta su aspiración de estos últimos años: una, el respeto a su lengua; otra, que las facultades que se conceden a la región, pocas o muchas, lo sean de modo intensivo. El cuánto, habéis dicho, desde el Sr. Cambó hasta Acción Catalana, que no os interesa; lo que interesa es la substancia de la autonomía en la función que se nos encomienda, a tal punto que inventasteis, con fortuna, el símil de la autonomía vertical y dijisteis: «Nada nos interesan muchísimas facultades trazadas horizontalmente con el Poder del Estado intercalado a cada momento; preferimos pocas, trazadas en sentido vertical, donde nosotros tengamos la potestad desde la base hasta la cúspide.» Pues esto también facilita la inteligencia.


En cuanto a la lengua, desde luego, porque en eso tenéis tal suma de razón, tan desbordante cantidad de razón que no habrá nadie en la Cámara que trate de cohibir vuestra expansión, ni siquiera de repetir conceptos ofensivos que otras veces eran corrientes y comunes contra vuestro idioma. En este trato de la lengua catalana ha radicado el mayor veneno de todo el asunto. No olvidará nunca que Prat de la Riba hablaba un día conmigo y me decía: «Si no fuera la cuestión de la lengua, quizás el tratamiento de todo lo que nos separa fuera meramente administrativo.» Aquellos testigos a quienes no entienden los Tribunales; aquellos otorgantes a quienes no comprenden los notarios; aquellos funcionarios que dicen al catalán: «¡Hable usted en cristiano!»; aquellos jueces y gobernadores que de tal modo atropellan una cosa que no se razona, porque es íntima, como nuestra sangre, como nuestra genealogía, como nuestro amor, como nuestro temperamento; todo ese desconocimiento de la lengua es la negación de una personalidad y frente a eso habéis protestado y os habéis indignado y os habéis sublevado. Y en este punto, toda la razón está de vuestra parte; pero, por fortuna, en estas Cortes republicanas, sobre eso, no hay cuestión: la lengua vuestra es tan sagrada para nosotros como la castellana. (Aplausos en la minoría catalana.)

Y ahora vamos a las facultades y al verticalismo. Sobre este punto pienso que el dictamen de la Comisión ofrece campo suficiente para la concordia. Me ocuparé, rápidamente, de los temas de escisión; pero antes debo subrayar los numerosísimos asuntos en que el dictamen reconoce esa autonomía vertical. Sirva de ejemplo el régimen local.

Se atribuye todo, de arriba abajo, a Cataluña; sin intromisiones de poder ninguno y lo mismo que éste los otros muchos conceptos que tiene el artículo correspondiente, y que no necesito citar porque todos los conocéis.

Conste, pues, que hay numerosas y verticales autonomías y la discusión ha quedado ya reducida virtualmente a media docena de puntos. Sólo con esto ya estamos proclamando la excelencia de todos cuantos estamos aquí. Vamos a elogiarnos nosotros, ya que fuera nos regatean el aplauso. (Risas.) Estamos proclamando la excelencia de cuantos estamos aquí: Gobierno, mayoría, minorías, diputados sueltos, todos; porque hemos conseguido una cosa que no tiene precedente en la historia política: vosotros, los que sois tan viejos como yo, por desgracia vuestra, habéis visto siempre tratar de las cuestiones catalanas en el Parlamento con párrafos inspiradísimos, con oleadas líricas, con acentos de indignación, con sublevaciones dramáticas, con apóstrofes violentos; pero con serenidad, con calma, con cordura, sin que se extralimite ningún orador, sin que haya una palabra disonante, manteniéndonos tardes y tardes en una atención que tiene algo de unción religiosa, como dándonos todos cuenta del concepto de nuestra responsabilidad y de la trascendencia de nuestra misión, no lo hemos visto hasta ahora. Los que son diputados noveles pueden tener el orgullo; nosotros tenemos, con el orgullo, la sorpresa. (Un señor diputado: Es la República.) Pues ya es bueno que el señor diputado que me interrumpe lo crea así, porque si él atribuye –yo no se lo censuro- a la República esa virtud taumatúrgica, yo le suplicaré que siga poniendo en ella la misma confianza cuando se sienta tentado de discrepar. (Rumores y risas.)

Y vamos a los contadísimos problemas que determinan contradicción en este debate. De ellos apartaré uno, el de la Hacienda, por dos motivos: primero, porque yo tengo una incapacidad nativa e incurable para entender de cuestiones financieras; la incompetencia mía en esto, más que una dolencia crónica, es algo así como una parálisis general progresiva. (Risas:) Como no entiendo de Hacienda y no quiero decir bachillerías apuntadas, más vale que me calle. Pero, por otra parte, no me preocupa eso demasiado, porque estoy bien enterado de que todo lo que es cuestión de números y de intereses materiales se resuelve fácilmente: la tela se corta centímetro más arriba o más abajo y se llega a la solución; es en los sentimientos, en las viejas ideas, es en la raíz de los espíritus donde se presentan los graves problemas, en los que no se puede regatear con tanta sencillez.

Primera cuestión: revisión del Estatuto. El Estado dice: «No puedo conceder un Estatuto que sea ya irreformable y al cual me encuentre atado por los siglos de los siglos. ¿A qué quedaría reducida mi potestad si este Estatuto que hoy hagamos, nunca, por nada ni por nadie, se pudiese alterar?» Y tiene razón el Estado.

Pero vosotros decís: «¿Qué Estatuto sería éste, al amparo del cual yo voy a organizar mi economía, mi sistema político, mis autoridades, mi burocracia, si me lo pudierais echar por tierra en una votación ordinaria de cualquier ley en Cortes ordinarias?» Y también tenéis razón; pero la solución está bien clara y la han apuntado los Sres. Hurtado y Abadal: el Estatuto ha de tener la categoría de un concepto constitucional, nada menos, pero nada más: es una pieza de la Constitución. Al hacer toda España, hacemos Cataluña con arreglo a este molde: queda, por consiguiente, esto engranado en la Constitución. ¿Cómo se reformará? Por los medios de reformar la Constitución: pudiendo ser Cataluña la que excite a la reforma, para lo cual siempre tiene libertad utilizando el quórum de Ayuntamientos, la votación plebiscitaria, etcétera. Ese es su derecho de petición. Y los demás, votando la propuesta del Gobierno o la de la cuarta parte de los diputados, que uno y otra pueden proponer la reforma de la Constitución y por ende la del Estatuto. Parece que éste es un camino bastante llano y sobre el cual se ha de llegar a un acuerdo sin gran esfuerzo.

Segundo tema, que no sé si ha sido apuntado antes de ahora, pero que a mí me preocupa: órgano de relación entre la región autónoma, si queréis el Estado-miembro, como en los regímenes federales, y la autoridad del Estado mayor o unitario. En el proyecto y en el dictamen no hay órgano alguno de relación; España desaparece. Si prevaleciese todo lo que pretendéis, desaparecería el Gobierno, la Audiencia, la Delegación de Hacienda, la Universidad, todo; sólo quedaría una cosa, aceptada el en propio Estatuto: el general de división. ¿Os habéis dado cuenta del alcance que tendría, más contra vosotros que contra el Estado mismo, que en las constantes ocasiones en que tendréis necesidad de hablar, durante muchos años, yo creo que durante siempre, con el Estado español, no tuvieseis más órgano de comunicación que un general divisionario?

Ya sé que vosotros estáis en la idea de que el órgano de relación es el presidente de la Generalidad: mas el concepto está un tanto necesitado de revisión; el presidente de la Generalidad, al fin y al cabo, brota como encarnación de uno de los dos, no digamos antagonistas, digamos dialogantes, y , por tanto, es parte en el pleito, ¡y él será el órgano de relación! Vosotros decís –alguno particularmente me lo ha dicho-: «Pues ocurrirá como con los alcaldes: los alcaldes también son del Ayuntamiento y, sin embargo, son el órgano de relación con el Poder central.» Sí, pero los que me hacéis esta observación tenéis que olvidar una cosa: que el Gobierno puede destituir a los alcaldes. ¿Es que aceptaríais un presidente de la Generalidad a quien el Gobierno pudiera destituir? Si yo fuera catalán, no lo aceptaría. Pero ¿es que vosotros vais a quedaros sin comunicación alguna con el Estado español, salvo la del general? No; hace falta un órgano. Como vosotros, los catalanes, sois mucho más propensos al humorismo de lo que la gente cree y sólo os emulan los asturianos, decís cuando se os habla de esto: «¡Ah! ¡El virrey, el pretor!» No, ni el virrey ni el pretor: el órgano de comunicación, con el nombre que se le quiera dar: gobernador, delegado, lo que se quiera.

Cuando hicisteis todos los diputados catalanes el proyecto de Estatuto para Cataluña del año 1919, encarnaba en él todas las funciones de un verdadero Poder moderador el gobernador general; debo reconocer que ese Estatuto no dice quién le nombra, pero de este propio silencio y de todos los antecedentes que se recuerdan de aquella época, puede inferirse sin temeridad que aquel gobernador general que aceptabais el año 1919 era un gobernador propuesto por el Estado español, con el cual se relacionaba el Parlamento catalán y que ejercía las facultades de Poder armónico, nombrando y separando a los ministros; no me atrevería a proponer en el día de hoy autoridad de competencia tan extendida, pero sí me permitiría preguntaros: ¿tantas cosas han pasado desde 1919 a hoy, que ya, desde aquel gobernador general que aceptabais todos, todos, incluso D. Francisco Maciá, se ha de llegar a la supresión absoluta de todo órgano de relación? Pues no me lo explico.

Vamos a la Justicia. ¿De quién ha de ser la Justicia? Por mi gusto, por mi criterio, del Estado central. Yo además tengo un deber de consecuencia porque ésa es la propuesta del anteproyecto de Constitución, y debo ser consecuente conmigo mismo; pero después de ser consecuente, soy lo bastante comprensivo para hacerme cargo de los motivos que tenéis vosotros para repugnar esta institución. Vosotros decís, es frase que tomo de uno de vuestros libros: «el que hace el Derecho, necesita tener el Poder para garantizarlo», y es una verdad; mas también es verdad esto otro, que en libros centralistas se lee: «una legislación uniforme debe recibir siempre una interpretación uniforme», y a mí me parece que por estos dos caminos se abre el cauce de la solución. Vosotros vais a tener una legislación peculiar, particularísima y exclusiva vuestra y otra legislación en la que no sois solos vosotros los árbitros; va a ser vuestro el Derecho civil de vuestra región, el que tradicionalmente ha iluminado vuestras familias y vuestras costumbres, y vais a tener un Derecho administrativo para todas aquellas funciones que van a quedar plenamente vuestras: pues bien, en eso que es totalmente vuestro, vuestro Derecho civil y vuestro Derecho administrativo, es congruente, es legítimo que tengáis los Tribunales de Justicia y que no entren los Tribunales del Estado a alterar para nada vuestra jurisprudencia. Es perfectamente lógico que en aquello sobre lo cual legisláis sin intervención del Estado, también juzguéis; pero aparte de eso, queda aquella amplia zona en que tenéis que estar en una convivencia con España; es todo el Derecho civil de obligaciones, recogido con España; es todo el Derecho civil de obligaciones, recogido en Suiza y en otras parte en Códigos especiales que escapan a la s particularidades de los Estados miembros; está el Derecho mercantil tendente, no a una unificación nacional, sino a una universalización de movimientos científicos y jurisprudenciales de más alto interés a cada instante para el Estado; está el Derecho penal, en el cual poderosas razones de humanidad aconsejan la unificación de sistemas y ordenamientos. Pues bien, en todo esto que no es lo peculiar de Cataluña, sino lo general de España, es legítimo que haya Tribunales de España, jurisprudencia española.

Orden público. Es esta cuestión acaso más ardua que las anteriores. Si hay en Cataluña una autonomía verdadera, con un delegado español que gobierne la Policía y la Guardia civil, las situaciones que se van a producir serán enormemente tirantes, enormemente trágicas; la posición de este funcionario español será muy para considerada. Ello parece que aconseja abrir la mano en este punto, como la abría el Sr. Ortega y Gasset; mas también tiene mucho peso la observación del Sr. Maura: «¿Es que en estos momentos de congoja por que atraviesa la sociedad española se puede desconectar la herramienta de la seguridad pública en Cataluña de la que actúa en otras partes? También esto es peligroso. Mirad los momentos que estamos atravesando, y que entre la montaña de Figols y los llanos de Sevilla hay alguna compenetración, no siendo cómodo para los Gobiernos velar por la seguridad de toda España si tienen que detener su iniciativa ante una región que dispone de organismos propios de seguridad. Y todavía, antes de examinar el caso, habrá que pararse en otro episodio: ¿Quién va a encarnar la región autónoma? Porque si la encarna en moldes y manifestaciones de Gobierno, toda Cataluña, en íntima, cordial y sincera compenetración, la confianza de parte de todos los demás puede ser mucho más grande; pero si el Poder encarnase en sector o partido que tuviera determinados compromisos, obligaciones o simples contactos en contra de otros sectores de Cataluña, habríais traído el reflejo de vuestros antagonismos a la defensa de la seguridad de toda España.

Bastan estos apuntes para dejar sentado que el tema, sin ser, ni mucho menos, insoluble –ninguno lo es-, merece una serena revisión.

Y vamos a lo de la enseñanza. En lo de la enseñanza me puedo equivocar, como en todo; pero yo lo veo con perfecta claridad. Yo estoy a vuestro lado en todo, y vosotros, si procedéis con la nobleza que os atribuyo y es merecida, vais a estar a mi lado en un punto: decís que queréis defender la cultura catalana; no me meto en ese distingo, propio de los profesores, de si existe o no una cultura catalana; a mí me basta con que creáis que la tenéis para que me parezca absolutamente respetable. Defensa de la cultura catalana: muy bien. Universidad catalana: perfecto; profesores: los vuestros; idioma: el catalán; sistemas de enseñanza: los que queráis. Así toda la organización universitaria, ajustada a vuestro antojo, a vuestro albedrío.

Pero no queráis que nos vayamos, porque ése es el punto en que nunca, nunca, un alma madrileña, un alma de cualquier región de España, os podrá entender. La autonomía quiere decir respeto a vuestra libertad, consideración y homenaje a vuestra lengua, a vuestra ciencia, a vuestras artes, a vuestros propósitos, a vuestra administración, a vuestros anhelos educativos, a todo; pero no quiere decir dimisión de nuestro deber ni escapada, como fugitivos, de un sitio en donde hemos actuado, quizá no con fortuna, pero ciertamente sin desdoro. (Muy bien, muy bien.) Eso es lo que hará que no nos entendamos, y en ese detalle podemos trazar una discusión; puede que no sienta la necesidad de tener Universidad alguna, que eso depende de vosotros; pero también puede que sienta esa necesidad. Un Estado maniatado ante vosotros, que se comprometa a dimitir de su función universitaria, eso no puede ser.

Una seña del Sr. Hurtado me tranquiliza porque demuestra que, por lo visto, su pensamiento no anda muy distante del mío; como yo tengo por el Sr. Hurtado una añeja estimación, me ha bastado ver que hace así (Signos afirmativos.) con el puño y con la cabeza para quedar completamente tranquilo y pasar a otro punto. (Rumores.) Pues todo esto, con ser tan importante, me parece que tiene un interés muy subalterno, porque, en definitiva, los pueblos no los hace la Gaceta; lo que importa más, porque en todo llegaremos a una coincidencia -¡no hemos de llegar!, ¡no faltaba más!, no pueden ocurrir las cosas de otra manera-, lo que importa más es el estado de espíritu, es que acometamos el nuevo sistema, unos y otros, con el alma limpia y la intención elevada. Si nos vamos a mirar siempre como adversarios, pensando en que nos va a engañar el otro, pensando cuándo el otro nos perturbará o nos sorprenderá, es inútil que discurramos el Estatuo literalmente más perfecto; no servirá de nada: es el estado de conciencia, es la limpieza del alma lo que tenemos que cuidar aquí unos y otros. Por eso creo yo que nuestro interés como parlamentarios consiste en que no fracasen los catalanes, ni los de la izquierda ni los de la derecha, todos me merecéis igual respeto y además estáis unidos en este problema; nuestro interés, señores diputados, es que estos hombres no vuelvan fracasados a Cataluña, que lleguemos a un acuerdo con ellos, prudente, justiciero y aceptado libremente por todos, porque si fracasasen ellos, detrás de ellos vendría una crítica que daría el mando, ya que no la razón, a los extremistas disolventes, y la autoridad moral de estos parlamentarios catalanes es un activo de España que el Parlamento no puede tratar con desdén.

En alguna ocasión se ha estado a punto de coincidencias, y malhadadas circunstancias las han hecho fracasar. Quizá pudo haber una coincidencia en el año 1907; testigo yo de mayor excepción de lo que era el movimiento de solidaridad de Cataluña en relación con el régimen local de D. Antonio Maura, he guardado siempre en mi ánimo la convicción de que si entonces se hubieran llevado las cosas por el buen camino, muchas de las que hemos visto después no las habríamos presenciado, porque era leal la actitud del Sr. Maura, y era leal, absolutamente leal, la actitud cooperadora de la gran mayoría de los políticos de Cataluña.

Y ya que he nombrado al Sr. Maura, me perdonará el señor Hurtado una leve rectificación a su discurso del otro día: quiere D. Miguel Maura que se la deje a él, pero no renuncio a hacerla. El otro día, en una efervescencia retórica, aludía el Sr. Hurtado a aquellos debates, y decía: «Ya veis: ¿qué queda del señor Maura? Nada. Y nosotros estamos aquí.» Señor Hurtado, sus señorías están ahí, con honor y satisfacción de todos; pero no es justo S.S. al decir que de Maura no queda nada: de Maura quedan las ideas, lo más grande que los hombres pueden dejar, y todos los hombres conservadores que queremos tener un sentido humano, racional y comprensivo del conservadurismo, de las ideas del Sr. Maura seguiremos nutriéndonos durante muchos años. Yo sé, Sr. Hurtado, que en lo íntimo del alma de S.S. hay una reverencia para el Sr. Maura, aunque el otro día no alcanzó una feliz forma de expresión: ahora la tiene sólo con ese sentimiento.

El otro momento en que pudo llegarse a la compenetración fue el de la Mancomunidad. Si la Mancomunidad hubiera sido cariñosamente tratada y aceptada por todos en lugar de ser degollada con la máxima inoportunidad, ¿no es posible que la Mancomunidad hubiera sido el cauce para desarrollar todas estas cosas con una facilidad que ahora, a veces, escasea? Pero, en fin, perdidas aquellas ocasiones, cojamos ésta. Y después de llegados al acuerdo, ¿cuál será el porvenir? ¿Es que ya nunca volveremos a oír ninguna estridencia de Cataluña? Quiero sumarme en este punto -¡ojalá tuviera nivel para sumarme en todo!- al concepto del Sr. Ortega y Gasset: no engañemos a la gente diciendo: «Esto es la terminación del problema. No. A mí pocas cosas me han hecho reír tanto en la vida como esos títulos y subtítulos ingenuos de ciertos libros que dicen: «Solución del problema social.» No. El problema social es una cosa en un devenir constante; es tan viejo como la Humanidad; tendrá sus cristalizaciones, sus encarnaciones diversas cada día, pero no hay nadie que lo resuelva con una ley ni con producto alguna de ninguna farmacopea.

Pues algo de esto pasa con problemas como los regionalistas, que están incrustados en la entraña del pueblo. Que nadie se llame a engaño si después de votar un Estatuto nos encontramos con unas palabras violentas del grupo: «Nosaltres sos» o del «Tot o res», o quien sea. Eso es inevitable; lo que importa es que no prenda en el ánimo de la generalidad de los catalanes; que sea la excepción; que sea el desconcierto; que sea el enojo contra ellos mismos. Pero que tendrá que haber siempre algo de esto, sería inocente desconocerlo.

Y entonces, ¿no habrá nunca tranquilidad? ¿No viviremos acordes? Nuevamente quiero ponerme aquí al lado del Sr. Ortega y Gasset: el Sr. Ortega y Gasset dijo un verbo que a mí me parece atinadísimo, el verbo «conllevar», que no todos recibisteis en su simpática y espiritual acepción, porque muchos han creído que quería decir «soportar». Yo creo que interpreto mejor a mi ilustre amigo el Sr. Ortega y Gasset, si pienso que conllevar quiere decir hacer juntos un camino teniendo que entenderse y ceder y transigir recíprocamente los que lo hacen, como pasa entre los seres que se estiman más: se tienen que conllevar el marido y la mujer, el padre y el hijo, los hermanos entre sí. Tendremos que seguir tramitando indefinidamente esta cuestión, que por su propia naturaleza no puede resolverse de un plumazo, y el que crea otra cosa se engaña y corre el peligro de engañar a los demás. Entonces argüirá algún pesimistas, ¿siempre en detrimento de España? ¡Ca! La vida es más compleja de lo que creen algunos glosadores. En 1714 Cataluña yacía bajo la garra incomprensiva de Felipe V, que la imponía la ley del vencedor, y quedaba en su ánimo reconcentrado un enrome acervo de protesta y de indignación. Pues no había pasado un siglo, y en 1793 Cataluña era la vanguardia de la defensa de España frente a la Revolución francesa, y se hizo entonces lo que por antonomasia se llamó la guerra grande (bien ajenos aquellos abuelos nuestros de lo que habían de ser guerras grandes andando el tiempo), en que Cataluña, con sus modos y maneras peculiares, defendió la unidad de España. ¿Por qué? Porque había brotado para todos los españoles un sentimiento de alarma ante el criterio revolucionario, una identificación, muy poco merecida, en el respeto a Carlos IV y a su familia, y una sublevación ante la decapitación de los reyes de Francia. Y aquella guerra fue un gran servicio de Cataluña a España.

Si me perdonáis una digresión, que durará sólo un minuto, os diré un episodio característico de esa campaña. Se batían entonces en el Pirineo catalán los somatenes, como ellos son, como los hemos conocido antes de que los falsificase la Dictadura (Risas.): los hombres del campo, que defienden la libertad y la seguridad de su patria, y el general francés envió un recado al general español, diciéndole: «No estoy dispuesto a tolerar que bandas de paisanos desarrapados ataquen a mis soldados; por consiguiente, no guardaré la ley de la guerra sino al ejército regular. En cuanto mis tropas cojan a un paisano con armas, lo fusilarán sin formación de causa.» Y el general español, hombre bondadoso (creo que era el conde de la Unión; ya debía haber muerto el general Ricardos), dijo esto a los catalanes y les invitó a ponerse una insignia, una simple insignia, que le permitiera a él decir que eran tropas regulares. Los catalanes dijeron que no querían, que ellos no se sometían a una uniformidad y que ellos no eran tropa regular; que ellos eran ciudadanos en armas y preferían perder la vida fusilados a cobrar garantías formando parte de un ejército regular, al que no querían pertenecer. Fueron con sus modos a la defensa de España. Y muy pocos años después llegó la guerra de la Independencia y brotó otro sentimiento común en Cataluña y en España entera, y tan altos como Gerona quedaron otros pueblos, pero más altos, no. Y poco más tarde surge la brutalidad, la enorme brutalidad, la deshonrosa e infamante brutalidad de las guerras civiles, y los catalanes participan en ella tan ciegos y obcecados como cualquier otro español, y de Cataluña salen figuras como la de Cabrera y movimientos políticos como el de los Apostólicos; y cuando en época de bonanza queréis hacer una muestra esplendorosa de vuestra producción y de vuestras iniciativas, organizáis las dos Exposiciones memorables, la del 88 y la reciente; y no lo hacéis para vosotros solos, y sois vosotros mismos los que planteáis conuntamente, simultáneamente, sin parar en si os perjudicaba, con la Exposición de Barcelona, la de Sevilla, rindiéndoos a un ideal de arte que era superior a vuestra propia convivencia. Y llega la Dictadura, y el día de la sublevación del general, los catalanes –no me digáis que vosotros precisamente, no; me es igual- se equivocaban, como los demás españoles, porque se habían sumado a una protesta política con el resto de los españoles, y en la estación vitoreaban al dictador que les había de defraudar muy pocos horas más tarde; pero su ceguedad era la misma que la de los españoles. Y cuando llegó la política atropelladora para Cataluña y el dictador vejó vuestra Lengua, fuimos intelectuales castellanos los que libramos una batalla a vuestro lado dirigiendo mensajes al Poder público y defendiendo el catalán con el mismo fervor y con más indignación que si se tratase de nuestra Lengua, para la cual, venturosamente, no conocimos ningún atropello.

Y ahora ha llegado el momento de la proclamación de la República y en vosotros la inspiración de la libertad se ha puesto por encima de todo el sentimiento catalanista, porque, ¿qué duda cabe, señores diputados, que si el día de la proclamación de la República, Barcelona hubiera sido in transigentemente catalanista, no estaríamos donde estamos? Y, sin embargo, ellos aceptaron la fórmula que se quiso proponerles para que tramitáramos el pleito en común. ¿Pues qué significa esto, señores diputados? Que la cuestión no es de regateo, no es de desconfianza; es de ideal común, de elevación en las aspiraciones, de poner en el cielo el alma encendida y, en eso, los propios catalanes nos marcan el camino.

Cuando el Sr. Cambó ha escrito un libro titulado Por la concordia, que todos conocéis, no ha sido para disgregar, ha sido para fundir y ha dicho: «Fundámonos en un ideal, en el ideal ibérico.» Y luego, el Sr. Bofill y Martas, de significación absolutamente opuesta, en otro libro dice: «El Sr. Cambó no tiene razón; no es ése el ideal; el ideal es que España unida, compenetrada con los pueblos del Norte, constituya unas tenazas que coloquen a la Sociedad de Naciones en su sitio y la doten de una idealidad y de un programa práctico.» Es decir, que estos mismos catalanes buscan para la convivencia un ideal superior a lo íntimo del área española. Pues, señores diputados, el camino es ése. Hagamos el Estatuto con las modificaciones indicadas o con otras que sean más acertadas; lleguemos a un acuerdo; llevemos a la La Gaceta el fruto de nuestra deliberación, que sólo con llegar a término por vía tan limpia como esta en que se desarrolla, ya será ejemplo para la Historia, pero sobre todo, pongamos el alma en una obra de compenetración efusiva y busquemos para España, para España –en satisfacción de D. Miguel de Unamuno-, para España entera, ideales elevados que borren todos nuestros distingos, nuestras diferencias, nuestras pequeñas disensiones. La fórmula es bien sencilla –casualmente la dio también un catalán-: ahogar el mal en la abundancia del bien. (Grandes y prolongados aplausos en toda la Cámara.

Cierra España.

Discurso sobre el Estatuto de Cataluña.1ª parte.


Ossorio y Gallardo - Diario de Sesiones, 19 de mayo de 1932

(Madrid, 1873 - Buenos Aires, 1946) Ensayista, político y jurisconsulto español. Era hijo del escritor y bibliófilo Manuel Ossorio y Bernard, y hermano del periodista Carlos y de la escritora, traductora y periodista María de Atocha Ossorio y Gallardo de Riu.


Estudió derecho en la Universidad Central de Madrid y emprendió una brillante trayectoria profesional, llegando a ocupar cargos como la presidencia de la Academia de Jurisprudencia y del Ateneo de Madrid, o el decanato del Colegio de Abogados. Políticamente militó siempre en las filas del Partido Conservador, y alcanzó los cargos de gobernador de Barcelona (1909) y ministro de Fomento (1917), aunque a raíz de la dictadura del general Primo de Rivera quedó relegado a un segundo plano.

Se mostró partidario de la República y con ella fue miembro de las Cortes Constituyentes (1931), en las que asumió la presidencia de la comisión jurídica encargada de redactar el anteproyecto de la nueva Constitución. Al finalizar la Guerra Civil se estableció en Buenos Aires, donde continuó sus actividades políticas y llegó a desempeñar el cargo de ministro sin cartera en el Gobierno en el exilio presidido por José Giral (1945).

Diario de Sesiones, 19 de mayo de 1932


Señores diputados, aunque es notoria mi añeja afición a los problemas de Cataluña, sobre los cuales he hablado y escrito copiosamente, no tenía yo el valor necesario para intervenir en esta discusión, porque estaba suficientemente enterado de que en debates de este volumen sólo tienen pleno derecho a hablar las fuerzas y las categorías, y yo no soy ni una cosa ni otra dentro de esta Cámara. Pero el otro día me hizo reaccionar un noble concepto del Sr. Lerroux, que el viernes realizó algo más que un discurso, realizó un sacrificio; el Sr. Lerroux dijo: «No es lícito recatar la opinión, porque sería desleal quedarse en la penumbra para que se pudiera presumir que dejábamos al Gobierno íntegramente la responsabilidad de una medida que muchos calificarían de separatismo.» Aquello llegó a mi conciencia, y, por escasa que sea mi personalidad, comprendí que tenía un cierto deber moral de exponer ante la cámara la perspectiva de mi opinión sobre el asunto, mostrando, ante todo, mi posición ideológica para que nadie se llame a engaño más tarde.


Yo soy, de muchos años, simpatizante en alto grado con el regionalismo y con la autonomía. Nacionalista, no. Ya sería fenómeno sorprendente que de los barrios bajos de Madrid hubiera salido un nacionalista catalán. Nacionalista, no. Constantemente, la última vez en un artículo que tuvo la bondad de pedirme el señor Companys para La Humanidad, he tenido ocasión de decir que me parecía muy peligroso el desmedido uso del vocablo a que los políticos catalanistas vienen entregados, porque todo núcleo humano que se siente nación, plenamente nación, se juzga con derecho a un Estado, que es la representación jurídica de la nación, y en cuanto surge el Estado brota inexorablemente, por ley de lógica, la necesidad de la independencia. De modo que dentro de un concepto de regionalismo se puede llegar a las mayores amplitudes de respeto a los hechos diferenciales, sin ningún peligro para unidades superiores. En la aplicación de un criterio nacionalista, o se tiene que ser incongruente con el principio o se tiene que llegar a la separación.

Mi opinión no discrepará substancialmente, en cuanto a las soluciones, de las demás que han expuesto en la Cámara diputados no catalanes. Lo advierto de antemano para que nadie pueda experimentar una decepción. Mas yo arrancaré de puntos de vista distintos, porque o no razonaré en jurista ni en filósofo; yo me atendré a unas realidades de naturaleza política, sobre las cuales aspiro a que se produzca un unánime sentimiento de la Cámara, lo cual sería ya tener mucho avanzado para el buen trámite de la cuestión.

En la cuestión catalana creo que debe empezarse por afirmar estos dos hechos innegables. Primero. Hay en el conglomerado español una porción de ciudadanos que no se encuentran a gusto con el sistema político en que está incrustado. Son varios millones, significan una economía, una cultura, una perseverancia, una fuerza, cuya encarnación tiene un siglo de antigüedad. Es, pues, indiscutible que España se encuentra ante esos compatriotas con un problema de libertad. No se juzgan ellos bien acomodados en la estructura del Estado español; quieren libertad mayor, desembarazo mayor, desenvolvimiento mayor. El hecho, con ser hecho, tiene ya una enorme pesadumbre. Segundo. El movimiento nacionalista no es interesado. Yo en esto siento discrepar de otras opiniones. ¡Ojalá lo fuese! ¡Qué cosa más fácil, habría que tramitar una cuestión de mero egoísmo, de apetitos personales, de conveniencias mercantiles! Sobre eso es muy fácil regatear. Lo trascendental y grave es que ese problema, como todos los nacionalistas, grandes y pequeños, es fundamentalmente sentimental.

No le han creado los mercaderes, ni los negociantes; le sostienen, le inspiran, le desarrollan los historiadores, los arqueólogos, los poetas, los críticos, los músicos, los pintores y los escultores. Y, por natural reacción, habréis de reconocer vosotros, catalanes, que la protesta del resto de España tiene también mucho de sentimental. Oiréis a veces frases descompasadas, agresiones excesivas, hasta violencias injuriosas, que sólo tienen paridad con las que en vuestra tierra se suelen usar para con nosotros, porque son extralimitaciones de una y otra parte. Pero en todo eso, lejos de haber un motivo para la desesperanza, hay un fundamento para la ilusión, porque con toda la acritud del vocablo, con todo el encono de la polémica, con toda la severidad de la dialéctica, en una y en otra parte hay un fundamento de amor. Estos hechos nadie puede negarlos, y siendo ciertos, como son, se deriva de ellos una conclusión también indestructible: la cuestión catalana no se puede soslayar ni aplazar; ha de resolverse de un modo o de otro, pero hay que llegar al final. Cataluña tiene algo de niño –perdonad que os trate con tanta confianza, porque os conozco bien. Un niño se subordina fácilmente a la negativa o a la reprensión, mas no al engaño. A Cataluña le podemos decir que estamos conformes o discordes con ella, que votamos tal o cual cosa; pero eludir el problema, dejar que estas Cortes acaben sin haber resuelto nada, eso no. No sería propio de nuestra lealtad, ni correspondería a la nobleza con que los catalanes, dentro de sus puntos de vista, han venido a plantear ante España la totalidad de su problema. Hay, pues, que resolver. Examinemos cuáles con los caminos de la solución.

Primer camino: la compresión por la violencia, el asimilismo, la extinción brutal de la aspiración catalana. Nadie lo quiere, nadie lo desea. Ni aun los más enconados de vuestros adversarios tienen contra Cataluña propósito tan absurdo y cerril. Y aunque lo tuvieran, serían completamente inútil, porque por los caminos de la violencia se aplazan algunas cosas, pero no se resuelve ninguna. Todavía está Cataluña pasándonos facturas del conde-duque de Olivares y de Felipe V. Recientemente, la Dictadura tuvo la ingenuidad de creer que había suprimido el problema porque había desatado sobre el espíritu catalán una serie de disposiciones prohibitivas, vejatorias, ofensivas. No resolvió nada; al caer la Dictadura el problema estaba mucho más enconado que antes. No hay asimilismo que resuelva el problema.

Segunda fórmula: la separación. Parece que hay separatistas allá; parece –y esto es novedad- que hay separatistas aquí. De tiempo atrás algunos catalanes han sostenido la necesidad de apartarse de España, recabando una plenitud de independencia. Ahora, cuando ellos no lo dicen (por lo menos no lo dicen los que tienen solvencia), cunde la especia por el resto de España, y otras personas exacerbadas, excitadas, indignadas, exclaman: «Acabemos; déseles no la autonomía, sino la independencia total, la Aduana del Ebro, y hemos terminado.» Yo no consigo asustarme demasiado ni por los unos ni por los otros, porque creo que ni en Cataluña ni en el resto de España hay separatistas. Creo que hay en Cataluña quienes dicen que son separatistas, y hasta pienso que ellos, d buena fe, piensan también que lo son; pero el curso de la Historia nos enseña que cuando llega el momento de serlo de veras, un llamamiento del afecto, un consejo de la conveniencia, un imperativo cualquiera de la realidad basta para acabar con toda aquella literatura de la desesperación y para colocar a las gentes en su terreno. ¿Por qué? Porque en España hay algo más, bastante más de lo que dicen los espíritus enconados en el momento del enojo. No quiero hablar con un texto mío; citaré uno de persona que, aunque políticamente haya merecido muchas impugnaciones de vuestra parte y de la Cámara en general, no se puede negar que ha sido un catalanista tipo y un gran conductor de la fe y del fervor catalanistas; me refiero al Sr. Cambó. Pues el Sr. Cambó, viejo y pertinaz catalanista, dice: «Es innegable que entre Castilla y Cataluña y entre Portugal y Vasconia hay diferencias más profundas que las existentes entre Sicilia y el Piamonte, entre Provenza y Bretaña, entre Inglaterra y Escocia…, y no digamos si entre Prusia, Baviera y Austria. Pero esa diferencia esencial entre los núcleos raciales no destruye el hecho de una unidad geográfica cuya trascendencia política han venido acentuando unos siglos de historia común sincera y efusivamente compartida, una unidad económica fuertemente articulada y hasta ciertas realidades demográficas, como la actual magnitud y complejidad de Barcelona, únicamente compatibles con su indignación dentro de una gran unidad política.

El olvido de una realidad hispánica, a la cual está inexorablemente ligada Cataluña, sería políticamente tan funesto en el siglo XX como lo fue en la Edad Media.»

Esta es, señores diputados, la verdad que en el momento de crisis se impondría a todos los intransigentes. Queramos o no –que si queremos-, hay una unidad hispánica que ha hecho la Historia, la economía, el intercambio de intereses y de manifestaciones artísticas, todo, todo lo que tienen que llevar pueblos que han corrido la misma suerte durante muchos siglos y que se comunican, por ferrocarril, dos o tres veces diarias, en diez horas de tiempo. No hay, pues, separatismo ni hay asimilismo. ¿Cuál será el camino de la solución?

Pues la inteligencia; no hay otro. Y cuando oigamos en las tertulias, en los casinos y o los cafés de la calle de Alcalá o de las Ramblas manifestaciones extremistas no las tomemos demasiado por lo trágico, porque, por exclusión, se llega a la solución de que no hay más remedio que entenderse. Una de las grandes glorias de esta Cámara será que nos entendamos, y para entendernos habremos de tomar la lección de las dos negativas: del asimilismo y de la secesión; es decir, que para entendernos ni podemos desconocer la personalidad de Cataluña ni se puede pensar en una España deprimida y débil. Son, pues, los dos conceptos los que han de prevalecer para el hallazgo de la solución. Y esa solución de inteligencia, ¿qué alcance tendrá? ¡Ah!, en esto cabe una gama muy extensa. Era ayer –en la Historia los años cuentan minutos- cuando un catalanista mallorquín, gloria de las letras españolas, cuyo nombre pronuncio siempre con reverencia por sus méritos y por lo que en mi ánimo influyó, Miguel Santos Oliver, veía en el problema catalán simplemente una cuestión de buen gobierno. Al otro extremo está la ideología de Prat de la Riba, secundada y seguida por todos sus discípulos y continuadores. «No se trata –decía a los castellanos- de que nos gobernéis bien o mal; se trata de que no nos gobernéis.» (El Sr. Royo Villanova: De que os marchéis.) Creo que la frase era «que no nos gobernéis». «No se trata de que nos gobernéis bien o mal, sino de que no nos gobernéis.» Pero, en todo caso, yo rogaría de la erudición del Sr. Royo Villanova que no me estimulase demasiado en el camino de la crítica, porque tengo que proceder con todas las cautelas, con todas las precauciones y con todos los frenos.

Hemos de entrar, pues, en el camino de una inteligencia sobre esos dos supuestos: que ni España, la unidad de España, la singularidad, la firmeza, el Poder de España pueden ser desconocidos, ni tampoco puede ser olvidada la realidad de la personalidad catalana.

En busca de la fórmula interesa apartar del camino dos obstáculos, que tienen más importancia verbal que substantiva; pero, en fin, en pueblo como el nuestro las palabras estorban a veces más que los hechos. Esas palabras son «soberanía» y «patriotismo». A cada paso, siempre que se afronta cualquiera de los aspectos del asunto, brota el tema de la soberanía. ¡Ah! ¡Esta facultad no se puede ceder porque merma la soberanía; de esto no se puede hablar porque desintegra la soberanía; esto no se puede hablar porque desintegra la soberanía; esto no se puede reconocer sin mengua de la soberanía! Veamos si el vocablo tiene tan enorme fuerza contentiva y limitativa como suele parecer.

Yo pienso, con Jellinek, que la soberanía no es un concepto absoluto, sino una categoría histórica, y en el curso de los tiempos la soberanía ha tenido encarnaciones muy diferentes. Hay un proverbio francés de la Edad Media que dice: «Cada barón es soberano en su baronía.» Claro, porque en un régimen feudal no se concibe otra soberanía sino la del señor territorial y jurisdiccional, a cuyo sucesores vamos a dar un trato riguroso, si bien merecido, en el proyecto de ley agraria. Pero cambió el sistema político y la monarquía absoluta asumió todos los poderes antes esparcidos, y ya la voz de orden de la soberanía era otra; todos los monarcas pudieron decir con Luis XIV: «El Estado soy yo.» Y surgió un concepto de soberanía personal, patrimonial y hereditario.

Avanza la Historia, y con los movimientos revolucionarios brota el concepto que no hubieran podido concebir ni llegaron a comprender nunca los monarcas absolutos ni los viejos señores: brota el concepto de la soberanía nacional, y ya está cambiado por completo lo que es soberanía y ya es el pueblo, con su manifestación del sufragio, sus múltiples y encontradas opiniones, sus juicios, sus pasiones, sus apetitos, sus deseos, quien encarna toda esa suprema potestad. Pero llegamos a nuestros días y apunta una teoría nueva, la del sindicalismo, y el sindicalismo dice: «No, no hay tal soberanía del Estado, ni el Estado tiene una función suprema sobre nadie. Los pueblos se han de gobernar por el concierto, por el pacto de gremios, corporaciones y sindicatos que libremente establezcan las relaciones jurídicas.» Y ya tenemos aquí otro concepto enteramente nuevo de la soberanía. Sin llegar a un fenómeno plenamente sindical, los Estatutos de los funcionarios han limitado una soberanía estatal que para nuestros padres era intangible y sagrada. El dictador español se murió sin comprender cómo era posible que él, que había deshecho la Constitución del reino, no podía acabar con un dependiente de un Ayuntamiento rural, porque brotaba siempre aquella soberanía compartida, hija de la ley, que hacía al funcionario inatacable por los ácidos corrosivos del Poder gubernamental, y bastaba una sentencia del Tribunal Contencioso para que el secretario del Ayuntamiento pudiera más que el dictador.

Ahora, además, apunta otra manifestación de soberanía internacional, y no es ya la Iglesia católica, universal, internacional por su naturaleza, de siempre predecesora en esto, como en muchas cosas, de teorías que hoy se encuentran excelentes y nuevas, sin lo la Sociedad de Naciones, el Tribunal de Justicia Internacional y el movimiento obrero, que tiene su fuerza en su internacionalismo.

Por consiguiente, dado este concepto de la soberanía, ¿hemos de pelear a propósito del servicio A o del servicio B, del nombramiento de este o del otro funcionario, de la concesión de tal o cual ley o reglamento, creyendo que en todo está envuelta la soberanía? No. Conviene achicar el concepto. La soberanía, a mi entender, queda limitada a un solo Poder: al Poder de creación, que es, por consecuencia lógica, el Poder de revisión. Por eso yo no me emociono demasiado cuando me dicen si esta facultad, si la otra atribución se puede dar o no con merma de la soberanía. No; de muchos modos viven los pueblos felizmente, y hay soberanía plena, y hay soberanía delegada, y hay soberanía compartida, y hay régimen unitario, y hay régimen federal. La soberanía no está más que en una cosa: en el Poder de creación.

Segunda palabra: el patriotismo. Conviene mirar cara a cara a los vocablos. Vosotros tenéis esta tesis: «España no es nuestra patria, pero es nuestro Estado.» Y hemos perdido demasiado tiempo en querer forzar a entender y estimar la patria como la entendemos y estimamos nosotros. El esfuerzo es baldío, porque estas cosas no se imponen. ¡Qué más quisiera yo sino que vosotros tuvieseis de la patria española el mismo concepto que inunda mi alma, formada y creada en correrías innumerables por todo el territorio nacional, con predicaciones sin cuento, en contacto con los hombres de todas las latitudes españolas, con las más diversas costumbres, con los instintos y los apetitos más opuestos! Ese conocimiento generalizado me ha hecho, ya en mi madurez, amar a España, sentir a España mucho más que en los albores de mi juventud. Yo no sé si viajando los catalanes más por toda España acabarían participando más de estos sentimientos. (Rumores.)

Un escritor distinguidísimo, D. Melchor Fernández Almagro, en un libro interesante por todo extremo, que acaba de publicar, se hace cargo de este mismo argumento y dice: «¿Para qué pelear sobre el concepto de patriotismo?» Edifiquemos sobre aquello que es común, y si los catalanes, con un sentimiento más reducido –l llamaré más subalterno- hacia la patria española tienen, sin embargo, un concepto de la necesidad del Estado español, trabajemos sobre eso; y si el Estado es el que unifica nuestras voluntades, pongámonos de acuerdo para reconocer que vosotros no querréis –yo estoy seguro de que no lo habéis querido en ningún momento- un Estado enteco, un Estado débil, un Estado flojo, que si fuera flojo en la relación con vosotros sería fácilmente arrollable en las relaciones con todos los demás; y eso ni a vosotros ni a nadie conviene, porque de fronteras para afuera no hay más que una cosa viva y latente: España.

Apartados esos obstáculos del camino, vayamos ya a la elección del sistema de inteligencia. Se presentan dos: un régimen federal y un sistema de regionalismo autonómico. ¿Cuál podemos estudiar y plantear? ¿El federal? Yo creo que no, porque ya lo hemos eliminado en la Constitución. El tema ha sido aquí tratado, si no recuerdo mal, por el Sr. Sánchez Román.

Sobre esto hay un punto gracioso. Todos sabéis que tuve el honor de presidir la Comisión Jurídica Asesora, redactora del anteproyecto de Constitución, que tan poco gusto dio a los señores (Risas.), y apenas lo publicamos nos encontramos, por la derecha y por la izquierda, con un ataque fundamentalísimo. Lo primero que nos dijeron fue: «¡Ah!; ¡pero si este proyecto no es federal!; ¡pero estos hombres no han hecho una Constitución federal!; pero ¿es que la Constitución no va a ser federal?» Y por todas las columnas de los periódicos circulaba un hálito de indignación porque no habíamos hecho un proyecto de Constitución federal. Yo confieso que llegué a pasar unos momentos verdaderamente bochornosos, porque me parecía que cuando iba por la calle las gentes me señalaban con el dedo, diciendo: «Fíjate, ese hombre voluminoso no es federal.» (Grandes risas.) Y ahora llega el dictamen de la Comisión, y todas las gentes que antes nos atacaban por poco federales atacan al dictamen y a la Comisión –no hay que decir que a los catalanes- por demasiado federales. Y gritan y se enojan diciendo: «¡Pero esto es una República federal! ¡No hemos votado la República federal!»

Dejemos un poco su holgar a los comentaristas y fijémonos en la verdad del caso. La verdad es que hemos hecho una Constitución que no es federal, que admite la posibilidad de un desarrollo autonómico a las regiones que muestren unidad de historia, de lengua, de costumbres, etc.; pero federal, no. Por consiguiente, si no se trata de una organización federal, vamos a quitar también de en medio todas esas apostillas del Pacto de Cataluña con España, de la relación de Estado a Estado y hasta, si alcanza el tiempo, la preocupación de nuestro excelente amigo el Sr. Maspóns, que sostiene en un libro reciente que la Constitución española no rige en Cataluña. Dejemos todo eso. Tenemos que vivir dentro de la Constitución con lo que hemos sido hasta ahora históricamente, con lo que la nueva Constitución históricamente nos permitirá ser, y apartemos también todos esos conceptos, un poco agrios, que suelen perturbar la discusión sin fruto ninguno. Estamos, pues, ante una simple limitación de actividades del Estado a favor de la región autonoma.................

Cierra España.