Decía
Unamuno que, cuando en España se habla de honra, un hombre honrado
debe ponerse a temblar. Más de uno debió de temblar el otro día,
escuchando decir a un poderoso banquero que ahora los bancos serán
más compasivos con sus clientes. Es hecho probado que a ningún
banquero, de aquí o de afuera, le da acidez de estómago la ruina
ajena. Un banquero es un depredador social con esposa en el Hola, un
Danglars que traiciona a cuanto Edmundo Dantés cruza su camino, un
Scrooge al que se la traen floja los espectros de las navidades
pasadas, presentes y venideras, un tío Gilito que hasta con su
sobrino el pato Donald -los que leíamos tebeos lo calamos desde
niños-, ignora la piedad. Y ni falta que le hace.
De
economía no tengo ni idea; pero lo que no soy es completamente
gilipollas. Por eso me toca la flor, corneta, que los banqueros
maltraten mi sentido común a semejantes alturas de la feria, en esta
España donde no hay monumento al sinvergüenza desconocido porque
aquí nos conocemos todos. Un infeliz país donde la gente puede
verse obligada a cerrar tienda o negocio por equivocarse en su
gestión; pero donde ningún banco ni banquero, que llevan años
equivocándose en la gestión irresponsable de un dinero que ni
siquiera es suyo, pagan el precio de sus errores. Nunca.
Durante
mucho tiempo, al socaire ladrillero que el Pepé del amigo Aznar nos
legó por sucia herencia, esa panda de golfos, que igual engorda con
unos que con otros, concedió préstamos a todo cristo, sin importar
la capacidad de devolución de la clientela. A mi hija, por ejemplo,
cuando cumplió dieciocho años, le mandaron seductoras cartas
ofreciendo créditos para coches, videoconsolas y ordenadores, los
hijos de la gran puta. En vez de centrarse en su trabajo de captar
dinero y prestarlo bien, los bancos inundaron España de créditos
que rozaban lo fraudulento. Lo usual era hipotecar la casa, en un
ambiente de euforia que llevó hasta conceder el precio total de la
vivienda, tasada por encima de su valor real, a veces con una
cantidad suplementaria, también a sugerencia del propio banco. Y
esto fue Disneylandia. Alentada, naturalmente, por la estúpida
condición humana; por nuestra criminal simpleza, capaz de tragarse
que alguien vendiera duros a cuatro pesetas, y que un empleado que
ganaba mil quinientos euros al mes pudiera permitirse -«yo también
tengo derecho» fue la frase de moda, como si tener derecho
equivaliese a tener posibilidades- hipotecarse en una casa de medio
millón, coche para el niño y vacaciones en el Caribe.
Al
fin, como era de esperar -aunque nadie parecía esperarlo-, todo se
fue al carajo, y los bancos quedaron saturados de garantías que no
garantizaban nada. De casas que no valían lo que los tasadores de
esos mismos bancos dijeron que iban a valer. El resto lo conocemos:
los bancos no quisieron asumir las pérdidas. En cuanto al Gobierno,
en vez de decirles oye, cabrón, te has equivocado, así que ahora
paga por ello, lo que hizo fue darles dinero. Pero, en vez de
destinar esa viruta a proteger a sus clientes, lo que hicieron los
bancos fue trincarla para mantener su beneficio. Ni un duro menos,
dijeron. Y lo que ocurrió, y ocurre, es que el Estado mira y
consiente. Un Gobierno tan aficionado a gobernar por decreto como
éste podría limitar las comisiones que cobran los bancos en
tarjetas, transferencias, cuentas y cosas así. O los sueldos y
beneficios de los banqueros. Pero eso, dicen, conculca los principios
del Estado liberal. Obviando, claro, que más liberales son Gran
Bretaña y Estados Unidos, donde sí han limitado los ingresos de los
banqueros. Allí, cuando el Estado da dinero, vigila qué se hace con
él. Por eso se ha metido en los consejos de administración de los
bancos y ahora vigila desde dentro. Si piden mi apoyo, exijo. Y
cuidado conmigo.
Pero
esto es España, y los políticos evitan meter mano. Lo hicieron con
las cajas de ahorro cuando todo era ya tan disparatado que no quedaba
más remedio. Es el lobby bancario quien decide y el Estado el que
babea. Nada raro, si consideramos que los principales deudores de los
bancos son los sindicatos y los partidos políticos; y que, tanto a
esos dos payasos que salen en la tele con pancartas llenas de siglas
como a los de corbata y coche oficial, los bancos los tienen
agarrados por las pelotas, o -seamos paritarios- por el folifofó. Y
mientras el tendero, el del bar, yo mismo si no vendo libros,
asumimos nuestras pérdidas y nos vamos a tomar por saco, nuestro
banco se las endosa a otros, sin despeinarse. Y tan amigos. Ahora,
para más recochineo, están saliendo a bolsa entre sus mismos
depositarios.
A
sacar más dinero de aquellos a quienes ya se lo sacaron. Haciendo la
bola más grande todavía. Y lo que dure, pues oigan. Dura.