El pleito catalán y sus derivaciones
ABC, 26 de junio de 1934
Este pleito de Cataluña se parece mucho al cuento de aquel jorobado, que en Las mil y una noches se atraganta con una espina y es dejado por muerto en varias casas sucesivas.
Primero, el Parlamento catalán vota la ley de cultivos, especialmente perjudicial y molesta para los elementos que componen la Lliga. La Lliga asustada, carga con el engendro y lo deposita arteramente a la puerta del Gobierno español, después de tirar del cordón de la campanilla.
Aparece el señor Samper y se encuentra con la ley de cultivos colapsada en el umbral. Hay un consejo de familia. El señor Samper se echa sobre los hombros el desmayado cuerpo y lo arroja al patio del Tribunal de Garantías constitucionales.
El Tribunal de Garantías se apresura a trasladar el presunto cadáver a la misma escalera de la casa de la Constitución, para que ella responda de la muerte. Y en esto llegan los guardias de Harun Al Rachid. Pero este cuento es diferencia del otro en que nadie sabe cómo sacar la espina.
La verdad es que en todo este conflicto al resto de España ni le va ni le viene nada y que estamos pagando las consecuencias de una pugna meramente regional, en la que nos han complicado con esa habilidad semítica que los políticos catalanes poseen para defender todo lo que sea en un interés económico. Porque no es a Aragón, ni a Galicia, ni a Extremadura, ni a Castilla a quienes importa la solución que la Esquerra dió el pleito de la rabassa morta, sino a los catalanes mismos. Y si la Lliga busca ahora el amparo del Gobierno central no es porque no sea capaz de arrancar ella, en cualquier otra ocasión, la bandera de España del coche del presidente de la Generalidad, sino porque no tiene ahora otro ambiente donde buscar apoyo para sus pretensiones.
La primera verdad en este asunto es que, otorgada la autonomía a una región, no es posible negarle el derecho a legislar sobre sus problemas peculiares, específicos, que son el acento de su carácter y que tienen una fuerza esencial tan poderosa como la de aquellos que se refieren a la propiedad de la tierra. Yo pertenezco a una región donde también existen en este aspecto peculiaridades muy diferentes a las de otras regiones españolas. Y si Galicia obtuviese su autonomía, no puedo concebir que fuese eficaz y completa si se le hurtase la capacidad de resolver por sí propia un problema que siente y conoce mejor que nadie.
Pero parece que la Constitución ha reservado para las Cortes españolas el derecho a ese tipo de legislación. Al menos, que el Estatuto no autoriza a Cataluña a realizarlo, y que a eso se atuvo el Tribunal de Garantías. En tal caso, lo más lógico sería trabajar por una ampliación de facultades. Pero la lógica no tiene nada que ver con la política.
De la sesión de ayer puede extraerse una consecuencia: la de que nadie -como no sea el Gobierno, en el secreto de intenciones que no se creyó en la obligación de exponer- conoce la manera de salir suavemente del atolladero. Hubo tres peticiones: una, la del señor Goicoechea, que denunció preparativos belicosos de la Generalidad y sus secuaces, que dió cifras y datos concretos a propósitos de actitudes apriorísticamente heroicas de los «cien mil hijos de San Lluhí»; otra, la de los que sostuvieron que aludir a estas insolencias es preparar la guerra civil, como si más importantes que el hecho fuesen los comentarios; otra, la de los que pidieron que todo se arreglase en paz, pero sosteniendo la dignidad del Gobierno de España.
¿Cómo? Eso nadie lo apuntó. Todas las fórmulas fueron deleznables. ¿Conminar a los representantes de la justicia catalana para que no cumplan la ley derogada aquí y vuelta a votar allá? ¡Pero si esos representantes no obedecen más que a la Esquerra! Maura y Azaña lanzaron condenaciones, pero tampoco presentaron el menor síntoma de atisbar la salida. Su idea de que el Gobierno hubiese intervenido cuando la ley era un proyecto o apenas salida del horno del Parlamento catalán, si se hubiese llevado a la práctica, a su tiempo, hubiese sido todavía de peores consecuencias y, sobre ello, completamente anticonstitucional.
Esperemos curiosamente el resultado de este encuentro. Pero con precaución, en silencio, con los ojos bajos, los labios cosidos y las manos caídas. Porque -ya lo advirtió Cambó- es preciso tener mucho cuidado en no herir la sentimentalidad catalana. Ya sabemos cómo se alteraba la de ellos, aun con motivos tan prosaicos como las tarifas del Arancel, «Aunque parezca lo contrario -ha dicho Cambó- ningún pueblo es tan sentimental como el de Cataluña: nunca, nunca ha reaccionado por otros motivos que los sentimentales.»
Así es. Pero ¿qué habrá que decir entonces de nosotros, que llevamos quince días de perturbación política por culpa de la rabassa morta, que nos afecta tanto, personalmente, como la existencia en el trópico de la mosca del sueño, a la que odiamos únicamente por un sentimiento de humana solidaridad?
Cierra España.